Выбрать главу

En realidad todo había comenzado de una forma inusual. Ella, en una de sus visitas a Madrid, decide llamar a una empresa de cáterin que le habían recomendado, para que organizase una fiesta con amigos en su casa de campo. Sin embargo, al llegar al local de La Morera y el Muérdago, descubre con fastidio que el dueño, un tal señor Chaffino, no está, y no le queda más remedio que despachar con el encargado. Y todo transcurre muy bien; él es un chico joven muy agradable y diligente: los dos comienzan a hablar de budines de brócoli, luego comentan la conveniencia de tal o cual vino, detalles sobre ensaladas de queso en pasta bric, con su vino correspondiente, claro está, ¿y qué tal quedaría servir una carne en hojaldre?, ¿o mejor pescado?, y otra mención a los vinos… hasta que Adela se da cuenta de que, de tanto hablar de comida, empieza a sentir un hambre terrible, o una sed espantosa, o las dos cosas a la vez, y entonces se le había ocurrido preguntarle a aquel muchacho tan simpático si no habría por ahí cerca «un lugar agradable en donde tomarnos algo y seguir hablando de todos estos detalles… perdona, chico, he olvidado tu nombre… ¿cómo dijiste que te llamabas?».

Y Carlos, después de repetirle su nombre, había sugerido acercarse a Embassy, que estaba a un paso, y una vez allí, pidieron dos zumos de tomate y también unos sándwiches de pollo, mientras seguían hablando de comida, decidiendo si era mejor poner en el buffet dos lubinas, o un salmón y una lubina, no, no, sin duda una lubina con salsa tártara, además del salmón con eneldo… Y la charla continuó con otros sándwiches de Embassy, ahora de trucha ahumada, que son deliciosos, y de ahí más y más conversación, siempre de corte profesional, tanto que, incluso una vez que ya habían abandonado el establecimiento y subían por la calle hacia la plaza Colón, se dieron cuenta de que aún no habían llegado al tema de los postres.

Por eso no tuvieron más remedio que alargar la conversación. Debían de tener ciertos apetitos muy poco saciados, porque si no… ¿Cómo se explica que de pronto se encaminaran hacia el hotel Fénix para tomar una última copa?

En el bar del hotel los zumos de tomate se volvieron bloody marys (no uno, sino tres, con mucho vodka) y Adela ya no mira el reloj, porque qué más da, que sea lo que Dios quiera. A paseo la hora en que debía reunirse con su marido… A paseo los preparativos culinarios para la fiesta en su casa cerca de la Costa del Sol con más de treinta invitados; a paseo todo, porque Adela ya no recordaba a esas alturas cómo demonios había acabado en una habitación del hotel Fénix quitándose las medias sentada sobre la cama, sin poder evitar dedicarle un recuerdo a la película El graduado. Y más concretamente a Anne Bancroft, que ya le había parecido una actriz muy entrada en años cuando la vio por primera vez en aquella película de fines de los sesenta, casi una anciana, y lo que son las cosas, ahí estaba ella ahora, igual que la Bancroft, en la habitación de un hotel extraño ante un muchachito que la observa con una expresión difícil de descifrar, mientras ella se despoja de sus Wolford negras… primero una pierna… luego la otra: Coo-coo cuchoo Mrs. Robinson, Jesus loves you more than you would know… y su muchachito allí mirándola, mucho más guapo que Dustin Hoffman, dónde va a parar, y quizá aún más joven, pues Adela duda de que su graduado tenga más de veintidós años, veintitrés a lo sumo.

