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«Beaudry, Seth W., Armero», escribió con dificultad. «Impuesto de Licencia: 5 dólares, Cuarto Trimestre, 1876, Pueblo de Deadwood.» Se reclinó, acariciándose el bigote y observando su trabajo. Mierda y mil veces mierda. Parecía que una gallina borracha hubiera atravesado el corral y luego el formulario. Campbell sabía cómo manejar un arma, un caballo y a cualquier borracho que buscase bronca, pero una pluma y un tintero podían llegar a sacarlo de sus casillas.

«Noah Campbell», firmó, después sopló el impreso y puso el documento sobre un enorme montón. Estaba mojando la pluma para llenar la siguiente licencia cuando oyó un latigazo. Alzó la cabeza con brusquedad y escuchó en silencio. El sonido se repitió. Era inconfundible, como los gritos de los carreteros que se filtraban por la puerta cerrada. Noah dejó la pluma sobre la mesa, empujó la silla hacia atrás, cogió su sombrero negro Stetson del gancho en la pared y salió.

Se paró en el primer peldaño, sonriendo con entusiasmo y mirando en dirección a la abertura del cañón; observó el primer par de bueyes pardos que avanzaba laboriosamente hacia él mientras los chasquidos de los látigos resonaban en las laderas del cañón… ¡fap! ¡fap! ¡fap!… como un montón de leña rodando. Diez, doce, catorce pares se movían de forma sinuosa mientras las ruedas de las carretas crujían y el carretero guía profería una larga lista de obscenidades.

– ¡Vamos, hijos de mala madre! ¡Lo que necesitáis es un poco de pólvora en el culo para moveros! ¡Os meteré unos cuantos cartuchos de dinamita con mis propias manos y encenderé la mecha con la punta de este cigarro que…!

El resto se confundió con el eco de un latigazo y Noah se reclinó y rió. El viejo True Blevins era todo un espectáculo. La calle entera se reía cada vez que llegaba al pueblo.

Noah y su familia… su madre, su padre y su hermano… habían realizado el viaje a las Montañas Negras en mayo con la caravana de bueyes de True. Era habitual que familias que no podían unirse a una caravana de carretas atravesaran el territorio indio hostil en compañía de un carretero, el cual cobraba un módico precio por el favor.

En el caso de Noah, había valido la pena; True y él se habían hecho amigos.

Sin embargo, True no se alegraría demasiado cuando se enterase de que tenía que pagar una tasa en concepto de licencia de 3 dólares por carreta antes de descargar.

La caravana alcanzó la oficina de Noah y continuó su camino mientras él saludaba con una mano a True y a los conductores de los otros vehículos. De pronto, unos metros más adelante, oyó los mugidos de los bueyes y la inconfundible voz de True maldiciendo como un desaforado. Las carretas se detuvieron y se oyeron más gritos. Desde el peldaño de su oficina, Noah podía ver un embotellamiento en la calle cerca del bar Número 10. Se caló el sombrero, saltó al barro y se dirigió hacia allí.

– Dejad paso -ordenó, abriéndose camino entre los hombres a empujones. Mucho antes de llegar vio a la responsable de la interrupción del tránsito. Quién sino la señorita Sarah Merritt, con su imprenta instalada en mitad de Main Street. Dios, esa mujer era una continua provocación. Vestida de marrón, con la blusa arremangada y el pelo recogido, alta y flaca como un palo de escoba, colocaba tipos en una regla de hierro mientras los curiosos parecían dispuestos a quedarse allí todo el día, esperando presenciar el proceso entero.

– ¿Qué demonios está sucediendo aquí? -Inquirió frunciendo el entrecejo y situándose detrás de ella. Sarah miró por encima de su hombro un instante y siguió colocando los tipos.

– Estoy poniendo en marcha un periódico.

– ¿Tiene licencia para ello?

– ¿Licencia?

– Le dije ayer que necesitaba una.

– Lo siento, lo olvidé.

– Además, está obstaculizando el paso a toda una caravana de carga. Tendrá que sacar todo eso de ahí.

