– ¿Pero qué haces tú aquí?
– ¿Y tú?
– ¿Y tú?
Karel Pligh no es el único personaje de esta historia que ama la música y utiliza las canciones para reflejar su estado de ánimo. C'est trop beau es una bonita canción. Cierto que no se trata de una tarantela ni de una canción palermitana, pero Néstor Chaffino es un hombre internacional que, cuando elige una tonada para acompañar una tarea grata, no siempre recurre a las canciones de su querida Italia. Por eso son los acordes de C'est trop beau los que acompañan la escena que tiene lugar a continuación. Néstor se dispone a guardar las cajas de trufas en la cámara frigorífica. Primero ha apilado sobre la mesa diez de ellas y ahora entra en el congelador Westinghouse para colocarlas contra la pared del fondo de modo que no estorben. C'est trop beau notre aventure; c'est trop beau pour être heureaux… La luz de la cocina apenas penetra en el interior negro de la cámara en la que se adivinan los cuerpos congelados de algunas presas de caza, conejos o liebres, quizá algún pequeño venado, pero Néstor no se fija en ninguna de estas desagradables presencias. C'est trop beau pour que ça dure, plus longtemps q'un soir d'été. Al cocinero se le ha olvidado el resto de la letra y continúa la canción con un silbido, y el silbido se intensifica mientras su autor se entretiene unos segundos, sólo unos segundos, antes de salir a buscar las cajas restantes. Es probable que esta pausa no haya durado más que un suspiro, pero hay suspiros que son largos como la eternidad.
Al llegar a la cocina, Chloe se detiene un instante sin decidirse a avanzar. Entonces ve abierta la puerta de la cámara y escucha cómo de ella escapa un alegre silbido. Al acercarse comprueba que se oyen más ruidos dentro, parece que hay alguien trabajando allí moviendo cosas; pero no es el sonido que proviene del interior el que atrae a la niña, sino otro nuevo, el que la engaña hacia la superficie metálica. Estoy aquí, Clo-clo, acércate, sé valiente -cree oírle decir a ese espejo tramposo-. Ven.
El silbido de dentro de la cámara es muy alegre, ¿cómo se puede matar a un silbido tan alegre y tan inocente además? Pero qué bobada, Chloe no va a matar a nadie, sólo desea aprovechar este momento único en el que se ha hecho la ilusión de que Eddie le ha pedido que baje, y ahora seguramente la estará mirando desde el otro lado del espejo. Y para verse reflejada -para ver en sus ojos los ojos de Eddie-, Chloe no tendrá más remedio que entornar la puerta, ni siquiera cerrarla, sólo empujarla un poco. ¿No me vas a hacer trampas esta vez, Eddie? ¿Estarás ahí cuando te busque, verdad? En efecto: al atreverse a mirar, Chloe comprueba que su rostro recupera fugazmente la mirada oscura de su hermano, tan inconfundible, que no le queda más remedio que alargar la mano para acariciar los ojos que la observan con una sonrisa e invitan a un beso. Y al apoyarse sobre la superficie fría, la niña empuja la puerta, que ahora suena clac.
– Carajo, no puede ser -dice Néstor, porque la incredulidad siempre antecede al miedo, y luego-: Dios mío, esto no me ha ocurrido nunca, por el amor de Cristo, pero si no habré tardado más de dos minutos, tres a lo sumo, en apilar mis diez cajas de trufas.
A partir de aquí transcurren veloces los minutos, tanto dentro como fuera de la cámara; veloces para que Néstor comience a dar golpes en la puerta y luego patadas. Virgen del Loreto, santa Madonna de los Donados, María Goretti y don Bosco… Se me ha olvidado bajar el pestillo de seguridad para evitar que la puerta se cierre. Mientras que afuera la niña empieza a pensar que debe de haber -tiene que haber- una forma más perdurable de mantener a Eddie junto a ella, una menos cruel que esta de asomarse de vez en cuando y muy fugazmente a los espejos. ¿Qué puedo hacer para tenerte siempre? ¿A qué te gustaría jugar?
