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¿Cómo yo? -pensó Néstor por un instante, y con una carcajada-, ¿a mí qué me importan los escritores? Pero inmediatamente se desentendió de Chloe, porque se le estaba derramando la bechamel.

Siempre era iguaclass="underline" cuando Néstor estaba en pleno ejercicio de su obligación no atendía a ninguna otra cosa. No existía para él nada que no fueran los peroles o, como en este caso, la bechamel y las flores de tomate que necesitaba para adornar los platos en los que luego se serviría una ensalada tibia de bogavante.

De no haber sido así, de no haber sido un cocinero tan concienzudo y atento a los guisos, se habría alarmado por la escena que tuvo lugar a continuación.

Chloe continuaba hablando cada vez más alto a medida que notaba que no conseguía atraer la atención del cocinero ni la de Carlos.

– Venga, Néstor, no me seas borde, sólo una historia, aunque sea repetida, no me importa; cuéntanos otra vez ese asunto de la mujer que dejó morir a su hermana en Buenos Aires, aquella tía que se tiró por la ventana, ésa sí que era una historia guay.

Néstor no vio que la puerta se abría: la bechamel acaparaba toda su atención. Tampoco Chloe notó nada y sólo Carlos se dio cuenta de que la hoja cedía para dejar paso a Adela Teldi que, al oír aquellas palabras, se detuvo en seco.

– Una historia de película, de película de terror, tío, cuéntanosla otra vez.

Tal como se había abierto, la puerta volvió a cerrarse, y Carlos continuó picando hielo y escuchando las tonterías de Chloe como si no hubiera visto nada. Es mejor así -se dijo-. Adela, al verme, ha preferido esperar, y tiene razón. Conviene que nuestro primer encuentro en Las Lilas sea sin testigos; apuesto que si hubiera entrado ahora, así, sin preámbulos, Néstor nos lo habría notado en la cara.

– Joder, Néstor, joder, Carlos-continuaba Chloe-, podríais hablarme, digo yo. No sé por qué el trabajo tiene que estar reñido con la comunicación humana.

Pero ni Néstor ni Carlos la escuchaban. El uno porque pensaba en salsas, el otro en amores y Chloe, aburrida, se dedicó a vagar la vista por la cocina hasta que su atención se fijó en la puerta de una gran cámara frigorífica que había al otro lado. «Westinghouse 401 Extracold», leyó distraídamente, y luego se detuvo a observar cómo la puerta, que era de acero inoxidable o de algún metal plateado, la reflejaba, aunque distorsionando y aumentando su cara como un espejo caprichoso. Chloe se divirtió arreglándose el pelo y comprobando cómo los piercing -sobre todo los de los labios- le daban un aspecto dabuten, tía -se dijo-. Y riéndose ante esa voluble imagen de espejo de feria, ya no pensó más ni en Carlos ni en historias de infamias, y tampoco en Néstor, ni en su libreta de hule. Treinta tomates más tarde, cuando ya todas las flores estaban cuidadosamente repartidas en los platos, Chloe preguntó a Néstor qué más quería que hiciera. Y Néstor, tras consultar el reloj, le había dicho que en la cocina ya no necesitaba ayuda y que subiera a cambiarse. Aún es temprano, pero conviene que compruebes que tu uniforme está perfecto y el delantal impecable. Venga, sube, Carlos y yo terminaremos con esto, tú procura planchar bien tu ropa. El resto de las instrucciones ya las sabes, querida: espero que dejes las argollas, los pendientes y demás piercing bien guardaditos en tu enorme mochila; qué demonios llevarás ahí dentro, cualquiera diría que la has preparado para una excursión de quince días al desierto.

– Mujeres -dijo Néstor con una sonrisa. Estaba de muy buen humor: todo marchaba divinamente.

En la habitación que comparten Chloe Trías y Karel Pligh suena una canción de Pearl Jam. Chloe ya se ha duchado y, con el pelo húmedo envuelto en una toalla, busca en su mochila el uniforme de doncella, una severa bata gris con cuello y puños blancos, un delantal de organza e incluso una pequeña cofia que las empresas de cáterin prestigiosas como La Morera y el Muérdago han rescatado de los baúles para dar otro toque de distinción a sus servicios.