– Estoy en propiedad pública, señor Campbell.

– ¡Usted es un estorbo público, señorita Merritt, y va a tener que desalojar este lugar!

– Me iré cuando consiga alquilar un local.

– ¡Se irá ahora o la meteré entre rejas!

– Este pueblo no tiene cárcel. Lo he recorrido de cabo a rabo y lo sé.

– Tal vez no, pero hay un túnel abandonado en la ladera de la colina, detrás de la tienda de comestibles de George Farnum, y créame si le digo que soy capaz de meterla allí… mujer o no. Tengo un trabajo que cumplir y por Dios que me propongo hacerlo.

– Encarcelarme podría resultar una medida muy impopular por su parte -se apresuró a decir Sarah volviéndose hacia la multitud-. Estos hombres están ansiosos por tener en sus manos el primer ejemplar del periódico del pueblo.

Campbell se volvió hacia el tumulto.

– ¡Vamos, circulad muchachos! ¡Estáis obstruyendo el tránsito! ¡Vamos, se acabó la fiesta, largaos de aquí!

Un hombre con un cuenco dorado y una carretilla levantó la voz:

– ¿De verdad la vas a meter en la cárcel, Noah?

– Por supuesto, si incumple la ley.

– Pero, diablos, es una mujer.

– Las leyes están hechas para todos, hombres y mujeres. ¡Ahora largaos de una maldita vez y dejad pasar a True con su caravana!

Se volvió hacia Sarah con las manos abiertas y su enorme Stetson sombreando su rostro.

– Señorita Merritt, le doy una hora para que recoja todo esto y deje libre la calle.

– No estoy en la calle. -Por fin dejó de componer tipos y se encaró con él-. Estoy a un lado y en terreno público.

– Si dentro de una hora no se ha marchado, la sacaré de aquí con mis propias manos. Y la próxima vez que la vea poniendo en marcha un… negocio, -le acercó el dedo índice a la nariz- será mejor que esté en posesión de la licencia correspondiente.

Dio la vuelta sobre un talón y se marchó visiblemente molesto, levantando el barro del suelo con sus botas vaqueras. Con la mirada furiosa clavada en su espalda y los labios cerrados con fuerza, Sarah pateó el suelo con frustración, levantándose la falda. Antes de que la muselina marrón hubiera vuelto a su sitio ya estaba de nuevo enfrascada en su tarea.

– La diversión ha terminado, muchachos -gritó Campbell a la muchedumbre-. Volved al trabajo.

Mientras esperaba que se dispersaran, extrajo del bolsillo de su chaleco un reloj de cuerda del tamaño de un dólar y consultó la hora: 11:04. Decidió volver a las doce y cuatro minutos; y esperaba que que ese estorbo alto y terco con nombre de mujer se hubiera largado, porque de lo contrario habría problemas. La encerraría en un agujero detrás de la tienda de Farnum y tendría que soportar la presión de cada uno de los hombres de Deadwood desesperado por una mujer. Pero, ¿qué opciones tenía? No podía permitir que ella instalara su negocio donde quisiera, obstaculizando el tránsito, obstruyendo la calle, y haciendo caso omiso de las ordenanzas. En un pueblo como aquél, sin mujeres, era lógico que los ánimos estuvieran algo enrarecidos. Hiciera lo que hiciera, Campbell se daba cuenta de que estaba expuesto a ser considerado un enemigo público, por impedir que Sarah Merritt publicara el primer periódico del pueblo. Maldición, las cosas no iban a ser fáciles. Los hombres comenzaban a dispersarse. Taconeando, Noah se encaminó a la carreta de bueyes guía para afrontar su siguiente tarea desagradable.

– ¡True! -bramó, acercándose al carretero-. Tengo que hablar contigo.

True detuvo su carreta, escupió un grumo de tabaco al barro y se limpió el bigote manchado con el reverso de la mano. Tenía una piel curtida por el sol, el polvo y el trabajo y le faltaba una ceja. Se la había llevado una bala algunos años atrás.

– Noah, ¿cómo estás, muchacho? ¿Cómo están tus padres?