Выбрать главу

Aquel día, Sarah había comenzado a coleccionar palabras, una afición que se convertiría en la semilla del trabajo de su vida. «Bigamia», había anotado en un diario de hojas azules cuadriculadas, «cuando una mujer está casada con dos hombres. Ahora sé por qué mi madre nos abandonó». Desde entonces Sarah odió las remolachas; las remolachas y el olor a vinagre.

Sentada en su deprimente habitación del Hotel Grand Central, observó otro diario, lleno de anotaciones que había empezado coincidiendo con su llegada a Deadwood. Suspiró y extrajo una hoja suelta en blanco. «Cuando estés preocupada -le había dicho a menudo su padre-, escribe.»

Escribió, e intentó plasmar en su escrito una imagen lo más fiel posible del Deadwood actual, hasta donde las palabras se lo permitieran. El número uno de su periódico pasaría, sin duda, a formar parte de la historia. Era lo más probable en un pueblo cuya historia se estaba forjando.

Trabajó hasta medianoche, elaborando los artículos para la primera edición del Deadwood Chronicle. Además del que había comenzado durante el desayuno, los titulares incluían: la correspondencia llega a la tienda de van aark; diligencia de cheyenne: se espera que en octubre cumpla un servicio diario; la línea de telégrafo llega hasta hill city; la escasez de mujeres azota deadwood; las langostas no han abandonado minnesota; siete edificios en construcción en main street, deadwood; belding & myers construyen un canal para traer agua desde whitetail hasta el extremo superior de gold run; A título personal, escribió un anuncio haciendo saber que la editora del Deadwood Chronicle buscaba un lugar donde establecer su negocio y su residencia. Pero el mayor esfuerzo lo dedicó al editorial titulado «Clausuremos los burdeles libertinos del oeste». Era largo y apasionado, y terminaba diciendo: «Debemos librar al pueblo de esta ignominia y hacer que el peso de la ley caiga sobre los dueños de estos lugares. ¿Pero cómo lograrlo cuando el propio representante de la ley frecuenta a esas mujeres hermosas y débiles? Sin duda, la opinión pública debe hacer sentir su voz en contra de esta fuente de degradación física y moral».

Cuando se quitó las gafas le ardían los ojos y le dolía la espalda. Addie se enfurecería cuando leyera el editorial, pero ése era un riesgo que estaba dispuesta a correr desde el momento en que optó por enfrentarse a la enfermedad en lugar de a los síntomas. Acabando con los prostíbulos se acabaría con las prostitutas. No era una postura popular, dada la evidente aceptación de los burdeles, pero lo que mueve a un buen periodista… Isaac Merritt se lo había dejado bien claro… no era la fama, sino la voluntad de forzar un cambio allí donde es necesario.

Por la mañana, Sarah salió a la calle; había llovido… una suerte y una desgracia puesto que, aunque el suelo estaba cubierto de barro, para una imprenta la ausencia de polvo era una bendición. Le sorprendió no haberse despertado con la tormenta, que había dejado ramas de árboles en la calle y un cielo azul con la promesa de un día otoñal perfecto. No obstante, el olor a estiércol se había hecho más intenso con la lluvia.

Esquivando con cuidado los montoncitos, entregó su carta en la oficina del Pony Express y luego se dirigió a la tienda de van Aark, reuniendo un séquito por el camino. La seguían como las ratas al flautista de Hamelín: Henry Tanby, Skitch Johnson, Teddy Ruckner, Shorty Reese y, finalmente, el propio Dutch, todos ansiosos por ayudarla a transportar la imprenta.

– ¿Dónde piensa colocarla? -preguntó Dutch mientras ataba un caballo a la carreta.

– Síganme -respondió ella y los llevó al lugar que había escogido; un enorme pino en Main Street, cerca del bar Número 10. Era terreno público, sin duda, y el árbol la protegería del tráfico y le daría sombra.

– Aquí -proclamó, alzando la cabeza.

– ¿Aquí?

– Necesitamos una rama lo suficientemente fuerte para que resista el peso de la imprenta. Esa servirá.

