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Monsieur Pitou. Adela encuentra el nombre en la lista de invitados, pero ¿cuál será su especialidad? Sea cual fuere, ella comprende que ese desconocido es, sin duda, la presa, porque Ernesto Teldi, invariablemente, sienta a su derecha al invitado que en ese momento le resulta más conveniente. Pero ¿qué es lo que acabará comprando su marido tras la fiesta y a precio de saldo? ¿Una rarísima daga turca, tal vez un billet doux?

– De todas maneras, no te preocupes, ya hablaremos de los detalles en cualquier momento, déjalo, Adela, ahora no hay tiempo -dice Teldi al otro lado del teléfono-. ¿Cuánto te falta para estar vestida? ¿Podremos salir a las nueve? Se tarda más de una hora en llegar hasta casa de los Suárez.

Esa noche Ernesto y Adela Teldi estaban invitados a cenar en casa de unos amigos no relacionados con el mundo del arte. Eran las ocho y cuarto. Adela, aún sin maquillar, continuaba sentada sobre la cama, pero ella era experta en acicalamientos rápidos.

– Quedemos a las nueve en la puerta del ascensor para bajar juntos -le dijo a su marido.

Y a la hora exacta se encontraron: la puntualidad era la única virtud que compartían. Suben al ascensor y Adela aprovecha para mirarse en el espejo. Calcula que cuenta con tres pisos de delicioso descenso para comprobar que está muy guapa, como siempre que se viste para él. Obviamente, Carlos García no está invitado a la cena de los Suárez, pero las mujeres enamoradas (enamoradas no, Adela, no lo digas ni en broma, sensatez, prudencia), las mujeres ilusionadas, rectifica antes de continuar con la idea, siempre se visten para su hombre, aunque él no pueda verlas. Por eso, con el esmero de una novia que se adorna para el esposo, ella se ha bañado en perfumes y, más tarde, ha logrado que surja una Adela radiante de ojos vivos y labios tiernos que resplandece con una aura tan potente que incluso llama la atención de su marido.

– Estás muy guapa esta noche, Adela, pareces casi una adolescente -dice, y ella, agradecida, sonríe porque sabe que es verdad: digan lo que digan y mientan lo que mientan los fabricantes de cosméticos, el amor (o la ilusión amorosa) es el único milagro de eterna juventud que existe.

El ascensor baja otro piso, el último antes de llegar al vestíbulo: Adela piensa que le quedan todavía unos segundos más para recrearse en su felicidad. Mañana, mañana estaremos juntos, un día, unas horas, mi reino por unas horas. Súbitamente el ascensor se detiene. Parpadean las luces, amenazan con apagarse y, al final, se opacan hasta dejar el habitáculo en una mortecina semipenumbra de emergencia.

– Coño -dice Teldi, mientras busca y encuentra el teléfono de la cabina para llamar a recepción y preguntar qué pasa.

– Un apagón, señor, lo sentimos muchísimo, no es problema nuestro sino de la calle, toda la manzana está a oscuras. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

Teldi, contrariado, pide que avisen a los Suárez del posible retraso, antes de añadir:

– Y hágame el favor, llame a la compañía eléctrica o al Ayuntamiento o a quien le dé la gana, pero téngame informado; esto no es el Tercer Mundo, supongo que en Madrid los apagones no tienen por qué durar mucho.

– Sí, señor, naturalmente. Le informaré en cuanto sepa algo.

Los esposos se miran a la luz amarillenta de la cabina. Teldi hace un gesto de impotencia, mientras que Adela estudia las paredes y la puerta del ascensor. ¿Entrará suficiente aire? ¿Comenzará a subir drásticamente la temperatura hasta que se le descomponga el maquillaje? Qué desastre, incluso los rostros rejuvenecidos por la felicidad resisten mal las situaciones absurdas. Y ésta lo es. Y mucho.

– Si al menos hubiera una banquetita como en los ascensores antiguos -dice Teldi-. Uno espera mejor sentado, ¿no? Pero bueno, lo peor que puede pasar es que lleguemos tarde a casa de los Suárez, y eso tampoco es grave; gente bastante aburrida -suspira, antes de aflojarse el nudo de la corbata, más por acción refleja que por calor.

