De pronto, un rayo de sol trae a Adela Teldi el resplandor de la bolsa metálica en la que se llevan al muerto, y es tan hiriente su luz que tiene que retirar la cara. Míralo bien, Adela -se ordena-, no apartes la vista: allá va el último obstáculo para tu felicidad; míralo con la misma intensidad que empleaste hace un rato en la cocina para examinar su rostro inerte y comprobar que sus labios ya nunca hablarán, para cerciorarte de que sus ojos jamás serán testigos de tu locura de amor. Para bien o para mal, querida, eres libre: ese cerebro congelado e inútil ya no supone ningún peligro, pues los secretos, por muy terribles que sean, mueren cuando mueren sus testigos. Por eso míralo, Adela, y agradece a tu buena estrella. La vida comienza hoy.
«Adiós, amigo», piensa Carlos, en su ventana del ático, al ver cómo se aleja la mortaja brillante con un cuerpo que, una vez, fue Néstor Chaffino. Que fue, pero que ya no es, porque los cadáveres de los amigos jamás se parecen al amigo desaparecido, mientras que todos los cadáveres son idénticos entre sí. Eso es lo que había descubierto Carlos aquella mañana al observar el rostro de su amigo, y luego, a medida que pasaban las horas, pudo comprobar otras transformaciones que corroboraban su teoría sobre la metamorfosis de los cadáveres: al cabo de un rato, ni siquiera era capaz de reconocer a Néstor en aquel despojo gris, cuya cabeza parecía haber menguado como si la muerte fuera un jíbaro demasiado diligente. Por eso, porque aquella máscara desgraciada le era desconocida, Carlos había preferido no darle un último abrazo. Desde la muerte de su padre sabía que para que pervivan los recuerdos es preferible no confrontarlos con la escena final de una vida; es mejor mirar a los muertos lo menos posible, porque los ojos son testigos tercos, y aquellos que han pasado horas contemplando la cara yerta de un ser querido, tienen la mala costumbre de reproducir esta imagen sobre los recuerdos más gratos; una mortaja dorada, en cambio, es anónima y puede homenajearse sin peligro. Adiós Néstor, adiós amigo. Y ahora perdona, tengo que empezar a recoger mis cosas.
Entre la muerte y la vida media tan sólo el peso de lo cotidiano, y Carlos se retira de la ventana para hacer el equipaje. Mira a su alrededor, observa su habitación, la misma que ha compartido con Adela la noche anterior, y no le parece que aquel territorio sea suyo, ¿pero por qué habría de serlo? Un par de camisas, un uniforme de camarero y unos pantalones vaqueros es lo único que le pertenece, incluso los enseres que hay sobre la mesilla de noche no son suyos, sino de ella. Sentado sobre su cama deshecha, Carlos alarga la mano para hacerse con el reloj de pulsera que Adela ha olvidado y se lo acerca a los labios, porque los objetos de los amantes son los mejores cómplices de una pasión y los más fieles, sin duda, más incluso que sus dueños: tic-tac, todo saldrá bien, dice ese mecanismo que late como un corazón, tic-tac. Carlos lo deposita otra vez en su sitio: sí, todo saldrá bien.
A continuación sus dedos se encuentran con el camafeo verde que Adela tampoco ha recogido anoche y que Carlos no había visto hasta ese momento, porque estaba semioculto por otros objetos sin importancia. Es hermoso, es de ella, pero algo extraño impide que Carlos lo bese, tal vez porque los camafeos no laten como los corazones.