– ¿En la calle? -Las encías inferiores y rosadas de van Aark asomaron por su boca abierta.

– Hasta que encuentre una oficina sí, éste es el lugar ideal.

– ¡Pero está prácticamente en medio de la calle!

– Es propiedad pública, ¿no? ¿Y acaso no soy yo una contribuyente? ¿No somos ustedes y yo… todos… contribuyentes, o público, si lo prefieren? ¿Al servicio de quién está un periódico sino del público? Ahora, si me ayudan caballeros, tendré el primer número saliendo de la imprenta antes del anochecer.

El grupo gritaba con regocijo mientras observaba a Skitch Johnson pasar de los hombros de Henry Tanby al árbol. En pocos minutos, el aparejo de poleas estaba instalado y la cuerda en su sitio. Mientras ésta se deslizaba por la polea, manos impacientes esperaban abajo el gancho de acero para colocarlo en el chibalete de la prensa. El chibalete se elevó y nivelaron la tierra que había debajo con palas; luego pusieron una tabla cuadrada a modo de base rígida. Los hombres tiraron de las cuerdas y, pieza por pieza, la prensa fue tomando forma: los soportes en el chibalete, el chibalete en el tablón, la guía en el chibalete, el tímpano del chibalete en la guía. Sarah daba instrucciones, levantando los brazos para indicar el sitio que correspondía a cada pieza y asegurándolas ella misma con llaves y pasadores. Tuvieron que meter cuñas hasta que la estructura quedó firme y nivelada, pero cuando lo estuvo, Sarah demostró lo fácil que era utilizar la máquina, girando una manivela y bajando la platina vacía. Otra aclamación de júbilo se elevó.

– Todo lo que necesitamos ahora son tipos, papel y tinta, y tendremos un periódico -declaró.

– ¿Y qué hay de su tienda de campaña, señorita Merritt, quiere que se la instalemos también?

– Les estaría muy agradecida si lo hicieran.

Con una rapidez asombrosa, los hombres levantaron la tienda, la tensaron y depositaron en el interior el papel de periódico, lejos del suelo y la humedad ambiental. Fuera, a plena luz, desembalaron todos los útiles de tipografía: la caja de tipos, el componedor y el delantal de cuero. Una vez estuvo todo desembalado y en su sitio, miró satisfecha a su alrededor y se frotó las manos.

– Muchísimas gracias. -Estrechó la mano de cada uno de los hombres que habían colaborado. Entretanto, el gentío se había multiplicado hasta entorpecer el tránsito de la calle. Fascinados, contemplaban la prensa con expresión embobada, esperando verla en funcionamiento-. Aprecio el esfuerzo físico y la buena voluntad. Me han brindado un recibimiento muy cálido, todos.

– ¿Cuándo se imprimirá el primer ejemplar? -gritó alguien.

– Consíganme un tipógrafo y podré empezar a mediodía.

Como el gentío parecía reacio a moverse, Sarah se quitó el abrigo, se arremangó y empezó a componer tipos prescindiendo de la observación de que era víctima. Si antes habían estado embelesados, ahora entraban en un éxtasis estático. Su mano derecha se movía a tal velocidad, que los espectadores casi no podían seguirla con la mirada. A lo largo de los años, componer tipos se había convertido en algo casi instintivo para Sarah, y lo hacía a una velocidad vertiginosa, a menudo tomando los caracteres individuales de la caja de tipos sin mirar. Llenó el componedor en cuestión de segundos, pasó el bloque de tres líneas a una bandeja plana llamada galera y volvió a empezar.

La concurrencia se hacía más numerosa.

A dos manzanas de distancia, el marshal Noah Campbell estaba sentado en su diminuta oficina rellenando aburridas licencias. ¡Maldita sea, cómo odiaba el papeleo! Pero cuando, dos semanas atrás, se formó oficialmente el concejo del pueblo, había aceptado asumir todas las tareas propias del marshal, tal y como lo prescribían las nuevas ordenanzas recién redactadas. Entre ellas, figuraba el otorgamiento de licencias y el pago de impuestos por parte de cada compañía, corporación, negocio y comercio en Deadwood.