Va a salir, su mano se dirige al pomo de la puerta y en ese momento las espuelas de plata rozan el picaporte con un cling apenas perceptible que, sin embargo, en su cabeza suena como una alarma. Entonces piensa que se ha equivocado en el razonamiento, que el dinero no es la solución, y que en el caso de las sanguijuelas, sólo contribuye a engordarlas y a hacerlas más voraces. Una vida entera para lograr la respetabilidad, y en cambio, sólo se necesita un segundo para acabar con una buena reputación. La única sanguijuela inofensiva es la que está muerta -piensa, y se sorprende-. Él ha sido toda su vida un hombre de métodos eficaces pero siempre suaves, pacíficos, y sin embargo a veces…
¿Qué es preferible: engordar una sanguijuela con dinero -y yo tengo suficiente como para afrontar esta sangría sin demasiado esfuerzo- o buscar otro método de acabar con ella? Esta pregunta iba a rondar la cabeza de Ernesto Teldi durante toda la velada.
Por su lado, y víctima de parecida inquietud, Serafín Tous pensaba en la magia para deshacerse de Néstor. Pero no en encantamientos como los que podía utilizar madame Longstaffe ni sus antepasadas las célebres brujas del bosque de Birnam. No; Serafín se entregaba, en ese mismo momento, a retahílas y conjuros caseros que todos hemos invocado alguna vez: si con apretar un botón -se decía tan inofensivo caballero- pudiera hacer desaparecer a este tipo, lo haría sin dudarlo. Si existiera, Dios mío, el modo de pulsar un dispositivo secreto, clic, que hiciera desvanecerse a este peligroso individuo, si estuviera en mi mano cerrar herméticamente una compuerta que lo aislara como se aísla a los microbios en una cámara de frío, como se encerraba antiguamente a los apestados para que no contagiaran y tampoco molestaran con su presencia aterradora…
Serafín Tous está sentado sobre la tapa del retrete. La imagen que presenta es la de un respetable magistrado de pelo gris cortado al cepillo con las rodillas juntas y las piernas valgas formando una equis, mientras las manos se entrelazan sobre los muslos en actitud de súplica. ¿Cómo demonios lograría sobrevivir a la fiesta que dentro de poco iba a comenzar y en la que se esperaba de él un comportamiento sereno? Le aguardaban tres, cuatro, tal vez cinco horas de reunión social en las que debería participar en los comentarios banales, sonreír, admirar convincentemente las obras de arte que Ernesto Teldi les iba a enseñar, al tiempo que se maravillaba con los comentarios de este o aquel invitado excéntrico… En resumen: ¿sería capaz de realizar toda la conocida gimnasia social en este terrible estado de ánimo en el que se encontraba? Serafín arrancó mecánicamente un trozo de papel higiénico largo como sus temores y con él se secó la frente.
Lo más terrible del caso -pensaba- es que sobrevivir a la reunión no supondría ni mucho menos lo peor, sino lo más fácil. Porque con tanto ajetreo, era improbable que Néstor tuviera ocasión de propalar por ahí insidia alguna, desvelar, por ejemplo, dónde y en compañía de quién había sorprendido una vez al magistrado Tous. Gracias a la fiesta, esta noche su secreto quedaría a salvo. Pero se trataba sólo de un respiro momentáneo. Ahora el tipo conocía su nombre y su profesión, sabía también quiénes eran sus amigos, y sería muy fácil que llegara hasta alguno de ellos un comentario sobre cómo se habían conocido en el club Nuevo Bachelino. Mañana comienza el verdadero peligro -piensa Serafín-. Es imposible prever el momento exacto en el que ocurrirá: mañana, pasado, la semana que viene… Y ése iba a ser su refinado martirio: la incertidumbre y la espera, hasta que un día una sonrisa cáustica o la actitud de un amigo le confirmara que todo estaba perdido y que su pequeño desliz sin trascendencia era ya de dominio público. Las rodillas de Serafín se aprietan para que sus piernas formen una equis aún más desoladora, mientras reflexiona sobre cómo se producen los fenómenos de la maledicencia. Muchas veces suceden por pura frivolidad -se dice-, ésa es la gran ironía del asunto, y él lo ha podido comprobar en infinidad de ocasiones. Resulta terrible, pero al final, los peores secretos acaban desvelándose sólo por el gusto de compartir un chismorreo indiscreto con los amigos: ¿queréis que os cuente dónde sorprendí un día a Serafín Tous, ese respetable magistrado? ¿A que no sabéis que es sarasa, maricón y pederasta? ¿A que no lo sabéis? Y al reclamo de frases como éstas, se amusgan alertas todas las orejas de los parroquianos: ¿de veras?, cuenta, cuenta…
Sí, es cierto, de este modo se trunca más de una carrera y se arruina una vida -medita Serafín, sentado sobre la tapa del retrete-; y lo más grandioso es que la gente no lo hace ni por maldad ni por ligereza. Ni siquiera por envidia, sino simplemente por la pequeña gloria de ser el centro de atención durante un par de minutos, qué cosas.
