En cambio, ahora en el ascensor, con la proximidad intrusa de su marido, que acaba de desabrocharse dos botones de la camisa y que luego procede a quitarse los zapatos, a Adela la sacude un estremecimiento parecido a la náusea. El bigote de Teldi, que empieza a poblarse de gotas de sudor, el pelo falsamente abundante que ahora con el calor comienza a pegársele al cráneo… Todo esto se le entrevera con el recuerdo de Carlos, que acaba agrandándose por comparación. Aspira el aire como si le faltase, y le duelen todos los músculos de puro deseo de salir de allí, de entregarse a otros brazos que no sean los de Teldi, que no huelan a carne vieja. Adela, una vez más, teme haberse enamorado más de lo prudente. Recuerda, querida-trata de decirse con un despego mundano que choca con la situación en la que se encuentra-, que el amor es para siempre… mientras dure. Te amaré eternamente hasta las ocho y media de la tarde. Ése había sido su sabio proceder con otros amantes, pues a lo largo de su vida, ha aprendido que amar es un verbo que sólo debe conjugarse en tiempo presente. Y Adela se repite esas premisas procurando no mirar a Teldi, no ver cómo la camisa comienza a pegársele al cuerpo. «La única pasión duradera es la que se dosifica y no se apura, la que no se bebe del todo, la que se desea y no se posee…» Todas son consignas prudentes que ella ha sabido respetar.
Ahora el calor ya es insoportable. En el ambiente pegajoso respiran uno el aire del otro. Teldi vuelve a llamar por el teléfono a conserjería, y a la estridencia de sus gritos y a sus protestas se unen otros tormentos de la proximidad, como el olor rancio del sudor de Teldi y su mano resbalosa que, sin querer, ha caído sobre el brazo derecho de Adela. Y el contacto envía una corriente eléctrica a lo largo de su espina dorsal, precisa y terrible como una revelación. Entonces se da cuenta de que hasta ahora había podido convivir con este cuerpo viejo, con un marido de pelo ralo que, cuando suda, se le pega al cráneo, simplemente porque no veía todos esos detalles como los ve ahora, en la obligada proximidad del ascensor. Siempre han sido independientes el uno del otro, indulgentes, viajando mucho y viéndose poco, sin estorbarse ni ofenderse, respetando cada uno el territorio ajeno para que el otro respete también el suyo. «Pero la libertad se angosta con el paso del tiempo», piensa Adela de pronto. Inevitablemente con los años llegará el fin de esa vida cara a la galería que ha sido siempre su salvación; llegará el momento de la soledad compartida en la que no habrá amigos, ni viajes… en cambio habrá más proximidad, achaques y enfermedades. Dios mío: la vejez es la invasión de todos los territorios.
Quince minutos. Adela nunca habría sospechado que, para dar la vuelta al mundo y volver del revés las convicciones de toda una existencia, bastaran quince minutos encerrada en un ascensor junto al futuro que la espera. Por eso, cuando de improviso la cabina se pone en marcha, el movimiento le produce tal vértigo que cree que, en vez de estar descendiendo hacia el vestíbulo, lo que hace es recorrer el camino que lleva al mismísimo infierno. Y en ese breve trayecto, con la misma lucidez de los que están a punto de morir, Adela ve pasar velozmente por el espejo del ascensor toda su vida amorosa. Ve a la joven Adela Teldi, bella e inaccesible, sin otro deseo que coleccionar amantes que la hicieran sentir más bella y también más inaccesible.
A continuación, un estremecimiento que durante años ha luchado por acallar, la hace detenerse ante la imagen de un hombre sin rostro mezclada con la sangre de su hermana Soledad que mancha el patio de su casa en Buenos Aires. Pero afortunadamente, las imágenes se suceden tan veloces que el recorrido no se detiene, sino que vuela, continúa y pasa a escenificar otros amores banales planeados para tapar aquella sangre. Muchas aventuras insignificantes hasta que en el espejo aparece el bello cuerpo de Carlos, como si estuviera con ellos allí dentro.