Una finísima raya bajo los párpados con un lápiz negro ante el espejo de su tocador devuelve a la mirada de Adela una cierta profundidad. Si ahora se pone una capa de polvos, el efecto será inmejorable sin que parezca que se ha maquillado en absoluto: muy bien, ya casi está. ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que oyó el grito de Karel Pligh? No más de cinco minutos. Los recuerdos atropellados se proyectan a cámara rápida y ocupan muy poco espacio, aunque es posible que hayan transcurrido diez o doce minutos, porque de pronto, la señora Teldi oye un segundo grito. ¿Y si proviniese de la habitación de su marido? Ernesto Teldi grita en sueños con frecuencia. Son esas pesadillas que ella sabe que forman parte de un pasado del que conoce todos los detalles pero del que nunca hablan. Como tampoco hablan de otro episodio, aún más doloroso para Adela, que tuvo lugar a los pocos años de que Ernesto y ella, un joven matrimonio de Madrid, se instalaran en Argentina. ¿Cuándo sucedió aquello, en 1981, quizá en el 82? Adela ha intentado olvidarlo, pero sólo consigue equivocarse en las fechas, nada más. «Si Adelita se fuera con otro», canta de pronto, estúpidamente. Los ojos en el espejo delatan una fiebre que es rara en ellos, pues es difícil que su dueña les permita tal debilidad. Control, control ante todo, como el que ha llevado siempre durante más de diecisiete años; en concreto, desde el día en que murió su hermana Soledad.

Si Adelita se fuera… pero Adelita nunca se fue con otro. Ése sería su castigo. Ése, y la certeza de que el precio de una buena reputación es siempre el silencio. O la muerte. Vamos, querida, demasiado melodramático este último pensamiento -se dice, mientras dedica un vistazo final a brazos y manos, concluyendo así la fabricación de su fingido aspecto informal y madrugador-. Demasiado melodramático e improbable que una muerte solucione tus problemas pasados y presentes. Imposible a pesar del extraño picor que sientes en los pulgares, mi querida Hécate. Y ahora date prisa, tampoco se puede retrasar mucho más el momento de averiguar qué es lo que ha sucedido ahí abajo… aunque antes, vaya por Dios, casi se me olvida, tendré que entrar en la habitación de al lado para avisar a Ernesto, y me apuesto la vida a que duerme como un tronco.

Carlos García, el camarero

El grito de Karel desde la cocina llegó también hasta la habitación de servicio en la que dormía Carlos García, en la parte alta de la casa, pero él no lo confundió con la sirena de una usina, como había hecho Serafín Tous. Tampoco lo ignoró, como hizo la pequeña Chloe, ni pensó que era parte de una pesadilla, al modo de Ernesto Teldi. Carlos García, tal como había hecho Adela un piso más abajo, saltó de la cama en cuanto oyó las voces, sólo que, en vez de demorarse en afeites matutinos, se detuvo apenas un instante en comprobar -una reacción instintiva- que un hueco profundo en su almohada marcaba aún el lugar en el que otra cabeza había reposado junto a la suya.

No recordaba el momento en el que Adela Teldi había abandonado su habitación, debió de ser hacía ya mucho, seguramente antes del amanecer, pero… vamos, pronto, rápido, el grito de Karel sonaba muy apremiante, era mejor no entretenerse ahora, y bajar cuanto antes a ver qué pasaba.

Y así lo hizo.

No había nadie en la cocina, salvo Karel y el cuerpo de Néstor tendido en el suelo. La estancia parecía tan ordenada, ningún indicio sobre lo que podía haber sucedido, y Carlos, sin hacer preguntas, se arrodilló un instante junto a su amigo muerto. No lo hizo con dolor, tampoco con incredulidad, sino más bien con extrañeza, porque había algo de impersonal en toda la escena, como si el cadáver de Néstor no hubiera sido nunca Néstor. Un amigo muerto no se parece al amigo que fue, y todos los muertos son idénticos entre sí. ¿Quién era el autor de aquella observación tan acertada? Carlos recordaba haberla leído en alguna parte. Pero bueno, en cualquier caso, no era éste el momento para intentar recordarlo.

En cambio, en los largos minutos de gracia que provee la confusión, antes de que la cocina se llenara de voces y únicamente con la inmóvil presencia de Karel, quien, una vez cumplida su misión de dar la voz de alarma, parecía haberse convertido en un muñeco de ventrílocuo a la espera de nuevos impulsos o instrucciones para moverse, Carlos García sí tuvo tiempo de rememorar muchas escenas relacionadas con su amigo muerto. Y los recuerdos pronto lo llevaron a revivir tantas cosas, situaciones que habían vivido juntos, confidencias, risas, pequeños misterios y algún presagio, empezando por la visita que el cocinero y él habían hecho a cierta adivina apenas dos semanas antes. Sí, quizá allí comenzó toda esta historia que habría de conducir a la muerte de Néstor.