Desde la posición en la que está, Serafín no alcanza a verse la cara en el espejo del cuarto de baño, sólo ve el arranque del pelo y su arrugada frente. Una vida entera intentando escapar, olvidarse de aquel muchacho frágil con el que solía tocar el piano hace tantos años, para, de pronto, delatarse de esta manera. La frente se le contrae en un gesto de dolor, son muchos y contradictorios los pensamientos que se atropellan tras las arrugas, pero sobre todos ellos se impone uno infantil, otra vez ese deseo tonto que suplica: si yo pudiera apretar un botón, si fuera así de fácil hacer desaparecer para siempre a un tipo molesto, lo haría sin dudarlo. Y Serafín Tous, que normalmente no se atrevería a hacer daño a una mosca, se gira hasta quedar mirando el pulsador de la cisterna, mientras desea que el hecho de librarse de Néstor fuese equiparable a apretar ese botón, porque entonces, por el desagüe, se irían todos sus temores y sus preocupaciones. Tira de la cadena y un estruendo desproporcionado hace temblar el retrete como si estuviera a punto de estallar la cañería. Caramba -piensa Serafín-, qué mal funcionan las cosas en una propiedad poco utilizada como Las Lilas. Pero ya se sabe, las casas de veraneo suelen tener muchas averías: inundaciones, roturas, tal vez un peligroso cortocircuito. Serafín Tous se ha puesto de pie, y como si algún duende doméstico quisiera apoyar su tesis sobre los peligros que entrañan las casas de veraneo, al acercarse para encender la luz del espejo se produce un fogonazo. Se trata de un chisporroteo espontáneo proveniente de la bombilla. Es una suerte que él sea un tipo con buenos reflejos y se haya apartado a tiempo, porque podría haberse electrocutado. Esta casa es un peligro -piensa-, tendré que decírselo a Adela, alguien puede sufrir un lamentable accidente. Claro que -se dice Serafín Tous con ese mismo anhelo infantil que tiene desde hace un rato- pensándolo bien, quizá sea mejor no decir nada. Al fin y al cabo, a veces uno se encuentra con situaciones únicas en la vida. Por ejemplo, ser testigo de un accidente y no hacer nada por ayudar a la víctima. Uno oye sus gritos, debería tenderle la mano, y en vez de auxiliarla, lo que hace es esperar impávido sin intervenir, o peor aún: aprovecha para darle un empujoncito al Destino. Serafín mira la bombilla de la que escapa un delicioso olor a quemado. Ocurren tantos accidentes -se dice-, no hay que hacer nada: sólo estar alerta para ayudar a la mala suerte, y eso es tan sencillo y limpio como apretar un botón. Sí -dice Serafín Tous, saliendo del cuarto de baño con otra visión de las cosas y alguna idea nueva en la cabeza-, aún pueden suceder muchos imprevistos en una noche, uno nunca sabe, ¿verdad?
Mientras degustaba la deliciosa cena organizada por Adela, y mientras conversaba con sus vecinos de mesa, Serafín Tous iba a darle vueltas a la idea de cómo provocar un accidente; serían varias horas de interesante reflexión.