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– ¡No quiero su dinero!

– Pero Addie, con él podrías dejar este lugar.

– No quiero dejar este lugar.

– ¿Cómo puedes decir eso? Es espantoso.

– Si sólo has venido para eso, ya puedes coger su dinero y largarte de aquí.

Sarah observó a su hermana con tristeza.

– Él nunca superó tu huida, Addie.

– ¡No quiero saber nada de él! -insistió-. ¡Te he dicho que mi padre me importa un comino!

Pese a la violencia casi demente con que hablaba Addie, Sarah se obligó a continuar.

– Contrajo diabetes un año después de que nos dejaras. Al principio, sólo noté que se le veía algo débil, pero luego su mente comenzó a ceder, su apetito se volvió caprichoso y, con el tiempo, su aparato digestivo dejó de funcionar. Al final, no tenía capacidad de retención y sufría dolores intensos. Los médicos hacían todo lo posible por aliviarle los fuertes dolores que padecía… con glicerina, cloroformo, cloruro de hierro… pero su debilidad fue a peor hasta que quedó encogido como un pichón. Siempre fue un hombre orgulloso; resultó muy duro para él. Por aquel entonces, yo ya me ocupaba del periódico. Antes de morir, me hizo jurarle que haría todo lo posible por encontrarte. Deseaba que estuviéramos juntas. -Con ternura añadió-: Eres mi hermana, Addie.

– Un accidente de nacimiento. Mi voluntad no tiene nada que ver. -Addie se apartó y miró por la ventana.

– ¿Por qué te fuiste? -Ante el silencio de Addie, Sarah continuó diciendo con voz suplicante-: ¿Fue por algo que yo hice?… Por favor, Addie, háblame.

– Las mujeres que trabajan en lugares como éste no hablan con mujeres del exterior. Será mejor que lo tengas en cuenta.

Sarah contempló durante largo rato los hombros de su hermana antes de decir en un susurro, como para sí:

– ¿Fue por algo que hizo Robert? él se ha sentido tan culpable como yo todos estos años.

El cabello en la parte trasera de la cabeza de Addie era tan recio como cerdas de jabalí, despeinado, dejaba al descubierto algunas zonas donde el rubio natural asomaba como el blanco en la garganta de un lirio púrpura. La visión entristeció a Sarah.

– Le hiciste mucho daño a Robert, Addie. Él pensaba que le amabas.

– Me gustaría que te fueras -susurró Addie. Ya no había odio ni resentimiento en su voz; era tan serena como la de un médico pidiendo a una visita que se alejara de la cama de un enfermo grave.

Transcurridos unos instantes en el más absoluto silencio, Sarah musitó:

– Robert no se ha casado, Addie. Eso es lo que él quería que supieras.

Frente a la ventana, tercamente cruzada de brazos, Adelaide Merritt se sintió amenazada por la proximidad del llanto, pero logró contenerlo. Sintió que Sarah, a sus espaldas, se dirigía a la puerta, oyó el ruido del pomo al girar y el crujir de las bisagras. Sabía que su hermana estaba en la puerta abierta observándola, pero no se giró.

– Aún no he encontrado un local para el periódico -añadió Sarah-, pero estoy alojada en el Grand Central. Búscame allí si quieres que hablemos. ¿Lo harás, Addie?

Addie no hizo el más mínimo movimiento.

Sarah observó la bata azul de su hermana y se le formó un enorme nudo de tristeza en la garganta. Addie era toda la familia que le quedaba y necesitaba tocarla aunque sólo fuera una vez. Habían salido del mismo vientre y habían sido engendradas por el mismo padre. Cruzó el cuarto, le apoyó una mano en el hombro y lo sintió tensarse.

– Si no lo haces, volveré pronto. Adiós, Addie.

