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… El pelo rubio de Adela, que se parece tanto al de Abuela Teresa, la casa de Almagro 38 y Las Lilas, tan iguales, un retrato guardado en un armario durante años, los ojos azules de la muchacha, que no pueden ser más que los de Adela… Carlos ha escondido el camafeo en lo más hondo de un bolsillo, pero no consigue dejar de pensar en él. Ya ha recogido todas sus cosas, camina por el rellano, pasa por delante de la habitación de Néstor y, ante la puerta (adiós, adiós amigo), las ideas que le preocupan se vuelven preguntas: ¿por qué el cuadro de Adela había sido desterrado del cuarto amarillo?, ¿por qué Abuela Teresa no dejaba entrar a su padre en Almagro 38?, ¿por qué Soledad, su madre, había muerto precisamente en Buenos Aires? y ¿por qué él no había reconocido en Adela a la muchacha del cuadro, a pesar de haberla buscado siempre en todas las mujeres?

Something wicked this way comes… Ahora que Carlos ha abandonado su habitación, Adela puede oírlo caminar por el rellano del ático. Y lo que oye son unos pasos jóvenes, curiosos, que están llenos de preguntas peligrosas: ¿quién es esta mujer?, ¿qué pasó?, ¿dónde sucedió todo?, ¿cuándo fue? Naturalmente, Adela no es capaz de descifrar lo que preguntan los pasos, ni siquiera lo sospecha, pero sí lo saben sus dedos de Hécate, cuyo picor ahora se ha vuelto doloroso, y así continúa hasta que de pronto las pisadas en el ático se detienen. ¿Quién eres?, ¿por qué?, ¿cómo sucedió?, gritan las preguntas que sólo los dedos de Hécate oyen, mientras su dueña trata de adivinar qué es lo que ha hecho detener a esos pasos que parecían tan decididos, tan peligrosos también.

Como Adela Teldi no posee los extraordinarios poderes de madame Longstaffe, que tan útiles le resultarían para comprender esta escena, nunca llegará a saber que, justamente al cruzar delante de la puerta de la habitación que había sido de Néstor, Carlos, por sobre todas las sospechas que se entreveraban en su cabeza, y que eran cada vez más apremiantes, de pronto había logrado hacer hueco a una frase que su amigo había pronunciado la tarde anterior. Una que ya le había venido a la cabeza la primera vez que vio a Adela luciendo esa joya vinculada a su pasado en el salón de Las Lilas: «Alguna vez te darás cuenta, cazzo Carlitos -recordó el muchacho como si el mismísimo Néstor Chaffino estuviera dictándosela al oído-, de que, a veces, en la vida, es mejor no hacer preguntas, sobre todo cuando uno sospecha que no va a convenirle conocer la respuesta.»

Adiós pues, Ernesto, no espero que me comprendas, escriben ahora con toda facilidad los dedos de Adela, pues de ellos ha desaparecido de pronto todo rastro de presagio, hasta tal punto que la pluma vuela, terminando la muy convencional y burguesa carta de despedida a su marido: …lo siento, créeme, no me arrepiento de nada de lo que hemos compartido en todos estos años y espero que tú tampoco. Te deseo lo mejor y ahora me despido con…. Al terminar esta frase, Adela levanta la cabeza, como en un gesto de desafío, mira por la ventana, pero sus ojos son tan miopes que no llegan a ver algo que cae desde el piso de arriba.

Por eso Adela, que está dispuesta a marcharse dejándolo todo, nunca sabrá que ese día, desde la habitación de Néstor, Carlos prefirió deshacerse del camafeo verde para que su esfera brillante, llena de preguntas inconvenientes, desapareciera entre los distintos verdes que forman el jardín de Las Lilas.

Y ahí está aún, entre las ramas, por si alguien desea comprobar la veracidad de esta historia.

Serafín Tous también ha visto marchar el cadáver de Néstor desde su ventana, pero no mandó cortar flores, como había hecho Ernesto Teldi, ni se recreó en ver brillar el sol sobre la dorada mortaja, como hicieron tanto Adela como Carlos. En realidad, este pacífico magistrado prefería no enterarse de lo que sucedía en el jardín, pues estaba muy ocupado en hacer la maleta. Serafín Tous piensa marcharse hoy mismo; bonita casa Las Lilas, pero no es exactamente el decorado en el que él desea permanecer; demasiados recuerdos incómodos rondan aún por allí.

