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– No hay correspondencia para usted, señora Dawkins, lo siento -le dijo van Aark-. Pero ahora que la señorita Merritt está aquí, tal vez tengamos algo más para leer que cartas. -Tras las habituales frases de cortesía, todos salieron a ver la imprenta de Sarah. Estaba en una carreta cubierta con una lona y desmontada; las partes más pequeñas embaladas y la más grande… el chibalete… sin envolver, atada a un lateral de la carreta con correas de cuero.

Cuando retiraron la lona, Sarah se acercó y se quedó mirando con reverencia… la vieja Imprenta Manual Washington de Isaac Merritt… cuatrocientos cincuenta kilos de acero con los que ella había aprendido el oficio codo a codo con su padre. Además de la máquina estaba el enorme escritorio de cubierta corrediza, canastas de embalaje con las cajas tipográficas, papel de periódico, tinta y otros objetos que ella había empaquetado aquel mismo verano en St. Louis. Contó las canastas; no faltaba ninguna. Sus ojos brillaban de excitación.

– Necesitaré una polea con aparejos para descargarla mañana -dijo.

– Tengo una dentro -respondió van Aark.

– Y también una tienda de campaña, una lámpara y unas cuantas cosas más. ¿Si le hago una lista, podría tenerlo todo preparado para mañana por la mañana?

– Desde luego que sí, señorita Merritt.

Después de encargarle todo lo necesario a van Aark, Sarah pasó un largo rato conversando con Emma Dawkins; se enteró de muchas cosas relacionadas con el pueblo y sus habitantes y aceptó una invitación a cenar con la familia Dawkins la noche siguiente. Tras despedirse de Emma, averiguó la dirección de la pensión de Loretta Roundtree, situada en un sendero que subía por la ladera oeste del cañón, donde los edificios se alzaban en estrechas terrazas con sus partes traseras hundidas en la montaña. Aunque la señora Roundtree, una mujer de cara redonda y grande y sin pelos en la lengua, le aseguró que le hubiera encantado poderle alquilar una habitación, aunque sólo fuera por gozar de compañía femenina, lamentó no poder hacerlo, ya que, según dijo, tenía una lista de espera de más de cincuenta personas.

Sarah tomó nota y pasó otra hora caminando de una punta a otra de Main Street, haciendo preguntas y anotando observaciones adicionales sobre el pueblo, antes de volver a su habitación en el Grand Central al atardecer. Allí, sacó la pluma y el tintero una vez más, acercó la mesita de noche a la ventana y se sentó dispuesta a cumplir una promesa.

Territorio de Dakota.

27 de septiembre de 1876

Querido Robert:

Tal como te prometí, te escribo un día después de mi llegada a Deadwood. Éste es un pueblo particularmente sórdido, que, como un niño de catorce años, está dejando de usar pantalones cortos y padeciendo los dolorosos problemas del crecimiento. Si es cierto todo lo que he oído, la población de este cañón y todos sus tributarios asciende actualmente a veinticinco mil habitantes.

Muchos hombres son ricos, pero la mayoría no ha encontrado grandes cantidades de oro. Éstos sobreviven realizando cualquier trabajo que sean capaces de hacer. Otros están extrayendo cuarzo de alta calidad, pulverizándolo a mano mediante morteros. Me resulta extraño que un pueblo tan rico recurra a métodos tan primitivos.

Pero, basta de hablar del lado comercial de Deadwood. Me pediste que te contara cómo he encontrado a Adelaide, mi querida hermana y tu añorada novia.

Está aquí en Deadwood, pero el corazón se me desgarra por lo que debo decirte. Oh, Robert, me temo que nuestras esperanzas no se corresponden con la realidad. No es la misma joven atractiva y dulce que vimos por última vez cuando tenía dieciséis años. Querido Robert, haz acopio de fuerzas para resistir el cruel golpe que tanto lamento asestarte. Tu temor era que encontrara a Adelaide casada, pero su situación es mucho más dramática.

