Выбрать главу

Si esta presencia puede considerarse un presagio o una señal, es cierto que la señal fue vista por todos, allí, desafiante, y moviendo las antenas. Y al verla, cada uno hizo lo que suelen hacer todas las personas cuando se encuentran con una cucaracha: aplastarla con el pie.

Ernesto y Adela Teldi, los primeros en llegar a la casa, al ver al feo insecto, aprovecharon para cruzar unas palabras: las primeras que intercambiaban después de horas de compartido silencio. No se habían hablado durante el trayecto en avión desde Madrid, y tampoco habían hecho más que algunos comentarios indispensables durante el viaje del aeropuerto hasta Coín, que era donde se encontraba Las Lilas, una casa antigua cubierta en buena parte por una glicina que los profanos solían confundir con las lilas que daban nombre al lugar.

– Ya te advertí que los guardeses que habías contratado eran un desastre -dijo Ernesto Teldi-. Encontrar una cucaracha en el jardín es algo inaudito, quién sabe qué nos espera al entrar en casa.

Metió la llave en la cerradura mientras echaba un vistazo en derredor. El resto del jardín parecía aceptablemente cuidado: unas hortensias azules crecían a ambos lados de la puerta principal, otros parterres estaban igualmente hermosos y, salvo algunas hojas que el viento arremolinaba en una esquina, el césped estaba cuidadosamente rastrillado, de modo que se destacaba al fondo una pequeña fuente con nenúfares y un seto de boj.

– Al menos el jardinero parece una persona cumplidora -comentó Teldi-; en cambio, ese matrimonio de guardeses holgazanes, ni siquiera está aquí para abrir la puerta. Me pregunto dónde se habrán metido -añadió al tiempo que hacía girar el pomo para entrar.

Con el primer paso hacia adelante, Ernesto Teldi aplastó la cucaracha, la carcasa del bicho crujió bajo la suela, y diciendo carajo, se limpió los restos del insecto sobre el felpudo. Segundos más tarde, Adela y él ya habían entrado en Las Lilas, donde tendrían que enfrentarse a un segundo contratiempo doméstico: los guardeses los esperaban con gran agitación para informarles que no podrían quedarse para la fiesta, ya que tenían que irse a toda a prisa a Conil de la Frontera por un asunto familiar mu grave, mu grave señora, lo siento en el alma, qué contrariedad.

– Que se vayan ahora mismo, en este instante, y que no vuelvan -había dicho Teldi, dirigiéndose no a sus empleados, sino a Adela, como si ella fuera la culpable de los asuntos familiares mu graves.

Y Adela, conciliadora, había pactado que se quedaran, por lo menos hasta que llegara el equipo de La Morera y el Muérdago, para explicarles el funcionamiento de la casa y dónde estaba todo. En ese momento Teldi se había dirigido a los guardeses por primera vez para exigir con la contundencia contrariada que se dedica a los desertores:

– Y antes de desaparecer para siempre de mi vista, llévense con ustedes esa cucaracha muerta, hagan el favor.

– Una asquerosa cucaracha -dijo Chloe dos horas más tarde, al encontrarse con idéntica sabandija sobre el felpudo, pero ésta muy viva, y moviendo las antenas en señal de bienvenida-. ¡Puaj!, qué asco, ¿quién coño le da matarile? Mi conciencia no me permite hacerle daño a los animales, pero es que hay que fastidiarse, joder.

Néstor y Carlos se detuvieron al ver el bicho. A Néstor, como a todos los cocineros, las cucarachas le resultaban repugnantes, y así se lo hizo saber a los guardeses cuando acudieron a abrirles la puerta.

– Yo no sé de dónde ha podido salir -se excusó la guardesa-, acabamos de limpiar otra igualita. Seguramente el señor Teldi se la trajo de la calle pegada a la suela, porque en esta casa no hay bichos. La cocina está como los chorros del oro, se lo juro; pase, pase por aquí y lo verá.

Entraron Néstor y la guardesa.

– ¿Y la puta cucaracha? -preguntó Chloe-. Mátala tú, Carlos.

Y Carlos, que no tenía remilgos para estas cosas, aplastó al insecto igual que había hecho Ernesto Teldi.

– Ya está -dijo-. Vamos, Chloe, llévate estos bultos a la cocina; Karel está aparcando el coche y tengo que ayudarle a desembarcar el resto de los cacharros.

