– ¿De veras, señor Stephanopoulos?, por favor, cuénteme todo lo que sepa sobre Mustafá Kemal y su daga roja.
El coleccionista comenzó encantado un largo discurso, y así, en la cabeza de Adela se fueron mezclando la historia juvenil del fundador de la Turquía moderna con los más dispares pensamientos.
– Debe usted saber que en el año 1912, cuando Mustafá era un muchacho…
(¿Dónde estaría su muchacho, dónde estaría Carlos? -pensaba Adela-. Durante la cena, al chico le había tocado atender una de las mesas más lejanas, y no lograron cruzar miradas ni una sola vez. Ahora, en cambio, al llegar la hora de servir los digestivos, y al ver cómo Karel y Chloe evolucionaban entre los invitados ofreciéndoles cava, armañac y whisky de malta, rozándose con ellos, una y otra vez, Adela deseó poder tocar a Carlos García, con la proximidad impune que se produce en las aglomeraciones. Quería pasar su mano como al descuido por su brazo, acariciarle la espalda que esperaba besar más tarde, al terminar la fiesta, «cuando todas estas personas se hayan ido, y ya no queden caras a las que sonreír ni conversaciones a las que prestar atención».)
– No me lo puedo creer. ¿De veras que fue así, señor Stephanopoulos? Pero qué fascinante.
– Tal como se lo estoy contando, querida, celebro que note usted la ironía del asunto -continúa el coleccionista de dagas con una gran sonrisa-. De no ser por este incidente, Mustafá Kemal nunca habría llegado a llamarse Ataturk.
(Dónde estás, dónde, amor mío, acércate mucho, tanto que lleguemos a respirar uno el aire del otro, para que nuestros cuerpos se junten delante de toda esta gente, delante de Teldi y de sus amigos. Será un dulce anticipo de lo que sucederá mañana, cuando esta vida haya acabado para mí y ya no tengamos que buscarnos en la lejanía.)
– De la tribu de los ilusos podríamos decir que era nuestro héroe, si me permite la metáfora -iba diciendo Stephanopoulos, animado por un «¡No me diga!» que Adela Teldi le había regalado para dar cuerda a la conversación-. Pero iluso o no, lo cierto es que la jugada le salió tan bien que el joven Mustafá logró conducir a su pueblo hacia la modernización… aunque eso supuso renunciar a algunas cosas, a costumbres ancestrales, usted ya sabe…
– ¡Qué interesante! -introdujo oportunamente Adela, y este pie permitió al griego perorar durante unos buenos tres minutos más para que, sobre sus palabras, ella pudiera entregarse con toda libertad a la búsqueda de Carlos entre las cabezas y el humo de sus invitados. No estaba. Adela lo imaginó por un momento en la cocina, junto a Néstor, escuchando del cocinero lo que ella más temía que pudiera contarle. Entonces hizo una mueca de dolor.
– Horrible, ¿verdad? -apostilló Stephanopoulos, al ver cómo la señora Teldi se estremecía ante su racconto de alguno de los episodios más sangrientos de la historia turca.
(No Adela, no debes preocuparte por eso, es improbable que el cocinero te delate esta noche. Y mañana tú ya habrás hablado con él, Carlos sabrá de tu boca todo lo que tiene que saber de tu vida, pero… ¿no sería mucho mejor hacer callar definitivamente a ese cocinero entrometido?)
– Y ahí, querida, es donde entra en escena la daga de empuñadura roja; como comprenderá, semejante peligro requería una solución expeditiva y también sangrienta, podríamos añadir.
– ¿De veras? No me diga, señor Stephanopoulos -dice el piloto automático que funciona dentro de la cabeza de Adela, mientras que su otro yo no-mecánico se estremece y comienza a sonreír por dentro, pues allí, junto a la puerta de entrada, abriéndose paso para acercarse a ella con una bandeja llena de copas altas, acaba de descubrir la figura de Carlos.
Cuánto has tardado, amor mío.