El ascensor ha llegado abajo y la puerta se abre.
– Por fin, ya era hora -dice Teldi, y comienza a reunir sus cosas. Busca la corbata que ha quedado en un rincón, luego los zapatos.
– ¿Y dónde estará el izquierdo? En un sitio tan pequeño en el que casi nos derretimos, ahora resulta que no lo encuentro.
Adela se agacha; está a punto de recogerlo para devolvérselo sin más comentarios, cuando un impulso loco la hace permanecer en esa postura servil. Mira a Teldi y, como si necesitara sellar con un gesto lo que ha descubierto en los últimos quince minutos, le dice:
– Ven, Ernesto, deja que te ayude.
Y de rodillas, se obliga a ponerle el zapato.
– Qué haces, Adela, ¿te has vuelto loca?
Pero Adela no está loca, quiere sentir una vez más el olor a carne vieja, hundirse hasta el fondo de todas las miserias para asegurarse de que, cuando salga del ascensor, la cotidianeidad no la hará olvidar lo que ha sentido en esos quince minutos, que son el presagio de lo que le espera en el futuro. La vejez es la invasión de todos los territorios -repite-, y llegará cuando ya no tenga fuerzas para huir, cuando ya no queden razones para cambiar de vida, porque la vida se habrá vuelto demasiado pequeña y no habrá dónde ir, ni con quién. El pie de Ernesto Teldi se ha hinchado con el calor, cuesta hacer entrar el talón, y se quiebra el contrafuerte.
– Déjalo ya, no sé qué demonios estás haciendo. Ven, levántate -dice Teldi, y al verle la cara añade-: Tienes un aspecto deplorable, Adela, deberías cambiarte, y yo también.
– Sí -dice ella-, pero creo que esta vez subiré por la escalera.
Adela no mira atrás. No sabe si su marido se ha quedado en el ascensor para volver a su habitación o qué ha hecho, pero ella sabe que tiene tres pisos para pensar en Carlos y todo lo que siente. Ya es tarde para cancelar la cena en la casa de Las Lilas, se dice; por unos días más seguirá adelante con los planes, pero luego, adiós Teldi. Adela no se cansa. Adela sube los tres pisos del modo ingrávido con que lo hacen los niños, porque acaba de jurarse que, por una vez en la vida, será ilusa y tonta y loca, y dará una oportunidad al amor.
CUARTA PARTE
– En este incidente -dijo el padre Brown- ha habido un elemento retorcido, feo y complejo que no corresponde a los rayos directos del cielo o del infierno (tampoco a los de la magia). Igual que uno reconoce el camino torcido de un caracol, yo reconozco el camino torcido del ser humano.
G. K. Chesterton,
El candor del padre Brown
Ese truco lo hacen con espejos, ¿verdad?
Agatha Christie
1 LLEGADA A LA CASA DE LAS LILAS
Las casas en las que está a punto de producirse una muerte repentina no se distinguen en nada de otras casas más inocentes. Es mentira que las maderas de los escalones crujan con sonidos semejantes al graznido de un cuervo y que las paredes parezcan tristes centinelas a la espera de algo perverso. También es falso que las cámaras frigoríficas Westinghouse, que horas más tarde habrán de cerrarse tras alguien y para siempre, ronroneen, invitando al incauto a meterse dentro. Todo esto es mentira y, sin embargo, sobre el felpudo de entrada de Las Lilas podía verse claramente una enorme cucaracha. Las cucarachas son insectos desagradables y con un terco sentido de equipo. A menudo, cuando uno acaba con la vida de un ejemplar, surge, nadie sabe de dónde, otro idéntico que lo reemplaza. Una segunda cucaracha tan gorda y lustrosa como la anterior que se comporta igual que la primera, con estoica exactitud, como ocurrió esa mañana con la cucaracha (o mejor dicho varias) que los personajes de esta historia se fueron encontrando sobre el felpudo a medida que llegaban a Las Lilas.