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Por supuesto, Patrick no volvió. Se había esfumado como lo hacían todos los tipógrafos errantes, tal como en un principio ella había esperado; pero, no obstante, últimamente había creído que se quedaría definitivamente en Deadwood, de modo que ahora dependía tanto de él que no concebía sacar adelante el periódico sin su ayuda. Patrick había visto nacer el Chronicle. Había compuesto los primeros tipos y tirado las primeras copias bajo el enorme pino el día que ella había sido encerrada en la mina. Había trabajado allí durante meses, cantando alegres canciones irlandesas, enseñando a Josh con infinita paciencia y haciéndose cargo de la oficina en ausencia de Sarah. Incluso, en cierta ocasión, la había besado y le había pedido que se casara con él. Nadie perdía a un amigo como Patrick sin lamentarlo.

El verano seguía su curso y llegó el mes de agosto… caluroso, polvoriento y seco. Las excavaciones subterráneas de cuarzo generaban riquezas inmensas, no sólo en oro sino en plata y el rendimiento de la extracción de oro en los lavaderos alcanzaba también niveles altísimos. Los cargamentos que partían de Deadwood eran valorados en decenas de miles de dólares. La banda de James estaba actuando a lo largo de todo el pasillo central superior del país y un chico llamado Antrim se cobraba sus primeras víctimas en Arizona. Estando así las cosas, un día de finales de agosto, una carreta procedente de Deadwood fue hallada, dieciséis kilómetros al sudoeste de su punto de partida, con el conductor y los guardias muertos y la carga, oro y plata por valor de treinta mil dólares, robada.

Menos de una hora después de que la noticia llegara al pueblo, Noah Campbell subió a su caballo, hizo una seña a los hombres que se habían ofrecido voluntarios para formar parte de la patrulla y clavó las espuelas en el vientre del animal. Una nube de polvo se elevó mientras los jinetes recorrían al galope Main Street, con las armas en las cintura, sacos enrollados detrás de las monturas y los sombreros bien sujetos a la barbilla con cordeles y pañuelos.

La calle estaba atestada de gente que había oído la noticia y se había congregado para observar la salida del marshal y la patrulla civil. Noah cabalgaba con la vista puesta en el horizonte y expresión sombría. Su mirada se desvió una sola vez, al pasar junto a la oficina del Deadwood Chronicle, donde Josh Dawkins, Addie Baysinger, Sarah Merritt y el nuevo tipógrafo, Edward Norvecky, se habían reunido para presenciar el paso del grupo armado. De los cuatro, sólo reparó en Sarah Merritt, vestida con su delantal de cuero, los brazos cruzados con fuerza sobre la pechera y su mirada siguiéndole, sólo a él, intensa y preocupada; Noah apartó la mirada y siguió al galope. Robert iba con él, y Freeman Block, y Andy Tatum y Dan Turley y Craven Lee, y tres mineros, además de un ex rastreador del ejército llamado Wolf. Se dirigieron hacia Lead por las frondosas colinas del pico Terry, a través de la meseta caliza, una alta escarpa de piedras rosadas y anaranjadas, llena de pinos de madera rojiza. Pasaron la primera noche en una cueva al pie de los riscos, continuando a la mañana siguiente por la «pista de carreras», un valle rojo de arenisca, arcilla y pizarra que circundaba por completo las colinas; la tierra era tan salada y seca que ningún árbol podía sobrevivir allí y ningún hombre lo deseaba. Dejaron atrás espectrales cementerios de madera petrificada y se adentraron en las grandes praderas, donde el agua era un bien escaso y la comida aún más. El sol de agosto les abrasaba la piel. El viento les secaba los ojos. Tenían las lenguas resecas. Los animales, agotados, seguían la marcha con desgana y el grupo se detenía con frecuencia para verter el agua de las cantimploras sobre sus sombreros y dar de beber a los caballos; racionaban el agua para consumo propio y mascaban cecina para reponer la sal de su organismo, volviéndose a colocar los sombreros y disfrutando de la frescura en sus cabezas. El agua se evaporaba a los pocos minutos.

