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Con la calma que produce la soledad y pasando hojas y más fotos, Serafín pudo detenerse en otras muchas instantáneas de jovencitos. Algunos llevaban atuendos de gimnasia muy blancos; había tres o cuatro vestidos de exploradores y luego dio un repaso a ciertas imágenes en las que aparecían chavales fornidos con la cara sucia y aspecto de comandos; rostros y más rostros, hasta que el chasquido de la puerta casi le hizo cerrar el volumen de un golpe: era el regreso del profesor de arte y manualidades.

– No se apresure, señor, siga usted. ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Un zumo de frutas a la antigua, con agua de seltz, tal vez? Ya verá qué bien lo preparamos aquí, igual que entonces…

Y de pronto, igual que entonces, allí estaba aquella cara. Bueno, quizá no fuera idéntica a la que él había amado. Serafín echó el cuerpo hacia atrás, parecía imposible, pero ¿cómo resistirse a esos ojos de mirar tan claro y a ese pelo rubio cortado al cepillo? En la foto no podían apreciarse las manos, aunque Serafín estaba seguro de que sus dedos serían tan nerviosos como aquellos que una vez se entrelazaron con los suyos sobre el teclado mientras él les enseñaba a tocar una sencilla sonata… Lo que había sucedido después, y que se repitió muchas veces a lo largo de todo un año de perdición, prefería no recordarlo. Serafín negó con la cabeza, no, no. Hay recuerdos muy bien embotellados que jamás deberían destaparse.

– Vamos a ver, señor, permítame, por favor. ¿De modo que se interesa usted por Julián? -oyó que decía el dueño del establecimiento-. Muy bien, claro que sí. Voy a llamarlo.

Y desapareció antes de que Serafín pudiera decir nada.

Sólo tomaremos una copa juntos, se prometió mientras aguardaba, y desde quién sabe qué oscuro recoveco de su subconsciente le surgió la necesidad de mordisquearse una uña, la del dedo índice. ¿Qué habría pensado su mujer si pudiera verlo? Te lo juro, Nora, la tranquilizó mentalmente, sólo serán un par de refrescos. Yo me tomaré un zumo de frutas con seltz, como los de antes, y él una coca-cola, supongo.

Y así fue. Había invitado a un muchacho a tomar un refresco, pero no pasó nada más. Aquel tipo de los bigotes puntiagudos, Néstor o como demonios se llamara, no tenía pues ningún derecho a espiarlo desde la puerta de la cocina como si él fuera un delincuente o algo peor. Serafín Tous no tenía nada que reprocharse.

Pero ¿y si ahora que habían vuelto a coincidir, al cocinero le daba por comentar su visita al Nuevo Bachelino? ¿Y si al tal Néstor se le ocurría contárselo a Ernesto o a Adela, por ejemplo, o a cualquiera de sus amistades? Es triste, pero en esta vida acaban por no importar nada los hechos en sí -se dijo Serafín Tous-, lo único que importa es cómo la gente los cuenta luego, y nunca lo hace del modo más generoso, me temo.

… 06.05, clic… 06.06, clic… Cada caída de los números en el reloj era como un aviso o una advertencia de que el tiempo avanzaba hacia el momento en el que no tendría más remedio que enfrentarse de nuevo con esa cara odiosa de bigotes en punta. Cocinero chismoso, qué gremio infame el de aquellos que están entre los fogones; me recuerdan tanto a las cucarachas -pensó Serafín, con un asco que era ajeno a su forma de ser, habitualmente amable-. Esos tipos son como insectos que se cuelan por las rendijas y están en todas partes, van de casa en casa con total impunidad trayendo y llevando mugre, por eso acaban sabiéndolo todo sobre las intimidades ajenas.