– Joder, dónde está el disfraz de mucama -se impacienta Chloe, y empieza a sacar de la mochila prendas y más prendas, todas las que ha recogido en casa de sus padres el día anterior.

Demasiadas cosas: camisetas, biquinis, unas bermudas chinas muy apropiadas para pasearse por el jardín de Las Lilas; todo está ahí menos el uniforme. Y Chloe preocupada busca, revuelve. Manda pelotas, ¿me lo habré olvidado con tanta coña en casa de los viejos?, con las prisas, ya no sé ni lo que cogí, pues aquí no está, y ahora qué hago, Néstor es un tío legal, pero no va a gustarle un pelo que no tenga la ropa adecuada.

Son las siete y media. Temprano pero no lo suficiente como para resolver el grave contratiempo de haberse olvidado el uniforme en Madrid. Coño, coño, coño. Y Chloe se pone a dar vueltas por la habitación hasta que se le ocurre una idea salvadora, la única posible.

Mira en el armario. Karel tiene dos uniformes de camarero: un chico tan precavido nunca se permitiría viajar sin traje de repuesto; ésta es una profesión en la que hay que estar preparado para todo tipo de imprevistos, y Karel Pligh lo está, afortunadamente. Ahora la niña ya sabe lo que va a hacer.

– Será divertido vestirse de tío -dice.

Una hora más tarde suena el timbre. Es pronto aún para que sea alguno de los invitados, de modo que Karel Pligh, sin abrir la puerta, asoma la cabeza por una ventana. Ante la entrada principal ve a un caballero de cara amable y pelo cortado al cepillo que lleva en la mano una maleta pequeña.

– Buenas tardes, soy Serafín Tous -dijo el hombre.

– ¿Viene usted para la fiesta? -preguntó Karel desde la ventana sin mucha idea de cuál sería el protocolo en estos casos.

Serafín sonrió. Estaba de muy buen humor, más aún al comprobar que el bello rostro de Karel, enmarcado en la ventana como un retrato, no le producía esa terrible desazón que se había instalado en su vida de un tiempo a esta parte.

– Estoy invitado a la fiesta y también a pasar la noche; pregunte usted, si quiere, a la señora Teldi, joven; vaya y pregunte.

Serafín espera unos segundos hasta que Karel abre la puerta.

– Buenas tardes, señor.

Y Serafín Tous puede ver, detrás de Karel Pligh, el interior sereno de Las Lilas. Una casa tan apacible, perfecta, perfecta, siempre le digo a Adela que me recuerda a un balneario, un sitio donde se curan todas las angustias -piensa.

– ¿Me permite, señor? ¿Quiere que le lleve la maleta?

Al recoger el equipaje y adelantarse (sígame, señor, yo le señalo el camino), Karel Pligh ha dejado al descubierto una gran cucaracha húmeda y lustrosa que saluda a Serafín Tous desde el felpudo. Pero Serafín es miope y está de buen humor, por eso se confunde de bicho. Un bonito escarabajo pelotero, se dice, y le da un empujoncito con el pie, qué bonito, qué bonito es el campo, justo lo que él necesitaba en estos momentos para alejarse de todo peligro y de los posibles testigos de su secreto.

– Vamos, vamos -le dice con toda delicadeza a lo que él cree un escarabajo-, vete por ahí a hacer pelotas.

Poco más tarde, Serafín Tous había cambiado por completo de opinión. Si el incidente de la cucaracha hubiera ocurrido dos horas después, seguramente no habría confundido al insecto con un escarabajo, y la casa de Las Lilas, que al llegar le había parecido apacible, según su nueva percepción ahora se le antojaba decadente y llena de cachivaches, la típica casa de un coleccionista con mucho dinero y poca alma. Sí. Eso pensó Serafín Tous, sentado en la terraza de Las Lilas con el periódico en una mano, una copa de jerez en la otra y las dos temblando por lo que le acababa de suceder; minutos después de instalarse en tan relajada postura, había visto aparecer por un ventanal de la terraza los inconfundibles bigotes en punta que ya lo habían sorprendido una vez en el club Nuevo Bachelino y otra en casa de madame Longstaffe.