Doscientos cuarenta kilómetros al oeste se elevaban las Montañas Bighorn, probable destino del grupo que perseguían, pero poco más que una nebulosa en el horizonte. Los hombres siguieron su rumbo. Tenían los labios resquebrajados, las barbas crecidas y la piel hedionda. Les resultaba difícil recordar por qué se encontraban en aquel purgatorio.

La cuarta noche acamparon al aire libre, sobre el suelo duro, descorazonados y con los huesos entumecidos por el viaje, con nopales y yucas como única compañía.

Cuando ya estaban metidos en los incómodos sacos de dormir, las cabezas apoyadas sobre las monturas y mirando las estrellas, Robert preguntó:

– ¿Qué ocurre Noah?

– Nunca atraparemos a esos asesinos. Esos bastardos han dejado tres cadáveres a sus espaldas.

– No, me refiero a qué pasa contigo. Has cabalgado durante cuatro días y no has cruzado más de veinte palabras amables con nadie.

– Hace demasido calor para hablar.

Robert pasó por alto ese comentario.

– En el pueblo se dice que te has vuelto irritable y frío, que te da lo mismo meter a un borracho en la cárcel o dejarlo suelto. No eras así.

– Si no te importa, Robert, tengo bastante sueño atrasado.

– Se trata de Sarah, ¿no?

Noah resopló.

– Sarah… mierda.

– Ella está tan mal como tú. ¿A qué demonios estáis jugando?

– Cállate, Robert, ¿quieres? Cuando quiera tu consejo te lo pediré.

– La viste a la puerta de su oficina cuando nos íbamos, enferma de preocupación por tí, no lo niegues. ¿Acaso vais a aferraros a vuestra tozudez el resto de vuestra vida?

Noah se sentó, como por acción de un resorte.

– ¡Maldita sea, Robert, ya es suficiente! ¡Sarah Merritt no pinta ya nada en mi vida y haré con mi cárcel lo que me parezca y dirigiré esta búsqueda como crea conveniente! ¡Ahora cierra la boca y déjame en paz!

Con un movimiento brusco se volvió de costado y se cubrió con la manta, dándole la espalda a su amigo.

Aquella noche, mientras Noah dormía, algo le picó; una araña tal vez, en opinión del doctor Turley, que examinó la herida por la mañana. Turley rompió una espina de yuca y untó el jugo viscoso en la picadura, pero ésta permaneció de color escarlata e hinchada, provocando mareos y fiebre en Noah. Wolf, el rastreador, regresó de una breve excursión de reconocimiento y aseguró que no tenía sentido continuar: habían perdido el rastro. Los asesinos iban camino de las Montañas Bighorn y ellos estaban exhaustos, hambrientos y quemados por el sol. Era hora de volver a casa.

El pueblo entero presenció su regreso. Parecían un puñado de convictos, encorvados sobre las monturas, con largas barbas, ropas sucias y sin prisioneros. Sarah se acercó a la ventana de la oficina del Chronicle y los observó pasar, relajando los hombros aliviada. El sombrero que le había regalado a Noah parecía haber sido espolvoreado con harina. Un pañuelo sucio cubría su cuello y sus ojos, inmóviles y fijos en la cabeza del caballo, se veían pequeños y entrecerrados en su rostrotostado por el sol. Las manos descansaban sobre la parte delantera de la montura.

– Parece que no los han cogido. -Comentó Josh junto a ella.

– No.

– Tienen una pinta horrible.

– Ocho días es mucho tiempo.

– ¿Vas a entrevistar al marshal?

Nada deseaba ella más en el mundo que estar de nuevo cerca de Noah, aunque sólo fuera para hacerle algunas preguntas. El grupo siguió su camino por Main Street. Sarah respiró hondo y se giró hacia Josh.

– ¿Si te diera una lista con algunas preguntas, querrías hacerla tú?

Josh se quedó perplejo.

– ¿En serio?

– Alguna vez tienes que empezar.

– Bueno, si crees que puedo hacerlo…

– Tú te ocuparás de la entrevista del marshal y luego trabajaremos juntos en el artículo.

– ¡Guau, gracias Sarah!