«Vamos a ver, pensemos con un poco de cordura, ¿quién hay en la casa que pueda ayudarme? -intenta reflexionar Néstor al otro lado de la puerta metálica-.Están Karel y Carlos, y luego cuatro personas con las que tengo menos confianza: Ernesto y Adela Teldi, la pequeña Chloe Trías y, por supuesto, Serafín Tous.» Y Néstor los llama:
– ¡Tous!, ¡Teldi!, ¡Trías!
Pero el frío, que poco a poco se va volviendo insoportable, hace castañetear sus dientes, de modo que la lengua se le enreda en las tes de los apellidos y los convierte en un tartamudeo.
Chloe Trías se ha tapado los oídos con las manos. «Cállate por favor, por favor, ya te he oído», dice la niña al escuchar los gritos del cocinero, pero no lo hace en voz alta ni con su tono habitual, sino mentalmente, igual que cuando habla con su hermano; tiene que hacerlo así, en silencio, es muy importante, no puede arriesgarse a que se desvanezcan las idealizaciones. De este modo, con una voz que sólo existe dentro de su cabeza, suplica al prisionero que espere un momento. Nada más que un momento, Néstor, ahora no puedo abrir, compréndelo: él se iría para siempre. Y Chloe no puede permitirlo, porque sería muy estúpido que su hermano volviera a marcharse como aquella tarde en la que se fue en busca de emociones, cuando no tenía más que veintidós años, los mismos que ella cumplirá muy pronto.
Por eso, para aprovechar la magia del espejo, que esta vez parece ser mucho más generosa y duradera, a la niña se le ocurre repetir exactamente lo sucedido aquella tarde con la esperanza de cambiar el desenlace. Cuéntame una historia -suplica como hizo entonces, pero luego añade algo que debería haber dicho y no dijo-: no te vayas, por favor, por favor, no lo hagas, quédate conmigo. Y esta vez los ojos negros de su hermano parecen sonreír le, aunque no dicen nada. O tal vez sí digan, pues al mirarlos -al mirarse-, Chloe los nota enfadados, con tanta rabia como la que siente ella, y la niña piensa que no es posible que la muerte arrebate una vida joven a la que le correspondían ilusiones y vivencias que ya nunca tendrá. Porque ¿dónde van a parar todos los sueños, todos los proyectos no cumplidos que la muerte frustra? En alguna parte han de estar.
Bang, bang, bang… los golpes al otro lado de la puerta se entrometen en las cavilaciones de Chloe y le hacen recordar al cocinero: qué tipo tan pesado -piensa-, ahora cállate, si no quieres que te deje ahí para siempre, o si no, solucióname este enigma: ¿hay algún modo de completar un destino que la muerte dejó a medias?
Pero las palabras de Chloe sólo existen en su cabeza, por eso nadie puede ayudarla, y mucho menos Néstor, quien, poco a poco, nota cómo el frío se va apoderando de su voluntad y de su mente hasta anularle todos los sentidos. Por eso se le ha ocurrido una forma peregrina de bloquear el frío para que ese tormento helado no le trepane hasta el cerebro. El prisionero necesita taponar de alguna forma todos los orificios de su cuerpo y evitar que tanto dolor lo vuelva loco. Santa Madonna de Alejandría, y ha conseguido sacar del bolsillo de su chaqueta la libreta con tapas de hule en la que ha recogido tantos postres secretos, tantas pequeñas infamias anotadas con letra diminuta. Resiste, Néstor, hay que evitar que se te congelen las meninges, el papel servirá para cortar el frío que se empeña en bloquearte el entendimiento. Es lo único que puedes hacer por el momento. ¿Y estropear así tan irrepetible colección de postres variados?, y lo que es peor, ¿mutilar tan prolija -y secreta- relación de… pequeñas infamias? Ésa es la mejor señal de que se te están congelando las neuronas, viejo imbécil, ¿qué importa todo eso ahora? Hazlo, todo va a ir bien; recuerda las palabras de la bruja: «Nada has de temer hasta que se confabulen contra ti cuatro tes», y eso es imposible; resiste, sigue golpeando la puerta, alguien te oirá.