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– Buenas noches -dijeron los bigotes-. Dejaré esto aquí con su permiso; son para adornar la terraza.

Y aquel hombre, al depositar unas velas sobre la mesa, lo miró con una sonrisa tan poco tranquilizadora que Serafín no pudo evitarlo: el jerez se le derramó sobre los pantalones. Una mancha rubia y sospechosa comenzó a extendérsele desde la ingle.

– Dios santo -se dijo, y a continuación-: Nora, tesoro, ¿es que no hay nada que puedas hacer para salvarme de esta horrible coincidencia?

2 TODOS QUIEREN MATAR A NÉSTOR

Si madame Longstaffe, famosa adivina bahiana (y también gran coleccionista de animales disecados), hubiera estado convidada a aquella fiesta de especialistas en objetos raros, sin duda habría captado que sobre la casa de Las Lilas se cernía la sombra de un crimen. Pero madame Longstaffe no estaba invitada, y aunque lo hubiese estado, tampoco habría tenido ocasión de percibir tan amenazadora sombra, pues cuando Las Lilas se vio invadida por esa inquietante y negativa energía, ninguno de los invitados estaba presente.

Los coleccionistas aún tardarían un buen rato, y en la casa no había más personas que las ya conocidas en esta historia, cada una vistiéndose para la cena. Y mientras lo hacían, tal como ocurre cuando la gente se entrega a rituales rutinarios -ya sea lavarse los dientes o vestirse-, las ideas volaban libres, tan inconscientes que, de pronto, cuatro de estos personajes coincidieron en un único pensamiento: todos querían matar a Néstor. O, al menos, deseaban, con el fervor impotente de las almas que sufren, que ese cocinero sabelotodo nunca se hubiera cruzado en sus vidas.

Es completamente estúpido, estúpido y además injusto, que este tipo aparezca precisamente ahora -iba diciéndose Ernesto Teldi mientras elegía de una cajita los gemelos que se iba a poner esa noche-. Eran dos curiosas piezas en forma de espuela gaucha cuya visión no contribuyó precisamente a alejar de su pensamiento una parte del pasado que deseaba olvidar, sino todo lo contrarío, espoleó su recuerdo hacia ideas muy desagradables.

Muchos años habían transcurrido desde que Ernesto Teldi abandonó Argentina y más de veinte desde que había conseguido que su historial fuera perfectamente respetable y prestigioso. En realidad, siempre lo había sido, a excepción de sus comienzos como contrabandista, pero ¿qué tenía eso de censurable?, ¿acaso el contrabando no había sido el inicio de otras fortunas igualmente respetadas?

Y ahora, al cabo de los años, resulta que este tipo tiene la osadía de presentarse en mi casa creyendo que yo no iba a reconocerlo -piensa Teldi-; llego a Las Lilas, abro una puerta y me lo encuentro pasando un plumero por mis muebles y por mis objetos de arte como si fuera un inocente miembro del servicio doméstico; es increíble. Pero yo jamás confundo u olvido una cara aunque me guardé muy mucho de demostrarlo cuando nos encontramos frente a frente. No hay duda posible: este tipo es Antonio Reig, nuestro antiguo cocinero de Buenos Aires -añadió Teldi, demostrando en un segundo la inexactitud de lo que acababa de afirmar.

Sobre su mesilla de noche, mirándolo con descaro, estaban las tres cartas escritas en tinta verde que había recibido en poco más de una semana. La firma era ilegible y la letra difícil, pero el contenido lo remitía a sus más antiguas pesadillas: los gritos que lo atormentaban por las noches y que callaban de día, el ruido de los motores… y Teldi logró descifrar también un nombre propio, que invocaba claramente un episodio que él suponía olvidado por todos. El nombre era el del teniente Minelli, mientras que otros párrafos farragosos de la carta insistían en recordarle más gritos de muchachos, el oscuro brillo del Río de la Plata, un viaje sin regreso y su avioneta de contrabandista que había servido para cometer un crimen. ¿Y qué pedían esos renglones torcidos que lo acusaban sin firma desde la mesilla de noche?

