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– Estos últimos meses he tenido un pensamiento de lo más descabellado -admitió Sarah, mirándolo nuevamente por encima de sus manos enlazadas-. Es absurdo, incluso pecaminoso, pero lo cierto es que lo he tenido: durante los momentos de mayor debilidad, cuando te añoraba tanto que me preguntaba si moriría por ello, pensaba, ¿por qué no casarme con Noah y establecer un acuerdo silencioso, por el cual él pueda ir a Rose's como lo hacía cuando lo conocí? Bueno, ya lo he dicho. Ahora sabes qué clase de mujer soy.

Las comisuras de la boca de Noah se arquearon hacia arriba con tristeza.

– Sola, asustada… igual que yo.

Se miraron. El silbido de la lámpara se hacía audible y el hornillo de hierro irradiaba calor. La sinceridad de la conversación los desconcertaba y aliviaba.

– Ahora te contaré mi secreto; es algo que he deseado hacer muchas veces… venir aquí y arrastrarte hasta arriba, desnudarte y besarte por todos sitios para demostrarte que cuando se ama como nosotros nos amamos, eso es algo natural. ¿Quieres intentarlo?

Sarah se rió fuerte pero brevemente.

– Por supuesto que no.

– No, por supuesto que no. Si aceptaras dejarías de ser Sarah Merritt, yo no te amaría y no estaríamos aquí sentados sufriendo de este modo. Entonces, ¿qué vamos a hacer?

La boca de Sarah se frunció amenazando llanto. Movió la cabeza como única respuesta:

– No lo sé. Tengo tanto miedo.

Noah puso los pies en el suelo y la mecedora dejó de moverse. Se inclinó hacia delante, ahuyentando a la gata, apoyó los codos sobre las rodillas y clavó su mirada en Sarah. Cuando habló, su voz sonó tensa y mecánica.

– ¿De verdad me añoraste tanto que pensabas que podías morir por ello?

– Sí -susurró, sintiendo que su barbilla acumulaba calor allá donde entraba en contacto con sus manos.

– Entonces, ven -dijo él, señalando un punto en el suelo a mitad de camino entre ellos-. Ahí.

A Sarah le pareció que estaba pegada a la silla. Todo lo que debía hacer era ponerse en pie y abrazarlo. La otra alternativa era verlo desaparecer para siempre por esa puerta, el regreso al infierno en que vivía desde que se habían separado.

Durante aquellos últimos seis meses, Sarah se había movido en un vacío incoloro e insípido, pero aquella noche, la sola presencia de Noah la había devuelto a la vida. Él entraba en una habitación y su apatía se desvanecía como la escarcha sobre el vidrio de una ventana iluminada; Sarah volvía a sentir.

Conservar la distancia era una agonía. Ver su propio tormento reflejado en el rostro de Noah la llenaba de angustia. ¿Era eso la pasión? Ahora la deseaba, no por la pasión en sí, sino porque sin ella estaba perdida.

– Ven -Volvió a decir Noah.

Sarah contuvo las lágrimas, empujó la silla hacia atrás, el temor y el deseo se cernían sobre ella como una mano enorme que le impedía levantarse. Se apoyó sobre la superficie de la mesa y se puso en pie.

Noah se incorporó y esperó.

– Quisiera ser Addie -susurró ella al tiempo que comenzaba a avanzar hacia él.

– No, no es verdad -contestó Noah, moviéndose también-, porque entonces tú y yo no existiríamos.

Se encontraron en la esquina de la mesa, deteniéndose el uno frente al otro antes de unirse en un débil abrazo. Se mantuvieron así, aclimatándose al torbellino de emociones que afluían a sus corazones, antes de que él se apartara, la mirara y la besara con suavidad. El peso abrumador de la soledad se desvaneció, el beso se convirtió en una fusión y el abrazo en un reclamo de lo que cada uno había entregado. Sarah le rodeó el cuello con los brazos y él la apretó contra su cuerpo. Se quedaron quietos, corazón con corazón, los ojos cerrados, los temores esfumándose con la dicha del reencuentro. Se besaron apasionadamente, probándose mutuamente y a sí mismos, permitiendo que el contacto los calentara, hasta que sus bocas se abrieron y sus lenguas se encontraron. Sarah dejó escapar un gemido breve y él respondió haciendo el abrazo más apasionado. De pronto, su resistencia se esfumó y el beso se hizo apremiante; sus cuerpos ardían después de tantos meses de abnegación. Noah también emitió un sonido ronco, ni un sollozo ni un gemido, más bien el angustioso final de la agonía; sus manos se aferraron al tejido de lana del chal; las de ella, al cuero liso del chaleco.

