– Todos ustedes estuvieron ayer en la cocina. Ahora queda por saber si acaso alguno de los presentes vio algo sospechoso que merezca la pena mencionar en esta investigación.
Pero no hubo respuesta, porque lo único que podría haber levantado sospechas, es decir, la hoja de papel arrancada de la mano de Néstor, en la que se leía:
especialmente delicioso de café capuchi
bien admite baño de mousse con frambue
lo cual evita que el merengu
no es lo mismo que chocolate heladc
sino limón frappé
dormía un bendito sueño entre las páginas del manual de cocina de Néstor, mientras que Karel, el único entre los vivos capaz de recordar el dato y relacionarlo con su amigo muerto, no piensa en enigmas, sino que se entretiene en admirar qué serena y bella parece la cara de Chloe esta mañana. Tiene un aire más adulto, tanto que esa camiseta punk con la inscripción Pierce my tongue, don't pierce my heart que acaba de ponerse es como si ya no le perteneciera.
Una vez acabada la investigación, la cocina volvió a quedar vacía. Hace un buen rato ya que el inspector y el juez de guardia han resuelto que la muerte se debió a un accidente doméstico, un lamentable descuido. «Por tanto no hay nada más que hacer aquí, que se lleven al difunto.» Y ahora Teldi, asomado a la ventana de su habitación, puede ver cómo un sol demasiado fuerte para finales de marzo se refleja en esa especie de mortaja de plástico dorado que ahora se utiliza para trasladar cadáveres. Teldi ve avanzar la mortaja hacia la puerta del jardín, conducida en una camilla por dos tipos con batas verdes. A los pies del muerto (¿o será quizá sobre la cara del cocinero?) alguien ha colocado unas flores que Ernesto Teldi ordenó cortar del jardín para que acompañen sus restos. Un gesto de amabilidad por parte de un empleador exquisito, pensaría un observador ingenuo y, en realidad, no estaría desencaminado. Porque Teldi ha mandado hacer un ramo de flores para Néstor, no exactamente por amabilidad, sino por elegancia: un enemigo que huye o, mejor aún, que tiene la enorme gentileza de morirse justo antes de que uno lo mate merece, como mínimo, este tributo -piensa Teldi.
Rosas, glicinas, petunias… un ramo poco pretencioso pero bello -se dice al ver cómo cabecean las flores sobre el cadáver de su enemigo-. La escena lo conmueve pues tiene un toque de grandeza que inmediatamente remite a Teldi a sus más hermosas obras de arte y, muy especialmente, a su última adquisición.
Entonces el coleccionista se aparta un poco de la ventana mientras saca de su bolsillo el billete de amor que ha comprado la noche anterior a monsieur Pitou. Lo mira. No hay duda: la letra es inconfundiblemente la de Oscar Wilde, su firma, su extraña forma de hacer las ces, todo está ahí, claro como la luz del día. ¿Cómo pude creer, ni por un momento, que era falso? -piensa ahora con genuina sorpresa-. Porque una vez muerto Néstor, Ernesto Teldi apenas es capaz de recordar el inexplicable ataque de inseguridad, tan contrario a su forma de ser, que lo asaltó la noche anterior y que le había hecho temer que sus colegas intentaran engañarlo. Engañarlo a él, qué disparate, ¿quién iba atreverse? Teldi era y seguiría siendo hasta el fin de sus días un coleccionista reputado, alguien incuestionable… Su inseguridad de la noche anterior ahora le parece muy lejana, tan lejana como la amenaza de que su reputación se hubiera visto en peligro por la presencia de ese cocinero que ahora yace dentro de una mortaja de plástico dorado. Todo aquello, sus temores, sus sudores fríos, incluso las ideas terribles que habían pasado por su cabeza en tan pocas horas, le parecían ya una pesadilla antigua. Tan antigua e inofensiva como los gritos que poblaban sus sueños.
