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Pero, malos deseos aparte (y eran muchos los que flotaban sobre Las Lilas aquella noche, con Néstor como objetivo), para terminar de describir a los presentes, habría que decir que el plantel de coleccionistas se completaba con algunas damas y caballeros de apariencia convencional, a excepción de dos: el coleccionista de estatuillas Rapanui, que parecía la reencarnación del naturalista Humboldt, y monsieur Pitou, el invitado de honor de aquella reunión, reputado especialista en cartas de amor de personajes célebres. Monsieur Pitou -que durante toda la cena había recibido la atención de Ernesto Teldi en la más sutil operación-seducción- era un hombrecillo de poco más de metro treinta de estatura, pero perfectamente proporcionado. Émile Pitou tenía unas bellísimas manos, y un esqueleto tan armónico que cualquiera podría pensar que había sido víctima de algún hechizo, no sólo por su escaso tamaño, sino también por una particularidad faciaclass="underline" el dueño de las más hermosas cartas de amor del mundo era feísimo y tenía el cuerpo menguado, como si un encantamiento amoroso lo hubiera convertido de príncipe en rana.

– Ahora, querido Émile, antes de que pasemos a la biblioteca -dijo Teldi una vez que tomó asiento al acabar su pequeño y convencional discurso de bienvenida-, me gustaría darle las gracias por haberme proporcionado uno de los momentos más emocionantes de mi vida.

Teldi se abrió la chaqueta en un gesto cómplice e hizo asomar la blanquísima esquina del billete de amor que Pitou le había vendido antes de la cena, sin que él hubiera tenido que emplear la artillería pesada de sus encantos mercantiles. Un extraño tipo monsieur Pitou, su boca batracia enseñaba ahora una magnífica dentadura en una sonrisa feliz que alarmó a Teldi. En realidad había sido demasiado fácil comprarle aquella curiosa carta de amor firmada por Oscar Wilde. Y muy barata además; ¿estaría engañándolo su invitado? Iwant you, I need you, I'm coming to you…, la letra era inconfundiblemente la de Wilde; la fecha proclamaba que, en efecto, había sido escrita tres años antes de que el autor utilizara la misma frase en una de sus más famosas comedias; todo un hallazgo sí, pero siempre que no fuera una falsificación. Qué idea más estúpida -pensó Teldi-, nadie se atrevería a timar a un coleccionista tan reconocido como yo… Como yo hasta el momento-rectificó Teldi-, con un incómodo pensamiento que lo remitía a la hilera de cotorras verdes que descansaban sobre su mesilla de noche. Entonces se dijo que convenía no olvidar que, en el implacable mundo de los compradores de arte, bastaba un pequeño escándalo o un desliz para caer en la categoría de los hombres de negocios desprestigiados: en caso de cumplirse sus peores temores, de la noche a la mañana Ernesto Teldi pasaría a ser uno de esos individuos patéticos, pobres ídolos caídos a los que nadie respeta y a los que está justificado engañar sin pudor. ¿Lo estaría timando su invitado? ¿Habría adivinado Émile Pitou, con esa capacidad para la anticipación que caracteriza a los negociantes más intuitivos, que Ernesto Teldi muy pronto ya no sería un marchante de nombre intachable?

Monsieur Pitou estaba ahí delante, sonriéndole con sus ojos de sapo, pero al mirarlo, de pronto, Teldi ya no lo veía a él, sino a un ejemplar de otra especie animal más rastrera y peligrosa que la de los anfibios. Maldita sanguijuela, si caigo en desgracia será por su culpa -se dice Teldi, pensando en Néstor, y no es la primera vez que esa noche le dedica un pensamiento-. Han sido muchas las ocasiones en las que, mientras charlaba con los invitados y ejercía de anfitrión amabilísimo, a Ernesto Teldi se le había colado en la cabeza una pregunta: ¿qué demonios voy a hacer con el tipo? En ese momento la rana sacó una larguísima lengua -como quien intenta atrapar una mosca- que luego volvió a guardar con una sonrisa.

