Sin embargo, dos años después del episodio con Minelli, cuando todavía se dedicaba al contrabando, hubo una noche en que sucedió algo. Curioso realmente, falso sin duda, imaginaciones suyas lo más probable, pero lo cierto es que en una ocasión, como en tantas otras en las que cruzaba el río en su avioneta hacia Colonia, le pareció oír un grito salido de las aguas y luego otro y otro más. Bobadas, no podía ser, no se oye nada con el ruido de los motores, menos aún volando a esa altura. Miró hacia abajo. Las negras aguas del río estaban tan silenciosas como siempre, ni un movimiento, ni una señal de vida. «Imposible», se dijo, encendió un cigarrillo para espantar otras brumas y no pensó más. Pero lo cierto es que desde ese día aquellos gritos se le habían instalado en sus sueños. Y allí continuaban veintidós años más tarde, muy generosos en realidad, pues no lo molestaban nunca durante las horas de vigilia, limitándose tan sólo a invadir sus sueños. Y uno aprende a convivir con todo, afortunadamente, hasta con los fantasmas.
Fue por esta razón que el grito de Karel, aquella mañana desde la cocina de su casa de vacaciones, no le pareció más que otro de los muchos que poblaban su sueño, y Ernesto Teldi no despertó hasta que Adela vino a buscarlo desde el dormitorio contiguo. Su mujer lo sacudió tantas veces que al fin tuvo que abrir los ojos, unos ojos dormidos que apenas distinguían entre el sueño y la realidad, porque inmediatamente se fueron a posar en una carta que había en la mesilla. Y allí estaba: un sobre grueso dirigido «Al gallego Teldi» con trazos escritos en tinta verde, que había llegado por correo, sin remite, la noche anterior. Ernesto, antes de mirar a Adela, mira largamente aquellos papeles que, en buena lógica, deberían pertenecer al mundo del sueño. «Coño, sigue aquí -piensa-, había llegado a creer que esa carta no era más que otra maldita pesadilla.»
Adela Teldi, la perfecta anfitriona
Cuando la señora Teldi oyó el grito de Karel Pligh, inmediatamente pensó que había ocurrido algo irreparable. Claro que si era irreparable, ¿para qué apresurarse? Adela no saltó de la cama ni salió al pasillo dando voces. Siempre le había sorprendido ese extraño resorte que empuja a las personas a correr cuando se enteran de lo irremediable: un enfermo en el hospital cuyo encefalograma marca una línea inequívocamente plana… un niño ahogado que flota en el mar… y, al conocer la noticia, todos corren como si, con su apresuramiento, pudieran ganarle la mano a la muerte y rebobinar la película tan sólo unos minutos. Porque entonces el encefalograma delator aún mostraría una raya de esperanza… y el niño estaría a salvo en lo alto de los acantilados, segundos antes de burlar para siempre la vigilancia de su madre que ahora corre, vuela y se desvive hacia un cuerpecito que sabe roto para siempre.
Desde la noche anterior, Adela sabía que algo iba a suceder. No tenía ningún dato para adivinarlo, salvo un extraño picor en los dedos. By the pricking of my thumbs something wicked this way comes… Adela no era gran lectora de las tragedias de Shakespeare, pero en cambio le había sido muy fiel a Agatha Christie en una época de su vida: «por el picor de mis pulgares adivino que se avecina algo perverso». Buena novela aquélla y tan cierto, además, ese dato sobre el presagio de los pulgares; a ella le sucedía siempre ante la inminencia de una desgracia. Claro que Shakespeare y, por tanto, también Agatha Christie atribuían esa clarividencia sólo a brujas muy malvadas, pero qué importa, se dijo, la vida no es como las obras de ficción en las que los papeles que cada personaje ha de interpretar son fijos e intransferibles. En la vida real, en cambio, tarde o temprano te toca representar todos los papeles. A veces eres la víctima. Otras el héroe. Luego el intrigante. Más tarde el comparsa… Y así hasta completar el reparto.