Allí está Adela -piensa Carlos, haciendo idéntico descubrimiento-. Por fin podré acercarme. Y va hacia ella impulsado por el mismo deseo: que sus cuerpos se toquen en la multitud, delante de todo el mundo, como se abrazan los amantes platónicos, y se electrizan los amores clandestinos con sólo el esbozo de una caricia. Tal vez pueda incluso besarle un hombro cuando le ofrezca una copa, piensa.
– Perdone, señora, ha sido sin querer.
Ella sonríe, tan bella.
– ¿Esto es cava o champagne?
– Cava, señora, ¿me permite?
Y es al inclinarse para estar aún más cerca, cuando los ojos de Carlos, acostumbrados por las labores de camarero a no ver personas, sino trozos de personas, y a identificarlas siempre por detalles delatores, descubren en el hombro de Adela Teldi el brillo verde de un camafeo de jade.
– Con eso Ataturk quería probar que su pueblo estaba tan preparado para la modernidad como cualquier otro de Occidente, claro que…
(… La esfera de oro, la joya verde… Es el camafeo de la muchacha del cuadro. Dios mío. Y, como si la viera por primera vez, Carlos busca una explicación en la cara de Adela.)
– Claro que ahora las dagas vuelven a estar a la orden del día, y no sólo allí sino en todos los países musulmanes. Dese cuenta de lo importante que es este cambio, quién lo iba a decir; yo desde luego no podía imaginármelo en absoluto, ¿y usted, querida?
(Es ella, es ella sin duda. El cava de las copas inicia un extraño baile impulsado por la trémula mano de Carlos García. Suben las burbujas hasta los bordes y allí estallan con un Dios mío, cómo es posible, cómo puede ser posible que la haya besado mil veces, que haya amado cada rincón de ese cuerpo sin reconocerla, yo, que la he buscado en todas las mujeres.)Ahora Carlos no puede dejar de mirar la joya, y el destello verde del camafeo se mezcla con todos sus recuerdos infantiles: la silueta de Abuela Teresa haciendo solitarios en el salón amarillo «Te equivocas guapín, en esta casa no hay ninguna mujer metida en un armario, vaya ocurrencia», y también evoca el paseo de su dedo infantil por el cuello de la muchacha del retrato, acariciando la misma curva frágil que veintitantos años más tarde habría de recorrer con sus besos.
– ¡No, no! Lo peor de todo, querida, no fue este descubrimiento, por muy terrible que parezca, sino la ironía de que nunca hemos visto sus caras en realidad. Miramos y no vemos, es estúpido pero pasa, sabe usted, más aún con las mujeres turcas que están obligadas a cubrirse con el velo, un velo que esconde los rostros más hermosos…
(…De pronto todo me resulta familiar… esta casa, que se parece tanto a Almagro 38, el pelo rubio metálico de la muchacha del cuadro, que es como el de Adela, a pesar de los muchos años que las separan…)
– Me escucha usted, querida, parece cansada.
– En absoluto, señor Stephanopoulos, continúe, se lo ruego. – El broche en el hombro de Adela brilla, como si hiciera mil preguntas y, sin embargo, por muy apremiantes que sean, las respuestas no tendrán más remedio que esperar hasta que termine la fiesta. Entonces sí podré saberlo todo -piensa Carlos- cuando, inesperadamente, el vaivén de las copas, como un oráculo borracho, le trae a la memoria las palabras de Néstor esa misma tarde: «Piénsalo bien, cazzo Carlitos, a veces en la vida es mejor no hacer preguntas, sobre todo cuando uno intuye que no le va a convenir conocer la respuesta.»
– ¿Se puede saber qué le pasa, joven?
El señor Stephanopoulos ha interrumpido su relato histórico en este punto, sorprendido por la actitud del muchacho, que ahí, demasiado cerca de Adela Teldi, parece estar participando en la conversación: un camarero con una bandeja llena de copas escuchando la charla de los invitados.