A una tercera persona, Adela Teldi, también le habría gustado ver desaparecer a Néstor, pero ella todavía no planea cómo hacerlo, sino que piensa. Cuidado, recuerda lo que te ha dicho ese cocinero hace un rato: Carlos es para él como un hijo, conviene no olvidarlo.
Esta noche, al vestirse para la fiesta, Adela no se mirará al espejo. No tiene ganas de ver reflejada en sus ojos la preocupación causada por dos revelaciones que se han producido aquella misma tarde y del modo más casual. La primera fue reconocer a Néstor y recordarlo como un amigo de Antonio Reig, su antiguo cocinero en Buenos Aires. La segunda revelación es aún peor. Incrédula como santo Tomás, Adela ha tenido que ver para creer, oír para estremecerse, de lo contrario, nunca habría imaginado que podrían darse tantas y tan infelices coincidencias: no sólo da la casualidad de que Néstor es alguien que conoce su pasado, sino que, al entrar en la cocina sin anunciarse, Adela ha tenido la buena (quién sabe, tal vez la mala) fortuna de sorprender una conversación entre el cocinero y sus empleados. Por eso tiene la certeza de que él ya les ha contado a sus ayudantes todo lo ocurrido en Argentina, incluida la muerte de su hermana.
Es este pensamiento, que Adela tantas veces ha querido enterrar, el que le hace buscar sobre su cuerpo los senderos emprendidos por la mano de Carlos García, esperando hallar en ellos olvido. Pero contrariamente a lo que le ocurre otras veces, ahora ese recorrido únicamente le produce dolor, tanto, que observa sus brazos, sus hombros, esperando encontrar la piel herida. No es así, pero el dolor persiste y se traduce en palabras que Adela pronuncia en voz alta, como si fueran los componentes de una suma.
– Uno: este hombre me conoce. Dos: este hombre ya les ha contado a los chicos lo que sabe de mi vida. Y tres: este hombre dice que Carlos es como un hijo para él. No hay que ser muy inteligente para comprender lo que significan las tres cosas sumadas: si lo quiere tanto, le faltará tiempo para prevenirlo contra alguien como yo. Claro que, para que eso suceda, Néstor tendría que saber cuál es mi relación con Carlos, y estoy segura de que por ahora la desconoce.
El dolor cesa. Este último pensamiento la tranquiliza, pero sólo un instante, pues inmediatamente intuye que sólo es cuestión de tiempo el que Néstor llegue a descubrirlos. El amor -se dice Adela tristemente- es exhibicionista, tú bien lo sabes, querida; al amor le resulta imposible no delatarse: una sonrisa pánfila, un leve temblor, un tono especial de voz, una mirada… En cualquier momento Néstor descubrirá alguno de estos síntomas en ella o en el muchacho. Y entonces, se acabó.
Todo esto, es decir, el miedo, el peligro y el anuncio del fin de su aventura amorosa, es lo que teme leer en sus propios ojos si se mira al espejo, por eso se aparta de él. Pero no es fácil vestirse a ciegas. Adela elige entre sus trajes uno sencillo que no requiere de ensayos previos: un simple traje negro, una apuesta segura. Siempre hay en el vestuario femenino prendas que reclaman la ayuda de espejos y otras que no. Existen vestidos antojadizos que necesitan de un buen rato de estudio y de pequeños retoques y astucias ante una luna para probar su eficacia. Pero otras prendas, en cambio, menos caprichosas, dan un resultado seguro y siempre fiable, como el traje que Adela saca ahora de su armario. Se viste apresuradamente y sin pensar, y entonces surge otro problema: si no se atreve a mirarse, ¿cómo se retocará el maquillaje, cómo se peinará? Adela no tiene más remedio que asomarse al espejo, pero lo hace fugazmente, no vaya a ser que esa otra Adela zurda -al lado opuesto de la luna- le diga algo que no desea oír, algo parecido a esto: «¿Ves?, te lo dije, tenía que suceder. Debiste hacer caso al presagio de los pulgares, a ese conjuro de bruja que, a lo largo de tu vida, siempre te ha alertado de cuándo se avecina algo inconveniente. Y aun sin presagios ni conjuros, ¿qué esperabas, ilusa Adela? No pensarías que el amor, un gran amor, iba a resultar gratis. Es lógico, algo se tenía que torcer. Ahora ya lo sabes: resulta imposible salir indemne de veinticinco años de matrimonio y de una larga colección de amantes, menos aún salir indemne de un secreto doloroso que has querido ocultar hasta de ti misma. ¿Pensabas acaso que sólo porque ayer tomaste la valiente resolución de abandonarlo todo y te juraste que una vez pasada la fiesta ibas a asumir todos los riesgos y dar una oportunidad al amor ya estabas pagando un alto precio? Te equivocaste. La incertidumbre y el terror al fracaso no son precio suficiente, aún deberás pagar más. El ayer siempre pasa sus facturas, Adela: tu hermana muerta, los amores que trajeron aquella desgracia, la culpa… todos estos recuerdos no son más que fantasmas, es cierto, pero los fantasmas tienen la mala costumbre de volver. Y vuelven cuando menos los esperas, en el cuerpo de los personajes más inverosímiles; mira, si no, aquí tienes al fantasma de todo lo ocurrido en Buenos Aires encarnado en un cocinero de bigotes en punta.»
