Amalia Rossi, más conocida por Carosposo, era una de esas vecinas a través de las cuales un niño -una niña- consigue descubrir los peores secretos de su familia. Desde que Chloe tenía memoria, siempre había estado metida en casa de los Trías: una mujer gorda, rubia, bastante mayor que su madre, divorciada tres veces, la última, de un actor italiano de quien había conservado el apellido y también una forma irritante de hablar de las cosas más serias.
Fue precisamente ella, maldita bruja, la que algunos años más tarde se la había llevado a un aparte en el fondo de su jardín italiano para contarle que su hermano Eddie acababa de morir. Y ahora de pronto, entre los sueños de Chloe, se cuela cada detalle de la escena: Amalia Rossi pasándole tres dedos llenos de sortijas por su pelo castaño, que se le enganchaban en cada caricia, y ella, que no sentía nada, se había puesto a arrancar hojas y más hojas al seto de boj mientras pensaba: no es verdad, no es verdad, quiero marcharme de aquí… que alguien me ayude.
Por fin el sueño permite que aquella mano infame se transforme, de pronto, en otra muy querida que de un tirón logra sacarla del jardín italiano y se la lleva volando, volando hasta Nunca Jamás, o a cualquier otra parte, importa un pito adonde: lo que importa es escapar.
Venga, Chloe, vuela conmigo otro ratito, dice la mano, y allá abajo, en el jardín, parece quedarse la voz de Carosposo, sofocada en sus propias y horribles palabras de conmiseración, como una boa constrictor muy miope que, al no tener cerca una víctima, acaba por estrangularse ella misma con su formidable abrazo. Vuela alto, Chloe, ven, mucho más alto.
De este modo, cuando volaba en sueños junto a su hermano, llegaba a creer que todo era mentira. Mentira lo ocurrido el 19 de febrero de hacía siete años. Mentira que Eddie hubiera tomado prestada la Suzuki 1100 de su padre para probarla en una recta de la carretera de A Coruña. Y mentira, más mentira que ninguna otra, que hubiera perdido el control de la moto en una curva, con tan mala suerte que allí estaba esperándole el mojón del kilómetro 22. Veintidós, como los años que él tenía, como los que Chloe estaba a punto de cumplir. Eddie, en cambio, igual que Peter Pan, ya nunca sería ni un minuto más viejo: eternamente joven, siempre idéntico a una foto que Chloe lleva consigo desde el día en que murió, aunque no la mira jamás; está bien llevar retratos de los muertos, pero es mejor no mirarlos, duelen demasiado.
Por un momento cree ver la foto de Eddie sobre la mesilla de noche. No es posible. Debe de ser su imaginación; está guardada como siempre, en su mochila, oculta en una cajita de cuero rojo, revuelta entre su ropa de deporte y los compacts de Led Zeppelin o Pearl Jam. Chloe no la saca jamás de su estuche, pero conoce cada detalle; ella misma le hizo esa foto mientras los dos reían: Eddie, tan guapo, fotografiado la mañana del 19 de febrero, sólo un rato antes de que saliera para no volver. Cada rasgo de su hermano, tan parecido a los suyos, está fijo en su memoria: sólo los ojos son distintos, los de Eddie muy negros, los de ella azules, pero el resto, su pelo corto, es del mismo color que el de Chloe, también los labios y el perfil de la cara. Todo esto recuerda la niña del último día, así como la ropa, ese mono de cuero negro de su padre y que él usaba enfundado sólo hasta la cintura. Sorprende un muchacho de facciones sensibles, casi femeninas, disfrazado de motero, y por eso los dos se habían reído tanto aquella mañana.
– ¿Adonde crees que vas, Eddie?
A su hermano nunca le habían gustado las motos (tampoco ninguna otra cosa que tuviera que ver con su padre, y sin embargo ese día…).
Éstas son las razones por las que Chloe prefiere no mirar la foto de su hermano. Además, afortunadamente, guarda en su memoria otras imágenes que reflejan mejor la verdadera personalidad de Eddie, como cuando selo imagina muy serio chupando la punta de un lápiz. Y si piensa un poco más, el recuerdo se amplía como una película en cinemascope. Entonces aparece Eddie escribiendo algo en uno de esos ordenadores antiguos, el pelo corto en la nuca y los ojos tan vivos que le brillan cada vez que habla de su tema favorito: la literatura.