Después de que la puerta se cerrara, Addie permaneció largo rato junto a la ventana, la mirada posada en unos matorrales secos, donde un pobre arbusto, lejos de su habitat natural, había echado raíces. Sus pocos frutos se estaban marchitando, pasando su color de blanco a marrón, contrariamente al proceso de Addie… la pobre y descarriada Addie… que, a medida que se marchitaba, pasaba del saludable color bronce al blanco pálido; y no era de extrañar, lejos su piel de los rayos del sol, aislada de la gente normal, una prisionera voluntaria más que circunstancial. Había cambiado de nombre, de color de pelo, de forma de vestir y de credo. Había atravesado la mitad del país con la esperanza de no volver a ver nunca más a nadie que le recordara su hogar. Y ahora, ahí estaba Sarah, dispuesta a desenterrar el pasado con todos sus anhelos, su sordidez y su culpa secreta. Para traer noticias de Robert, aquel joven puro de piel limpia y espíritu inmaculado que había visto en Addie sólo lo que deseaba ver. Robert… que en una ocasión la había besado con candor inocente… Robert… que no se había casado.

Las lágrimas eran un lujo que Addie hacía años que no se permitía. ¿De qué servían las lágrimas? ¿Podían modificar el pasado? ¿Cambiar el presente? ¿Alterar el futuro?

Parpadeando para contener las pocas que se habían formado en sus ojos, negándose a enjuagarse ni siquiera los lagrimales, se echó sobre la cama y apretó su cuerpo contra el del gato de piel de zorro, al tiempo que se acurrucaba de tal modo que las rodillas casi le tocaban la frente. Enterró el rostro en el animal de peluche y cerró los ojos con fuerza. Sus pies desnudos y sucios estaban uno encima del otro, los dedos encorvados y los músculos de su estómago contraídos. Durante algunos minutos, sólo los dedos de su mano se movieron entre el cuerpo del animalito. Luego, aún encogida, cerró un puño y golpeó contra el colchón. Una vez. Y otra. Y otra.

Capítulo Tres

Cinco minutos después de abandonar Rose's, Sarah encontró la estación de carga de Dutch van Aark. Estaba situada en un edificio de troncos que servía de tienda de suministros mineros, almacén de comestibles y, ese día, de estafeta de correos. Un hombre corpulento de bigote espeso atendía a los numerosos clientes que se congregaban bajo un letrero que anunciaba: cartas-recién llegadas-25c. Cuando el grupo advirtió la presencia de Sarah, se abrió un pasillo para permitirle acercarse al mostrador.

Van Aark la vio y sonrió. Tenía los dientes amarillos y el labio inferior le colgaba dejando a la vista las encías.

– Apuesto a que es usted la señorita Merritt y que ha venido a por su imprenta.

– Sí, así es.

– Bueno, pues aquí está, al fondo. Llegó hace un par de semanas en una caravana de bueyes junto con el resto de sus cosas. Soy Dutch van Aark.

La presentó a las personas allí reunidas y le explicó, respondiendo a sus preguntas, que la correspondencia había llegado en la diligencia del día anterior y como no había oficina de correos en el pueblo, cualquiera podía comprarla al conductor y luego venderla a los destinatarios, obteniendo así una pequeña ganancia. Sarah registró la interesante información en su libretita junto a la ortografía correcta del nombre van Aark. Mientras escribía, una mujer de caderas anchas, rostro vulgar, unos treinta y cinco años, un vestido de confección casera y sombrero de algodón, entró en el local. Un segundo vistazo de apenas cinco segundos fue suficiente para saber que se trataba de una típica ama de casa. Ambas mujeres se sonrieron como dos primas que no se hubieran visto durante mucho tiempo.

– Señora Dawkins, pase y conozca a la última dama que ha llegado al pueblo.

Sarah avanzó hacia la señora Dawkins y se estrecharon las manos.

– La señora Dawkins y su esposo son los propietarios de la panadería de Deadwood.

– Hola, soy Emma Dawkins.

– Yo soy Sarah Merritt.

La alegría de conocerse era mutua y sincera, e intercambiaron una ráfaga de preguntas y respuestas. Los Dawkins vivían encima de la panadería y tenían tres hijos. Habían llegado a Deadwood desde Iowa, dejando atrás a sus familias. Emma Dawkins había ido a la oficina de correos con la esperanza de que hubiera llegado una carta de su hermana, que había vuelto a casa.