– Ven aquí, muchacho, te estaba esperando para que hablemos.
Es la voz de la señorita Liau Chi.
4 UNA PUERTA QUE SE CIERRA
Son las tres y media de la madrugada y los invitados han ido marchándose poco a poco. Adiós, amigo Stephanopoulos, nos volveremos a ver… Gracias, señor Teldi. Hasta muy pronto. Señora Teldi, ha sido interesantísimo hablar con una mujer tan inteligente; qué comentarios tan certeros ha aportado usted a mi pequeño discurso sobre Ataturk… Adiós, adiós, monsieur Pitou, gracias por venir… Hasta siempre, señorita Liau Chi…
Las voces se apagan, las luces también y Néstor, a solas en la cocina, piensa que debe de ser el único habitante de la casa que permanece despierto. A Néstor Chaffino le encanta disfrutar de los momentos de soledad que siguen a sus éxitos culinarios. Porque así como un amante se entrega al deleite de revivir cada uno de los detalles de un encuentro amoroso, recreándose en ellos con un placer a veces mayor que el instante vivido, así un artista reconstruye también sus momentos de gloria. ¡Ah, la perfecta textura de mi ensalada de bogavante! -se recrea Néstor-, estaba justo en su punto: ni muy caliente ni muy fría, ni muy dura ni muy blanda; no había más que espiar desde la puerta los suaves movimientos del bigote de Ernesto Teldi para constatar que era inmejorable.
En ese mismo instante, el bigote de Ernesto Teldi, un piso más arriba, en su habitación, se perla de un sudor frío que le hace incorporarse en la cama. Pero no son sus pesadillas habituales las culpables de su sobresalto, sino una decisión que el duermevela le ha empujado a tomar. Ya está bien: tiene que ser esta noche -se dice-, no es prudente dejar para mañana asuntos que pueden resolverse hoy; iré ahora mismo a encontrarme con ese tipo. Ernesto Teldi mira el reloj y calcula que el cocinero ya debe de estar durmiendo en su habitación del ático, un sitio discreto y alejado donde nadie oirá nada. Mejor así.
¡Oh!, y mi lubina al eneldo con patatas suflé -rememora Néstor Chaffino, no en su habitación del ático precisamente, sino aún en la cocina, acodado en la gran mesa de fórmica que ha sido cómplice de su éxito-. Cuando salí a recibir las felicitaciones de los invitados -piensa- Adela Teldi aseguró que jamás en su vida había saboreado algo tan sofisticadamente simple; fue una maravillosa definición la suya.
Justo en ese preciso momento, los dedos de Adela Teldi rozan sus labios y luego se estiran hasta acariciarlos de Carlos García, que duerme junto a ella, como si con ese gesto quisiera transmitirle un secreto que no se ha atrevido a formular con palabras. Se había jurado que, en la primera ocasión en que estuvieran a solas, le contaría al muchacho todo lo sucedido en Buenos Aires para que lo supiera por ella y no a través de Néstor; sin embargo, una vez acabada la fiesta, al reunirse en la pequeña habitación asignada a Carlos en el ático de Las Lilas, ni uno ni otro habían hablado. Es probable que Carlos también tuviera la intención de preguntarle algo porque, en una o dos ocasiones, a Adela le había parecido que buscaba un momento propicio para las palabras; pero las palabras están fuera de lugar cuando los cuerpos se necesitan tanto.
Mañana se lo contaré, sin falta, sin falta -se había prometido Adela entre la fiebre de los besos.
No obstante, ahora que la fiebre ha cesado y su cuerpo de mujer madura se cubre con el abrazo joven de Carlos, Adela Teldi recapacita y piensa que el amor -este amor- es tan complicado que sería más sensato no ponerlo a prueba con confesiones ni secretos. Tengo que hablar con ese cocinero, comprarlo si es necesario, suplicarle si hace falta… No te queda más remedio, querida -se dice y sonríe-, tienes que disuadirlo de cualquier forma y a cualquier precio, porque las viejas como tú son como los náufragos, no pueden permitir que nadie les arrebate el último tablón de salvamento. Adela besa la frente del muchacho. Es pesado el sueño de los jóvenes, y es una suerte que así sea, porque de este modo no oirá lo que puede ocurrir cuando ella entre en la habitación de Néstor, que se encuentra en el mismo piso en el que duerme Carlos.
En cuanto a mi salsa muselina -suspira Néstor en la cocina con placer de artista y devoción de enamorado-, estoy seguro de que sólo un caballero sensible y algo melancólico como Serafín Tous ha podido apreciarla en toda su magnificencia. Un sabor redondo, suave, imperceptiblemente perfumado al limón. El cocinero piensa en Serafín y en la cara de atormentado éxtasis que había puesto cuando él, durante su breve discurso de agradecimiento a los invitados, le había dirigido una sonrisa cómplice al mencionar la muselina. Hay que tener un punto femenino para apreciar ciertos sabores -piensa Néstor-. Estoy seguro de que los amigos de ese caballero no sospechan siquiera que él lo tiene y quizá tampoco lo sabrían valorar; por eso, su pequeño secreto está completamente a salvo conmigo. No sólo porque nos conocimos en el Nuevo Bachelino, y yo jamás revelaría lo que he visto en el negocio de un colega, sino porque se trata de un entusiasta de la salsa muselina; faltaría más.
03.47, clic… 03.48. Los números fosforescentes del reloj despertador de Serafín Tous caen implacables, como las gotas de agua en un refinado martirio chino, como las hojas de un calendario que inexorables recuerdan el paso del tiempo y la llegada del temible día de mañana. Serafín no puede dormir y decide levantarse. La noche es oscura e invita a la melancolía, pero también a los pensamientos locos. ¿Dónde dormirá ese miserable individuo -se pregunta-, ese destructor de reputaciones ajenas, ese cocinero chismoso? Él no conoce la casa, pero imagina que las habitaciones del servicio deben de estar en el ático, y hacia allí decide dirigir sus pasos. No enciende la luz. Camina a tientas y la oscuridad impide que, al pasar por delante del espejo de su armario, se sorprenda al ver en los ojos de un pacífico caballero incapaz de matar una mosca un brillo resuelto y punzante como un estilete.
¡Y qué decir de mis espléndidas trufas de chocolate! -se deleita Néstor, continuando con su rapto de enamorado que recuerda y revive todos los lances de un amor-, jamás se han visto matices de sabores tan bien mixturados: vainilla, chocolate amargo, licor, y una punta de jengibre. He ahí el truco: el jengibre es la pequeña infamia que se esconde tras una buena trufa de chocolate. Claro que eso no lo saben más que los iniciados, como sólo un iniciado es capaz de distinguir esta sinfonía de sabores magníficos… Por eso me enfadé tanto con Chloe cuando se metió a la vez dos trufas en la boca. ¡Dos trufas! «Para que lo sepas, jovencita -le dije-, solamente una alma habitada por dos espíritus podría apreciar toda la tonalidad de perfumes que hay en dos trufas de Néstor Chaffino, ¿te enteras?» Pero ella se limitó a responder coño o cojones o cualquiera de esas palabras que denotan que su personalidad es tan monocorde como su vocabulario. Qué pena de muchachada -reflexiona Néstor con tristeza-, no tiene la más mínima vida interior. Apuesto a que ahora mismo está soñando con una canción heavy metal o algo igualmente estúpido y pedestre.