– ¿Está usted bien, amigo Teldi?, lo noto pensativo.

Y Teldi, que atesora junto a su corazón la carta de amor que acaba de comprarle a monsieur Pitou por un precio inesperadamente barato, se convence entonces de que no puede permitir de ninguna manera que ese chantajista, esa sanguijuela de la cocina, arruine su carrera ni empañe su encanto como anfitrión. Debería aplastarla, evitar que siga interfiriendo en mi vida, ¿pero cómo? -piensa Teldi-, ¿cómo? Ya se me ocurrirá una idea, creo que ya se me está ocurriendo una… pero de momento, basta.

– Venga, venga por aquí, monsieur Pitou -dice Teldi al coleccionista de cartas de amor tomándolo por el brazo-. Pasemos a la biblioteca a tomar un coñac, quiero presentarle al señor Stephanopoulos.

La biblioteca de Ernesto Teldi es de sobra conocida, tanto, que no haría falta describirla. Cualquier lector de revistas como House & Garden o Arquitectural Digest, alguna vez ha tenido que ver fotografiada esta habitación, en la que se combinan el más sutil buen gusto con el amor de su dueño por los objetos únicos. Y la mezcla es tan armónica, que nada salta a la vista del modo obvio u ostentoso con el que suelen hacerlo algunas obras de arte. Porque en la biblioteca de la casa de Las Lilas no se apiñan los objetos igual que en un bazar turco como sucede en casa de tantos coleccionistas, ni tampoco apabullan las exquisiteces. Todo parece casual, como si los objetos a lo largo de muchos años hubieran encontrado ellos mismos su acomodo. Colgado a la derecha hay, por ejemplo, un pequeño Manet que custodia la puerta de entrada. Se trata del busto desnudo de la misma modelo que a tantos escandalizó en La merienda campestre, pero aquí su presencia se funde elegantemente con otros cuadros de la habitación, de modo que pasa inadvertida para todo ojo que no sea el de un exquisito. Por su parte, una estatuilla art déco de un fauno vigila al Manet desde la lejanía, pero cualquiera podría pensar que esta ubicación es casual, cuando en realidad se trata de un deliberado juego de simetrías. Y lo mismo ocurre con otras piezas magníficas: todas están situadas de forma que no salten a la vista, mientras que los muebles funcionales -sillones, sillas, pequeños pufs para acomodar a los invitados- son muy confortables para que los entendidos puedan arrellanarse en ellos mientras se dedican a disfrutar con los cinco sentidos. Así, todo es discreto, todo entona, e incluso se entreveran sin ostentación una vitrina con una pequeña pero curiosa colección de soldaditos de plomo con una panoplia de armas cortas, puñales, dagas y estiletes.

– Esta daga de puño rojo se la vendí yo a su marido el año pasado, querida señora Teldi -iba diciendo Gerassimos Stephanopoulos a Adela-. Desde entonces, su valor se ha triplicado, ¿y sabe por qué, querida? Porque el mes pasado apareció en la revista Time una foto de juventud de Mustafá Kemal en la que lleva al cinto este mismísimo cuchillo. ¡Qué golpe de suerte! Qué buen olfato tiene su marido para los negocios, pero de veras no me molesta nada que me haya ganado la mano, créame; yo siento gran admiración por su marido y su talento artístico -dijo el griego, mientras miraba a Adela de un modo que cualquiera diría que la estaba tasando como a una pieza que le gustaría adquirir.

Pero Adela era inmune a los halagos esa noche. Había pasado toda la cena comportándose del modo amable y mecánico que se aprende a lo largo de muchos años de tedio social y que no requiere la utilización ni de una neurona: sí… no… ¿…de veras? Pero qué extraordinario… Es reducido pero eficaz el lenguaje que se utiliza para sobrellevar una conversación automática, y Adela era experta en estas artes, como también lo era en el arte de continuar con sus pensamientos mientras su rostro y toda su actitud parecen interesadísimos en lo que dicen sus invitados.