Mi hermana se ha convertido en una prostituta. Aquí en Deadwood las llaman chicas de servicio, inocentes mancilladas, y eufemismos similares, pero la verdad irrefutable es la que te he contado. Adelaide se ha convertido en una prostituta. Ha cambiado su nombre por el de Eve y trabaja para una patrona llamada Rose Hossiter, una regente de burdel grosera y odiosa cuyo recuerdo me hace sentir escalofríos. Nuestra Adelaide se ha teñido el pelo de negro, se da sombra en los ojos y se pinta la boca con carmín. Ha descuidado su aspecto hasta volverse obesa. No te atormentaré con los detalles de su censurable forma de vestir. Estos cambios externos, sin embargo, son sólo manifestaciones de la metamorfosis interna y más perturbadora que ha transformado a la querida joven que una vez conocimos en una mujer de expresión dura y corazón pétreo.

Aunque se resista y rechace todos mis argumentos yo estaré aquí, junto a ella; trataré de persuadirla por todos los medios para que abandone esa vida. Lucharé con el poder de la palabra impresa, me esforzaré por conseguir que clausuren esas pocilgas de vicio y corrupción que convierten a jóvenes sanas y decentes como Addie en almas infelices, descarriadas y moralmente empobrecidas, dignas de toda nuestra compasión. Me aflige mucho pensar en la desilusión y la pena que, sé, experimentarás al recibir esta carta. Sé que todos tus sueños, a los que has sido fiel mucho más tiempo del que nadie te podía exigir, se derrumbarán con esta carta, pero te imploro con toda mi alma que continúes adelante con tu vida, busques una mujer digna de tu devoción y que, de Addie, conserves el recuerdo que nos dejó hace cinco años.

Enviaré esta carta a través del Pony Express, que es mucho más rápido que la Diligencia de Cheyenne, cuyo servicio a Deadwood es aún quincenal. Espero que la recibas pronto. Ojalá tu desánimo no se prolongue mucho tiempo, Robert; eres un hombre demasiado bueno y generoso para sufrir una condena tan injusta.

Recibe todo el cariño de tu amiga,

Sarah Merritt

Después de doblar la carta y cerrar el sobre, se quedó sentada un rato, desanimada, mirando a través de la ventana del tercer piso en dirección a Rose's. Creía vislumbrar el extremo de la fachada del edificio, aunque la ventana de Addie daba a un lateral.

«Oh, Addie, podrías haber tenido una vida tan maravillosa con Robert. Cómo te envidiaba por ser tú la elegida, pero él sólo tenía ojos para tí. Después de tu partida, el dolor no le permitió mirar a ninguna otra mujer. Podrías ser su esposa ahora. Y sin embargo ahí estás, en ese horrible lugar, tras huir como nuestra madre, abandonándonos a papá y a mí. Después de hablar tantas veces del dolor que nos causó su abandono, me fue casi imposible creer que hubieras sido capaz de hacer lo mismo.»

El recuerdo de los días inmediatos al abandono de su madre todavía se mantenía fresco en la memoria de Sarah. Una mañana gris de noviembre, su padre, en vez de su madre, había entrado a despertarla para ir a la escuela.

– ¿Dónde está mamá? -había preguntado ella, frotándose los ojos; y él le había dicho que mamá había ido a visitar a su hermana a Boston-. ¿A Boston? -Jamás se había mencionado a ninguna tía en Boston-. ¿Cuándo volverá?

– Oh, estoy seguro de que dentro de una semana mamá estará aquí. O, tal vez dos.

Pero pasaron las semanas, y luego los meses, y Addie había vuelto a mojar la cama cada noche y a reclamar a su madre a la hora de acostarse; Sarah pasaba horas mirando hacia la calle Lamply por la ventana, esperando divisar la familiar figura de pelo oscuro. Una mujer llamada Smith fue contratada como ama de llaves temporal, pero su estancia se fue prolongando al hacerse indispensable en el cuidado de la casa. El señor Merritt se volvió huraño y su espalda comenzó a encorvarse, pese a que todavía era un hombre muy joven. Sarah no supo la verdad hasta los doce años. La señora Smith se la desveló un día en la cocina mientras preparaban remolachas en escabeche. «Tu madre no volverá, Sarah», le había dicho. «Ya es hora de que sepas la verdad. Huyó con un hombre llamado Paxton, Amery Paxton, que trabajaba como tipógrafo para tu padre. Dónde fueron, nadie lo sabe, pero ella dejó una nota diciendo que amaba a Paxton y que huía para casarse con él. Tu padre nunca más tuvo noticias de ella y, por supuesto, no se volvió a casar, ya que de hacerlo podía incurrir en bigamia.»