Al cabo de un rato separaron sus bocas, unidos en un abrazo aún, y permitieron que sus sentimientos fluyeran.

– Oh, Noah, te amo -dijo ella-. Te he echado tanto de menos. Era tan desdichada sin tí.

– Yo también te amo. Dímelo otra vez.

– Te amo, Noah.

Él la abrazaba con tanta fuerza, que los pies de Sarah dejaron de tocar el suelo.

– Nunca imaginé que te lo oiría decir de nuevo.

– Estuve siempre tan cerca de decírtelo… lo siento, Noah, pero te quiero, te quiero y nunca creí que estar enamorada fuera tan terrible.

– Ni tan maravilloso.

– Ni tan aterrador.

– Ni tan solitario. Cientos de veces cada día tenía que reprimir el impulso de pasar por delante de tu oficina.

– Yo me pasaba el día mirando por la ventana esperando verte.

– Y después nos encontrábamos en la acera y actuábamos como si ni siquiera nos conociéramos.

– Nadie me soportaba.

– A mí tampoco. Estaba de mal humor con todo el mundo.

– Yo contestaba de mala manera y me volví irritable e inquisitiva. Provoqué la partida de Patrick con mi mal genio y ahora lo echo mucho de menos. Y el pobre Josh… me he portado muy mal también con él. Nada parecía andar bien sin tí, nada.

Se besaron otra vez, sin vergüenza y con ardor, buscando los movimientos que reflejaran lo que sentían. Cuando separaron sus labios, Noah tenía sus dos manos en el pelo de ella y le tiraba la cabeza ligeramente hacia atrás.

– No quiero volver a pasar por esto nunca más -dijo él con fiereza.

– Yo tampoco.

Se miraron a la cara. Ocupaban un pequeño espacio del suelo de la cocina, las zapatillas de fieltro de Sarah entre las botas camperas de color marrón de él. Noah le soltó el pelo y empezó a acariciárselo hacia atrás desde las sienes.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Como si hubiera estado viviendo bajo el agua durante mucho tiempo, y acabara de subir a la superficie y respirado aire.

– ¿Qué más sientes?

Con la cabeza echada hacia atrás y la garganta arqueada, las palabras brotaron difíciles:

– Te deseo.

Las manos de él dejaron de moverse.

– Voy a hacer algo. No te asustes. -La cogió en brazos, como si fueran una pareja de recién casados al atravesar el umbral de su casa y le ordenó-: Apaga la lámpara.

Sarah se estiró en los brazos de Noah y ajustó el tornillo de bronce. Acto seguido rodeó el cuello del hombre con sus brazos. Noah fue hasta la mecedora, donde se sentó, quedando ella en su regazo y con las piernas colgando desde el brazo de la silla.

– Di mi nombre -susurró.

– Noah.

– Otra vez.

– Noah.

– Sí, Noah… y todavía quiero casarme contigo.

Comenzó a mecerse despacio y siguió acariciándole el pelo hacia atrás desde la sien izquierda, en tanto la otra mano ascendía por la espalda y se cerraba, apenas perceptible, en el cuello, jugando con él debajo del pelo. La besó en la boca… suavemente… suavemente… y continuó meciéndola, relajándola, tocando con sus labios otras partes de su anatomía… la mejilla, la ceja, el mentón. Le hundió la nariz en la garganta; sintió la cabeza de ella echándose hacia atrás y la calidez de su pelo abandonar su mano izquierda. Le tocó el pecho tal como le había tocado el pelo, un descubrimiento en la oscuridad, un suave roce sin presión. La oyó contener el aliento y siguió mimándola con delicadas caricias de su pulgar, mientras su antebrazo descansaba en el estómago de ella.

– Te amo, Sarah -le dijo al oído.