… Sólo nos tomamos un refresco con seltz y una coca-cola el muchacho y yo, Nora. Te lo juro por los cuarenta y tres años en que fuimos felices, debes creerme. En todo este tiempo, mi vida ha sido otra. Lejos de la música que tanto amaba, lejos del recuerdo de unos dedos infantiles sobre las teclas… porque no he vuelto a tocar el piano desde entonces. Tú cambiaste mi vida, tesoro, y yo te dejé hacerlo. Estábamos tan seguros, Nora, en un mundo de adultos, donde nada turba y donde un hombre hecho y derecho tiene poquísimas posibilidades de toparse con un muchachito de pantalón de franela y pelo cortado al cepillo. Pero Serafín se detiene: ¿Qué dices, Nora querida?, ¿te refieres a esa visita que hice el otro día a una echadora de cartas, a la famosa madame Longstaffe? Por favor, no pensarás que yo busco… te equivocas, te juro que te equivocas; el problema es que estoy tan solo… Mira -añade, y su tono ya no suena a disculpa-: no es mi intención hacerte reproches, querida; en realidad debería de estar muy agradecido por estos años de paz que me regalaste. Pero dime: con la infinidad de personas desagradables que hay en este mundo, con la cantidad de tipos odiosos que estarían mucho mejor muertos y enterrados, ¿por qué tuviste que morir tú, y tan pronto, amor mío?

Chloe Trías, la acompañante

También Chloe oyó el grito de Karel proveniente de la cocina, pero como la niña pequeña que aún era, sólo se sobresaltó unos segundos. Luego, estiró la mano hacia el lado de la cama en el que debería de estar el cuerpo de su novio y no encontró a Karel Pligh, pero sí, en cambio, una mano familiar que desde hacía muchos años acompañaba sus horas de sueño. Entonces dio media vuelta y volvió a dormirse; su pelo castaño cortado a lo paje le tapó la cara.

Así, medio dormida, no aparentaba los veintidós años que estaba a punto de cumplir, y mucho menos cuando se acurrucaba junto a aquella mano invisible que no era, en realidad, más que un promontorio en las sábanas. En otras ocasiones se trataba de la esquina de una colcha o la funda de su almohada, pero qué importancia tenía: el algodón o el lino fácilmente se convierten en tacto humano cuando alguien anhela tanto que así sea. Y con la mano imaginaria de su hermano Eddie entre las suyas, Chloe volvió a caer en el más profundo e inocente de los letargos, como si aún fuera noche oscura.

Algunas veces, como esa misma madrugada del 29 de marzo en casa de los Teldi, soñaba que Eddie venía a buscarla para dar un paseo juntos por el País de Nunca Jamás. Pero Nunca Jamás ha cambiado mucho desde los tiempos de Peter Pan y Wendy, de Mr. Smee y el capitán Garfio: nada de cocodrilos que hacen tic-tac ni de piratas que roban bebés perdidos, no. En la actualidad, esta isla-refugio para niños que no desean crecer ofrece a sus visitantes paisajes imprevistos, como si los viajeros, antes de aterrizar, se hubieran tomado una droga poco amable. Es cierto que sus costas aún conservan la forma de una calavera, es decir, se trata del mismo islote perdido en el tiempo al que Chloe accedía volando tras la sombra de su hermano cuando era pequeña. Y sin embargo, desde hacía un tiempo, más concretamente desde que había conocido a Karel y a Néstor Chaffino, un viento traicionero lograba desviarla de su rumbo de modo que nunca sabía adónde podía llegar.

Un segundo grito de Karel Pligh pidiendo auxilio desde la cocina acabó de estropearlo todo.

Los gritos reales que alcanzan a colarse dentro del mundo de los sueños tienen la dudosa cualidad de desvirtuarlos. A veces, logran incluso que, hasta las más pacíficas ensoñaciones se vuelvan pesadillas; de ahí que aquel segundo grito, aunque no llegó a despertar a Chloe, le trajo un montón de recuerdos que ella habría preferido no remover. Se tapó aún más la cara con el pelo, deseando espantar tanto mal sueño y, por un momento, el truco funcionó: ahora era un recuerdo bastante inofensivo de su infancia el que se le aparecía, una escena intrascendente. Al menos en su comienzo: «… Pero querida -decía una voz-, qué nombres tan extraordinarios habéis elegido para vuestros hijos. ¿De modo que Edipo y Chloe? Una extravagancia más de tu caro sposo, supongo. Los psiquiatras tienen ideas que al principio pueden ser graciosas, pero más tarde, cuando se hagan adultos, imagínate: ¿dónde va esta pobre criatura llamándose Edipo? Menos mal que a tu caro sposo no le dio por ponerle Electra o algo así a la niña…»