Qué manera tan conveniente de solucionarse todo -sonríe Teldi-. Si creyera en instancias superiores pensaría que había recibido la ayuda de algún dios burlón con un encomiable sentido de la estética. Pero Ernesto Teldi no cree en dioses, ni siquiera en los burlones con sentido estético, sólo cree en sí mismo, y por eso ha mandado un ramo de flores al difunto, para congratularle, -para congratularse- por tan feliz (y razonable) desenlace.
Ya se aleja la mortuoria comitiva camino de la puerta de Las Lilas, y Ernesto Teldi guarda la carta de Oscar Wilde otra vez en su bolsillo y la acuna allí, con un golpecito suave. La vida continúa y se presenta muy agradable: mañana tiene que volar a Suiza para una reunión de coleccionistas en casa de los Thyssen; la semana que viene lo esperan en Londres para una difícil tasación en la que todos confían en su criterio; el mes que viene la Fundación Gulbenkian le ofrece un pequeño homenaje muy merecido. La vida es bella -se dice Ernesto en una irresistible concesión a la cursilería, y está tan absorto en sus lucubraciones, que en un primer momento no oye que alguien llama a la puerta.
– Abajo hay un hombre que desea verle -dice Karel Pligh una vez que el coleccionista ha acudido a abrir.
Pero la mente de Teldi viaja por deliciosos proyectos y bonanzas, de modo que, por encima de la cabeza del muchacho, aún aprovecha para detenerse en comprobar el agradable ambiente que se respira en la escalera de Las Lilas. Y es verdad que todo resulta encantador, pues un suave aroma de lavanda se enrosca en las cortinas, mientras que las paredes amarillas son el fondo ideal para los hermosos bodegones que se alinean en el rellano. Perfecto, todo perfecto.
– ¿De quién se trata, chico? -pregunta, volviendo por un momento, vaya lata, a los asuntos terrenales-. No me digas que han venido más policías; estoy harto de milicos.
Pero Karel Pligh explica que no cree que se trate de un policía.
– Es un caballero de unos sesenta años, un hombre corriente, señor Teldi, e insiste en que quiere verlo hoy mismo. Claro que yo no estaba dispuesto a dejarlo entrar así como así, y le he dicho que espere en la puerta. Entonces él ha escrito una nota con mucha dificultad, porque tiene todos los dedos torcidos, y me ha dicho que estaba seguro de que cuando usted la leyera lo recibiría inmediatamente.
Karel, que desconoce las refinadas costumbres de Teldi, no ha utilizado una bandejita de correspondencia para entregar la nota del desconocido; se la da en mano, con unas uñas no todo lo aseadas que el coleccionista habría deseado. Pero Ernesto no repara en estos detalles, como tampoco ha prestado atención a los datos que Karel le ha dado sobre la apariencia del desconocido, porque al mirar la tarjeta Ernesto Teldi no alcanza a leer su contenido, sino que se maravilla al observar cómo, desde ese cartoncito, lo miran unas letras verdes e irregulares que parecen una hilera de cotorras sobre un alambre.
Las habitaciones de Carlos y Adela en la casa de Las Lilas están, y no casualmente, justo una sobre la otra. Sin embargo, los muros y el techo son tan gruesos que no permiten oír, ni siquiera adivinar, lo que ocurre en la otra habitación; si así fuera, Adela y Carlos se sorprenderían al comprobar cómo esa mañana, mientras el cuerpo de Néstor cruzaba por última vez el portón de Las Lilas, ellos se movían en sus respectivos cuartos de forma simétrica, como dos bailarines interpretando la misma pieza.
Por eso, ambos se asomaron a la ventana para dar el último adiós al cocinero y más tarde se apoyaron, pensativos, en el antepecho. Los actos eran los mismos, pero el impulso que los movía, bien distinto: pena, en el caso de Carlos; alivio -agradecimiento casi-, en el de Adela.