Dinero, naturalmente.

Muy injusto -se repite ahora Teldi, mirando sus originales espuelas de plata, que son el símbolo de todo lo que ha logrado en la vida con tanto esfuerzo: el dinero, el éxito, el respeto general-. Se lo había ganado a pulso y sin atajos porque lo único oscuro de su pasado era aquel episodio con Minelli la noche en la que el milico le pidió su avioneta y él se la prestó sin hacer preguntas. «Una infamia que usted cometió una vez», así decían los renglones verdes. De acuerdo, tal vez lo fuera, pero sin duda se trataba de una pequeña infamia; y bien cara la había pagado: desde entonces todas sus noches habían estado habitadas por las pesadillas, también por los gritos, repitiéndose idénticos, hora tras hora. La gente suele pensar que los hombres como yo no sentimos ni padecemos, pero ¿qué saben?, ¿qué sabe nadie en realidad? Teldi repasa sus últimos años y se convence de que ha dedicado media vida a hacerse rico y la otra media a hacerse perdonar por haber tenido tanto éxito. Tanto esfuerzo: su labor de mecenazgo… el incalculable dinero que había dado a distintas causas, la creación de sociedades benéficas… pero por lo visto era inútil; ninguna de estas buenas acciones lo redimía a ojos del prójimo. La gente cree que las personas como yo nos mostramos generosas, para purgar algún pecado o simplemente por vanidad, cuando lo cierto es que se trata del patético tributo que los ganadores rendimos al perdedor y que es como suplicarle: mírame, yo también te necesito, necesito que me aceptes, que me admires, necesito que me quieras.

Y ahora -piensa Teldi, mientras acaba de ponerse el otro gemelo, el del puño derecho, que es el que entraña más dificultad-, ahora, tanto esfuerzo se ve amenazado por esta carta: «Usted y yo conocemos lo que ocurrió en 1976», acaba diciendo la letra verde que se parece tanto a una hilera de cotorras sobre un alambre. Teldi está seguro de que aunque esas cotorras contaran estrictamente la verdad, nadie les creería, porque ¿quién iba a creer que el pecado de Ernesto Teldi se limitaba a haber prestado su avioneta al teniente Minelli en una ocasión? Prestar una avioneta una vez sin hacer preguntas no tiene mayor importancia -piensa-, por eso hay que adornar un poco la verdad, y resulta muy fácil hacerlo, pues entre contar las cosas tal como sucedieron e inventarse que yo colaboraba con la guerra sucia no hay más que un paso, del mismo modo que entre la verdad y la interpretación torcida sólo hay un detalle, un diminuto matiz muy útil para un chantajista. «Tenga cuidado, Teldi, recuerde que me sería muy sencillo hacer llegar su historia a la prensa -dice la carta-, piénselo, ya no voy a escribirle más, sino que tengo intención de ponerme en contacto directo con usted para que solucionemos juntos este pequeño… malentendido. Quizá lo haga por teléfono o quizá…» (aquí la letra verde se hacía completamente ilegible, pero Teldi cree entender la pretensión del chantajista). No hay duda -se dice-, con todo el descaro del mundo este tipo ha decidido presentarse en mi casa. Está aquí, aquí mismo. Nunca he visto osadía igual, ¿cómo se atreve?

Se atreve -piensa Ernesto Teldi, que por fin ha terminado de abrocharse los gemelos y comienza a ponerse la chaqueta- porque se cree impune. Él cree que no lo he reconocido y espera el momento para atemorizarme con su extorsión. Y lo peor del asunto es que yo acabaré pagándole lo que me pida, no importa cuánto ni cómo, cualquier cosa, con tal de verme libre de esta maldita sanguijuela.

Ernesto está a punto de abandonar su habitación. Ya decidiré más tarde, después de la fiesta, cuánto le voy a pagar -se dice-; la vida continúa y ahora tengo otros asuntos de los que ocuparme, afortunadamente el dinero sirve para muchas cosas; por ejemplo, para arreglar este tipo de contratiempos y acabar con las sanguijuelas.