– ¿Estás escribiendo una novela, Eddie? ¿Qué es, una historia de aventuras y de amores y también de crímenes, verdad?
Pero Eddie no le permitía ver su trabajo.
– Ahora no, Clo-clo, ya leerás otra historia que escribiré más adelante, te lo prometo.
(Chloe odia que la llamen así: suena a nombre de gallina, pero Eddie es su hermano, él puede llamarla como quiera, incluso Clo-clo.)-… algún día te dejaré leer lo que escriba, esto no, es basura, todavía me queda mucho camino por recorrer. El problema -dice, y chupa la punta de un lápiz como si fuera un conjuro- es que uno necesita, antes que nada, encontrar una buena historia que contar.
– Venga, Eddie, seguro que a ti se te ocurre algo buenísimo, buenísimo de verdad…
Y él se pasa una y otra vez la mano por el pelo como si de ahí esperara extraer un secreto, la clave o llave de una buena historia: una y otra vez hasta llegar a impacientarse.
– Bah, no sirve de nada estrujarse las meninges, Clo, imagino que para encontrar una gran historia no habrá más remedio que quemar muchas experiencias, emborracharse, tirarse a mil tías, cometer un asesinato, qué sé yo, vivir a doscientos por hora, y sentir el miedo a morir. Pero todo es cuestión de tiempo, algún día lo conseguiré, Clo, ya verás, te lo prometo…
– ¿Y qué pasa si a un escritor como tú no le sucede nada interesante? -le había preguntado Chloe; porque cuando uno tiene trece o catorce años aún, necesita de alguien con mucha paciencia a quien bombardear con las mil preguntas retóricas de la infancia: ¿y si ocurre esto…?, ¿y si no sucede lo otro…?-. ¿Y si no puedes tirarte a mil tías ni sentir el miedo de vivir a doscientos por hora? ¿Y si no te gusta emborracharte y tampoco te atreves a cometer un asesinato, Eddie?
– Entonces no me quedará más remedio que robarle su historia a otro -había respondido su hermano, cansado de tanto interrogatorio estúpido.
Nunca más habían hablado del tema. Entre todas las experiencias deseadas, Eddie conoció al menos una: la de verse cara a cara con el miedo a 200 por hora. Ojalá no lo hubiera visto nunca, porque allí estaba el mojón de piedra del kilómetro 22 de la carretera de A Coruña esperándolo para siempre jamás, para Nunca Jamás.
«Ven, Chloe, vuela conmigo otro ratito, un poco más alto aún, volvamos a soñar una vez más.» Pero…
Un tumulto de voces que no pertenecen a su sueño, sino que vienen de la escalera, le hace soltar de golpe la mano de Eddie. ¿Qué coño pasa? Joder.
A Eddie no le habría gustado nada oírle hablar así. Tampoco habría aprobado su nuevo corte de pelo a lo paje con la nuca rapada, ni su forma de vestir ni, por supuesto, habría tenido una alta opinión del piercing que se había hecho en la lengua y el labio inferior, menos aún el que luce en el pezón izquierdo (eso, sin mencionar los tatuajes). No, no le habrían gustado ni estas ni tantas otras cosas de esta nueva Chloe que ya tiene cerca de 22 años como él. Pero Él se ha ido. La ha dejado sola con su padre psiquiatra y su madre indiferente… Se ha ido y viene sólo de vez en cuando a darle la mano para escapar por la ventana los dos juntos, aunque aquellos paseos nocturnos no son más que un sueño, para qué engañarse. La isla de Nunca Jamás no existe. Ésa es una historia para niños pequeños, y estúpidos, además. Lo único cierto es que Eddie murió hace siete años y que el mundo sigue sin él.
Pero entonces: ¿qué hace ahora el retrato de su hermano sobre la mesilla de noche? Chloe Trías está segura de no haberlo sacado de su estuche rojo, nunca lo hace, y sin embargo allí está Eddie, mirándola con una sonrisa igual a la que ella ensaya tantas veces ante el espejo para parecérsele. Silencioso Eddie enfundado en el mono de cuero de su padre hasta medio cuerpo y las mangas atadas a la cintura como si fuera Jorge Martínez Aspar, sonriente, sin saber que pocos minutos más tarde ya estaría muerto.