Todo esto dejaré atrás dentro de unas horas -piensa ella, sentada también sobre su cama deshecha, junto a una vieja caja de madera que acaba de sacar del armario y que ahora abre-. Adela no es romántica. A lo largo de su vida ha tenido buen cuidado de no dar alas al lado sensiblero del amor; es tanto más sensato así, se sufre menos. Por eso, hace años que no revisa el contenido de aquella caja en la que ha ido guardando sin concierto cartas, reliquias, palabras dulces, declaraciones de amor, fotos… los recuerdos de muchos años. Adela prefiere no mirarlos, pues cada uno representa un trozo de vida que ya se ha ido y le recuerda que los años han pasado, como también ha pasado la belleza, de modo que ella ya no es la mujer que inspiró tantas palabras hermosas. Hermosas y muertas, Adela. Sólo el futuro nos pertenece, ama mientras puedas. Pero antes…
Antes de dejarlo todo atrás, su casa de Las Lilas y sus recuerdos, Adela debe cumplir un último trámite con su pasado: sentarse a la mesita que hay frente a la ventana y escribir una carta de adiós a su marido. Decimonónico como procedimiento, cobarde también, aunque sin duda es la mejor solución. De acuerdo con un código matrimonial no escrito, pero muchas veces ratificado por la experiencia, tanto Adela como Ernesto habían procurado evitarse escenas sentimentales, sobre todo las incómodas y detestables como las que anuncian una deserción después de veintitantos años de convivencia cómoda, de modo que escribe:
Las Lilas, 29 de marzo
Querido Ernesto:
(Aquí una pausa, Adela necesita encontrar las palabras más adecuadas.)
Carlos, en cambio, no tiene cartas difíciles que redactar, ni recuerdos de los que despedirse; son reliquias del presente las que acaparan su atención, como los objetos olvidados por Adela la noche pasada. ¿Qué hacer con aquello? ¿Será prudente guardarlos en la maleta con su ropa?, ¿llevárselos él? Ambos han acordado no viajar juntos: ya se encontrarán más adelante en Madrid cuando pasen unos días de prudente tregua. Sería hermoso que el reencuentro tenga como escenario el hotel Fénix, para que todo continúe exactamente donde empezó. Carlos mira su reloj y luego el de Adela, hay cinco minutos de diferencia entre uno y otro; sin duda el de ella lleva la hora correcta. Se hace tarde, recoge los últimos objetos que han quedado dispersos y, por fin, el camafeo.
Las Lilas, 29 de marzo
Querido Ernesto:
No sé ni cómo empezar esta carta, sin duda pensarás que estoy loca, o peor aún, que al final he resultado ser tan imbécil como esas mujeres ilusas y románticas de las que siempre nos hemos reído tanto.
Adela vuelve a detenerse, un temor supersticioso la hace prestar atención a sus pulgares, a ese síntoma de bruja Hécate que siempre le advierte de cuándo está a punto de suceder algo negativo, pero sus manos están serenas. Tranquilízate, todo va bien, el cocinero ha muerto, ya no hay nadie que pueda revolver en tu pasado.
Al recoger el camafeo y guardarlo en un bolsillo, Carlos García piensa que, desde que lo descubrió prendido en el hombro de Adela hasta ahora, no había vuelto a inquietarse por esa joya; pero era lógico que no se hubiera acordado de ella, habían sucedido tantas y tan terribles cosas. Antes de guardarlo, lo envuelve en su pañuelo, tiene un brillo raro, pero un brillo no tiene por qué indicar algo negativo, piensa. Y además, gracias a este camafeo, hoy, o quizá dentro de unos días, cuando se reúnan ya para siempre en el hotel Fénix, podrá saber de la propia Adela qué hermosa relación los une desde mucho antes de que se conocieran. «Cuéntame de dónde sacaste esta joya y yo te contaré una historia que te parecerá increíble», planea decirle y, sin duda, los dos se reirán mucho al saber qué extraños hilos los tenían predestinados desde hace años. Porque aun suponiendo que el camafeo de Adela no sea el mismo que el de la muchacha del cuadro -se dice ahora Carlos-, la coincidencia es tan rara que no habrá más remedio que creer en las profecías de madame Longstaffe. Pero el camafeo es el mismo, no puede ser otro, estoy seguro.
Como si sintieran el peligro, los dedos de Adela Teldi acaban de encogerse sobre la pluma con un extraño picor. By the pricking of my thumbs, something wicked this way comes, escribe sin darse cuenta en la carta dirigida a Teldi, y tiene que tacharlo, porque eso no guarda relación alguna con lo que quiere decirle a su marido. Vamos, Adela, descarta de una vez estos presagios estúpidos, así nunca terminarás, y se hace tarde.