Atrapada allí con su marido, Adela piensa en Teldi y Teldi piensa en una carta de amor. Con la tranquilidad de quien está acostumbrado a enfrentarse con situaciones imprevistas, Ernesto aprovecha este inesperado encierro para recordar palabra por palabra una hermosa misiva que tiene previsto comprar mañana a uno de sus invitados. «Te necesito, te quiero, voy hacia ti», así empieza una cuartilla escrita de puño y letra de Oscar Wilde. Pero no se trata de un extracto del original de Un marido ideal como podría pensarse, sino de una súplica escrita tres años antes en una carta de amor dirigida a un desconocido y misterioso Bertie. ¿Quién podría ser ese personaje de nombre Victoriano? A Teldi se le ocurre una posibilidad tan interesante como escandalosa, aunque no podrá verificarla hasta que la carta sea suya. Iwant you, I need you. I'm coming to you, repite con placer de coleccionista, porque es muy posible que este hallazgo se lo reserve para él y decline venderlo, aunque seguramente le pagarían mucho por una pieza así. Pero cada vez con más frecuencia, Teldi prefiere la posesión al dinero. Una hermosa carta de amor -se dice y se emociona-, una muy bella carta de amor.

Adela, por su parte, no piensa en ternuras, sino que, de pronto, toma conciencia y se asombra por la proximidad física con su marido. Hace mucho tiempo que no están tan cerca el uno del otro. En casi treinta años de conveniente pacto matrimonial (yo no me meto en tu vida ni tú en la mía, tan civilizado y cómodo además) no ha habido fricciones. Las vidas paralelas sólo se juntan en el infinito o en la sepultura, pero para entonces ya todo dará igual. Adela se detiene en esta idea por un momento: «Juntos los dos por toda la eternidad.» Suena como un castigo, pero ella jamás ha logrado comprender esa preocupación de las personas por asegurarse dónde y en compañía de quién acabarán reposando sus restos: cenizas de amantes esparcidas en el mar o sobre un campo de margaritas, cadáveres que reposan el uno junto al otro hasta el fin de los tiempos… todo suena romántico e incluso sublime y, sin embargo, las cenizas son cenizas, y los cadáveres, cadáveres. Adela no tiene la arrogancia de pensar que sus restos puedan sentir amor o echar de menos ausencias.

La vida, en cambio, con su carga de deseo, dolor, amor o agonía, está aquí, muy presente, haciéndole padecer todo esto y mucho más… Entonces se sorprende sintiendo la lejanía del cuerpo de Carlos y la proximidad del de su marido, que nunca le había estorbado hasta este momento, en que lo tiene demasiado cerca, y a Adela se le representa durante un segundo lo que suele suceder cuando dos personas extrañas coinciden en un ascensor: cada uno se coloca en los puntos extremos del habitáculo mientras ambos miran al techo para que sus ojos no se encuentren, para que sus cuerpos no se toquen. Se balancean incómodos, simulan silbar o consultar un reloj, deseando casi con violencia que la puerta se abra de una vez por todas, que se abra ya, porque resulta insoportable que un extraño invada nuestro territorio.

Teldi se ha recostado contra una de las esquinas del ascensor. A él no le molesta la proximidad del cuerpo de Adela, ¿por qué habría de molestarle?: ella es parte de su persona. Desde que hicieran el mudo pacto de vivir vidas paralelas tantos años atrás, Adela era tan suya como sus manos, sus piernas, su piel o la vestimenta que cubría su cuerpo. Y la quería, ¿por qué no?, como se quiere aquello que siempre hemos visto como una prolongación indivisible de nosotros mismos.

Así también había vivido Adela hasta ahora su relación conyugal. Con amantes que la hacían sentirse viva. Incluso con algún amor que, en alguna ocasión, le había hecho plantearse la huida. Pero al final se había quedado con Teldi, porque la huida es innecesaria cuando la libertad es total, cuando el pacto de vidas paralelas es perfecto y el territorio común lo suficientemente grande como para no estorbarse: dos lechos en habitaciones separadas, dos cuartos de baño, dos puertas de entrada y salida. El disponer de un amplio espacio es una de las mayores bendiciones que otorga el dinero, y una de las menos conocidas.