Ahora, Adela, es tu turno de representar la bruja -se dijo mirándose al espejo-. Y a juzgar por su aspecto, era la pura verdad. Cincuenta y dos años de arrugar los ojos de un modo encantador. Más de medio siglo de desplegar la más perfecta de las dentaduras en una sonrisa franca. También el sol de mil playas. Algo de whisky. Muchísimas noches de sueño escaso (amén, claro está, de innumerables adversidades personales que ella sobrellevaba ejerciendo la camusiana filosofía de la indiferencia). Todo esto era suficiente para justificar el deplorable aspecto de Hécate que ahora se reflejaba en el espejo de su cuarto de baño. Adela pasó una mano lenta por tan devastadora visión, bajó luego por el cuello hasta llegar al pecho y entonces decidió ponerse una de sus batas, la más fina y suave. No tenía intención de vestirse, sino de falsificar lo mejor posible su apariencia, de modo que, cuando saliera corriendo al pasillo o bajara las escaleras para acudir al grito de Karel, su aspecto fingiera el de una mujer madura, aún de muy buen ver, sorprendida, oh, en un casual pero artero desaliño. Se cepilló levemente el pelo, luego acercó sus azules ojos miopes para verse mejor y distraídamente paseó tres dedos por los pómulos y otro por la línea del cuello como quien busca algo… pero su cuerpo necesitaba tantas veloces y sutiles reparaciones para improvisar el efecto deseado, que en esa ocasión el roce no la hizo evocar, como otras veces, los besos de aquel muchacho que, en las últimas dos semanas, tanto habían estremecido su mundo.
Y sin embargo, todas las caricias de Carlos García estaban ahí, profundamente impresas en su piel, en sus sienes, y también en los poco favorecedores surcos que (a pesar de la maestría de su cirujano plástico) flanqueaban la comisura de los labios. Del mismo modo que un ciclón deja huella de su paso sobre las rocas más duras, e igual que el contorno de una playa jamás vuelve a ser el mismo una vez que lo ha sacudido un tornado, otro tanto le había ocurrido a la cara de Adela: después de la llegada de aquella pasión, su rostro era el mismo de siempre y, a la vez, otro muy distinto.
Por amor del cielo, Adelita -se dijo, ya que gracias a la vieja canción de Nat King Cole había aprendido a reírse de sí misma y de ese nombre de pila que tan poco cuadraba con su personalidad-. Por amor del cielo, querida, cualquiera diría que este chico es tu primer amante. Y se rió. El espejo, entonces, bastante amable, le devolvió la imagen de una sonrisa aún muy bella. Vamos, Adela -añadió-, una veterana como tú, cuya hoja de servicios, si es que la vida amorosa puede compararse con una carrera militar (y qué mejor comparación), dejaría admirado hasta al bueno de Nat King Cole; mira que convulsionarte de este modo ante la aparición de un muchacho que muy bien podría ser tu hijo. Pero lo cierto es que una convulsión, precisamente, era lo que le había producido su encuentro con Carlos, algo arrasador, de-vas-ta-dor, podría haber dicho, si ella no fuera tan contraria a expresiones teatrales. Sí, sí, devastador al punto de haber borrado hasta el último vestigio de otras pasiones pretéritas. Todas habían desaparecido, y por más que rebuscara en el espejo, le resultaba imposible descubrir sobre su carne de mujer de mundo ni el más pequeño recordatorio de otros amores, ni siquiera de los más escandalosos. Amores secretos, uno incluso muy cruel, y más tarde aventuras cortas, pasionales, entretenimientos varios: toda huella había quedado borrada. Ahora, al mirarse en el espejo, Adela tan sólo era capaz de evocar, como si su cuerpo fuera un territorio nunca explorado, el temblor de una mano inexperta, levemente húmeda, con ese olor azucarado de las pieles muy jóvenes. Nada más.
Adela Teldi se entretuvo en observar la pequeña cavidad que se encuentra en la base del cuello. Seguramente un beso habría depositado allí parte de los perfumes que el amor regala. Le pareció un cuenco frágil y arrugado, carne de bruja Hécate, piel vieja, como lo era toda la que cubría su cuerpo; pero extrañamente, a aquel muchacho nunca había parecido desagradarle su textura, ni siquiera la tarde en la que se conocieron.