No. Nada de todo esto le dirá el espejo, porque Adela no se mirará en él. Como tantas veces a lo largo de su vida, ella se prohíbe pensar. Las ideas a las que se les impide tomar forma no existen, o al menos no duelen. Y sin embargo, todo es un engaño. Se mire o no al espejo, piense o no piense, Adela sabe que algo tendrá que hacer para que Néstor no acabe con su recién estrenada felicidad. Lo mejor sería adelantársele y hablar con Carlos para contarle la verdad, porque al fin y al cabo -se dice Adela-, ¿qué puede importarle al muchacho una historia tan vieja ocurrida en otro país, con personas que no conoce y que no significan nada para él? Una tontería de juventud, un estúpido devaneo que acaba en desgracia, es cierto, pero todo el mundo tiene en su vida una pequeña infamia.
By the pricking of my thumbs something wicked this way comes. Adela intenta subirse la cremallera del vestido, cuando al rozar su piel desnuda nota el picor de los pulgares y sus dedos se curvan como en un extraño presagio, en el que se mezclan el tacto de dos cuerpos y el recuerdo de dos nombres, uno reciente y el otro muy lejano en el tiempo: Carlos García y Ricardo García, y Adela los emparenta como si fueran padre e hijo. A través de la desazón de los pulgares, siente de pronto que el tacto de las dos pieles es idéntico, como sus apellidos. Pero qué bobadas se te ocurren, Adela, que estúpidas locuras, ¿cuántos hombres hay con el mismo apellido a los que no les une parentesco alguno? ¡García!, por amor del cielo; Adela, tú desbarras, lo mejor que puedes hacer es dejarte de tonterías y mirarte de una vez en ese espejo, así no hay manera de arreglarse, y saldrás feísima de esta habitación, como una verdadera bruja y sin peinar.
Pero Adela no se atreve, pues teme encontrar allí reflejada alguna otra terrible coincidencia que ni siquiera osa imaginar. ¿Y si Carlos García fuera el hijo de Soledad y de Ricardo? ¿Qué pasaría entonces? Es una posibilidad entre mil, y una entre un millón, que ese cocinero chismoso conozca el parentesco, pero si así fuera…
Si así fuera, se dice Adela, enfrentándose ahora a la luna, por primera vez y sin temores, yo no tendría reparos en cerrarle la boca para siempre, pero afortunadamente no habrá necesidad de hacerlo. En la vida nunca se producen tantas coincidencias. No pienses más, acaba ya de vestirte, es muy tarde.
Entonces Adela hace algo que no ha hecho en años: extrae de su joyero el camafeo verde, regalo de Teresa, su madre, el día que cumplió quince años. No recuerda haberlo usado nunca como broche, pero ese viejo disco de jade engarzado en oro quedará muy bien sobre el traje negro y austero que se ha puesto. Y ahora basta de ideas locas -se ordena antes de ir hacia la puerta-. Abre. Cierra. Mira el descanso de la escalera, todas las cosas que mañana habrá abandonado para siempre, y sonríe. En realidad no es mucho lo que dejo atrás, comparado con lo que espero me depare la suerte, si nada se tuerce. Y nada tiene por qué torcerse, ya me ocuparé de que así sea. Adela baja las escaleras: va a representar por última vez el papel de señora Teldi, la anfitriona perfecta, y mañana… Mañana, pase lo que pase, será el comienzo de una vida nueva.