Con todo esmero, el caballero comienza a doblar su ropa, empezando por los pantalones, tal como le había enseñado su difunta esposa, para que estuvieran impecables al llegar a casa. Los descuelga de sus perchas, verifica la rectitud de las perneras y luego procede a guardarlos: los azules sobre los grises, y sobre los grises los beige. Pero al doblar estos últimos, se da cuenta de que a la altura de la entrepierna aún puede verse una conspicua mancha de jerez, producto de su sobresalto al descubrir la presencia de Néstor en la terraza de Las Lilas la tarde anterior. Un tonto accidente doméstico, nada de importancia y, sin embargo, qué oportunos pueden resultar algunos de estos accidentes -se dice-, porque ahora Serafín Tous no está pensando en el pequeño percance ocurrido en la terraza, sino en otro accidente doméstico mucho mayor y muy afortunado: el que la puerta de la cámara de congelación se cerrara de pronto dejando dentro a ese desagradable cocinero. Y en el momento ideal, además -opina Serafín-, y luego se dice que el hecho de que alguien se quede encerrado en una nevera es una gran desgracia doméstica, qué duda cabe, pero a veces dan ganas de gritar: que Dios bendiga las desgracias domésticas.

Serafín Tous procede ahora a recoger las camisas. Primero las guarda en unas fundas muy prácticas y masculinas que también son idea de su difunta esposa y, a continuación, alisa las fundas en el fondo de la maleta: así, muy bien, Nora habría estado orgullosa. Los accidentes domésticos -insiste Serafín, al que empieza a resultarle muy reconfortante esta línea de pensamiento- son imprevisibles. Además, ocurren con gran frecuencia, mucho más de lo que la gente imagina, y los hay de todo tipo: percances grandes, pequeños, desgraciados, muchas veces son incluso ridículos, porque ¿quién está a salvo de electrocutarse con el tostador o de que un día se le incendie una sartén llena de buñuelos, por ejemplo? Nadie, realmente nadie. Y, sin embargo, Serafín Tous, al recrearse ahora en la visión de sus perfectas camisas, siente un estremecimiento de placer como si, al contemplarlas tan ordenadas, hubiera hecho un descubrimiento. De pronto se da cuenta -o cree darse cuenta- de que el percance que lo ha librado para siempre del cocinero tiene un componente distinto a otros accidentes. ¿Cómo explicarlo? Serafín no sabe expresarlo bien; la forma en que sucedió, el lugar del accidente, las circunstancias… todo tiene algo de incomprensiblemente casero y afable, muy maternal, podría decirse. Sí, eso es.

El pacífico magistrado se detiene ahora en contar cinco pares de calcetines, todos doblados sobre sí mismos, cada uno con una discretísima etiqueta en la que puede leerse el nombre de su propietario, bordado en letra inglesa: Serafín Tous en azul marino, Serafín Tous en negro, Serafín Tous en rojo sangre; se trata de otra idea muy pragmática de su esposa, para que jamás se mezclen los pares al lavarse ni se le pierdan en los hoteles. Y es que Nora tenía, además de otras mucha virtudes, un perfecto dominio de lo doméstico -piensa orgulloso-. No había mancha que se le resistiera, ni percance casero que no resolviera con inusitada pericia. A Serafín le encantaba verla dirigiendo esas maniobras invisibles pero indispensables que logran convertir en idílica la vida conyugal. Con Nora todo parecía funcionar solo en la casa; su perfecta organización, en la que no faltaba un detalle, la comida en su punto y deliciosa, sin que, en apariencia, mediara esfuerzo alguno: nunca hubo en la casa un desagradable olor a cocina, nunca un objeto fuera de lugar, porque Nora tenía la rara virtud de no hacerse notar. Es ahora cuando te haces notar realmente, querida -dice el marido a la esposa-, ahora que me faltas, tesoro, porque es mucho más grande el vacío de aquellos que invisiblemente nos han hecho la vida agradable que el que dejan otros individuos bullangueros y conspicuos, tontos ruidosos.