«Caramba, he aquí una sváb muy repugnante -pensó Karel Pligh, al ver una tercera cucaracha sobre el felpudo, tan lustrosa y húmeda como sus hermanas-. ¿Cómo demonios se dirá sváben español?», caviló por un segundo, sin imaginar que, gracias a su gran cultura musical, había cantado en muchas ocasiones una famosísima canción mexicana dedicada a este insecto. Pero Karel no tenía tiempo para hacer más reflexiones entomológicas ni musicales en ese momento. Llevaba sobre sus hombros una cesta llena de peroles, sartenes y todos los utensilios de cocina necesarios para que Néstor preparara la cena en Las Lilas esa noche. Por eso, Karel, al pasar, aplastó la sváb con toda la contundencia de sus zapatillas Nike y siguió camino de la cocina: quedaba mucho por hacer y multitud de cosas que organizar antes de la llegada de los invitados.

El matrimonio Teldi y los empleados de La Morera y el Muérdago dedicarían toda la mañana y buena parte de la tarde a los preparativos, cada uno en su área. Teldi, por ejemplo, se encerró en la biblioteca para hacer varias llamadas de teléfono; quería confirmar que ninguno de sus invitados había sufrido un percance de último momento que le impidiera asistir. Adela por su parte, después de una detallada reunión con Néstor sobre los pormenores del menú (qué extraña idea, tenía la sensación de haber visto antes esa cara, pero ¿dónde?, ¿dónde había visto un bigote igual? Seguramente se acordaría dentro de un rato, pero en todo caso, y por si la coincidencia no fuera grata, lo mejor sería no dar la impresión de que le resultaba familiar: siempre es preferible, en estos casos, hacerse la desmemoriada), hizo un ruego al cocinero: ella prefería no tener que dar órdenes directas a los ayudantes de la empresa.

– Usted ocúpese de todo, señor Chaffino, incluso de los arreglos florales, use con libertad las flores del jardín si es necesario -dijo-; tengo algunas cosas que decidir con mi marido en el piso de arriba y, en cuanto pueda, pasaré por la cocina para que controlemos juntos los imprevistos que puedan surgir.

Néstor la tranquilizó diciendo que ésa era precisamente la ventaja de haber contratado sus servicios: no necesitaría ocuparse de nada. Ni de la comida, ni del arreglo de la casa (a pesar de la deserción de los guardeses).

– Somos pocos pero eficaces, señora, y estamos muy compenetrados. Eso es lo más importante. Los chicos, especialmente Carlos, son como mis hijos, ya lo comprobarás.

Y después de esta declaración, rematada con un inesperado tuteo que sorprendió a la señora Teldi (ha sido un lapsus, sin duda, se dijo Adela, no hace falta darle mayor importancia), vio cómo Néstor desaparecía de su vista con esa forma sigilosa de moverse que es el distintivo de los verdaderos especialistas en el arte de la hostelería.

A partir de ese momento La Morera y el Muérdago tomó posesión de Las Lilas.

Mientras los Teldi se desentendían de los preparativos, Karel, Chloe, Carlos y el cocinero se dedicaron a organizado todo, a poner mesas y arreglar flores, a cambiar de sitio muebles. «Hagan lo que quieran», había dicho la señora Teldi, y con la libertad que otorga el tener carta blanca y también con la experiencia de otras tantas fiestas parecidas, al cabo de un rato, los componentes de La Morera y el Muérdago entraban y salían de las habitaciones con toda soltura, igual que si se movieran en terreno conocido. Y fue así, trabajando a su ritmo y sin supervisión externa, cómo cada uno de los empleados tuvo oportunidad de descubrir una casa de Las Lilas muy diferente. Dicen algunos que las casas cambian de personalidad dependiendo de quién las mire. Que son agradables o amenazadoras, bellas o no, simpáticas u hostiles, según el ojo que las observe o un particular estado de ánimo. Dicen también que nadie ve lo mismo aunque todos miren idéntico espacio, y debe de ser cierto, a juzgar por las distintas impresiones que Las Lilas causó en los recién llegados. Néstor, por ejemplo, tuvo un sobresalto al entrar en el salón con idea de pasar el plumero. Una sensación incómoda le recorrió la espalda, pero es muy posible que, en este caso, no pudiera atribuirse a la decoración de la casa, sino a un objeto en particular que le provocó inquietud: la bandeja del correo.