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– Por supuesto. -No hubo preguntas: todos los presentes sabían lo que había ocurrido en la calle y que el hombre herido era amigo de Campbell.

– ¿La lámpara todavía está allí?

– Colgada del gancho en el pasadizo.

Campbell dio otro ligero codazo a Sarah y la siguió al otro lado del mostrador y a través de una puerta trasera que daba a un pasadizo corto y sin ventanas que olía como una caja de patatas. Cuando la puerta se cerró tras ellos, quedaron sumidos en la oscuridad más absoluta. Sarah sintió miedo y se detuvo. Campbell la empujó de nuevo haciéndole dar tres torpes pasos hacia delante.

– Espere aquí. -Sarah oyó el sonido característico de una lámpara de mano y la pequeña explosión de un fósforo al ser raspado y encendido. El rostro de Campbell se iluminó mientras descolgaba la lámpara del clavo y prendía la mecha. Movió la cabeza y le dijo-: Ahí dentro.

Ella entró temerosa en la mina abandonada. No era más grande que una despensa y en ella sólo había una silla de madera y un montón de paja cubierta con una manta de montar a caballo agujereada. Tuvo que hacer un esfuerzo para conservar un tono de voz sereno, mientras sus ojos recorrían las paredes sucias.

– ¿Es ésta su cárcel?

– Así es. -Dejó la lámpara en el suelo junto a la silla y se dirigió hacia la puerta.

– ¡Señor Campbell! -gritó Sarah, aterrada ante la perspectiva de quedarse allí sola.

Él se giró y le clavó sus ojos grises y fríos, pero no habló.

– ¿Cuánto tiempo piensa dejarme en este lugar?

– Eso lo decidirá el juez, no yo.

– ¿Y dónde está el juez?

– Todavía no hay, así que se ha nombrado a George juez en funciones.

– ¿George? ¿Se refiere al encargado del almacén?

– Exactamente.

– ¿De modo que me juzgará un tribunal no autorizado?

Campbell la señaló con su dedo índice, quedando éste a pocos centímetros de su nariz.

– ¡Escúcheme bien, señorita! Usted llega aquí; por su culpa un hombre resulta herido y ahora me viene con que el alojamiento no es de su agrado. ¡Bueno, pues mala suerte!

– ¡Tengo mis derechos, señor Campbell! -replicó, recobrando el valor-. Y entre ellos figura el de presentar mi caso ante un tribunal territorial.

– Usted está ahora en territorio indio y el gobierno territorial no tiene jurisdicción aquí.

– Entonces una corte federal.

– La corte federal más cercana está en Yankton, así que George es todo lo que tenemos. Pero no se preocupe, los propios mineros lo eligieron por ser el hombre más justo que conocen. -Se volvió hacia la puerta otra vez.

– ¡Y un abogado! -gritó Sarah-. ¡No puede encarcelarme sin que haya visto a un abogado!

– ¿En serio cree que no puedo? -Miró hacia atrás por encima de su hombro-. Esto es Deadwood. Las cosas son diferentes aquí.

Con aquel siniestro comentario salió cerrando la puerta tras de sí. Lo último que Sarah pudo oír fue la llave girando en la cerradura.

Capítulo Cuatro

Se quedó mirando la puerta y escuchando el tenue pero constante silbido de la lámpara, el único sonido en aquel silencio. El pulso le latía con fuerza y tenía obstruida la garganta. Sentía una fuerte presión en la parte superior de la cabeza y un hormigueo en el reverso de los brazos, señal inequívoca del pánico que se adueñaba de ella. ¿Cuánto tiempo la dejarían allí? ¿Se preocuparía alguien por su estado? ¿Qué tipo de bichos habría en aquel montón de paja? ¿Y si la lámpara se apagaba?

Clavó la vista en ella, el único signo de vida aparte de sí misma que había en aquel lugar y se acercó lo más posible a su calidez, sentándose al borde de la silla. Con las manos apretadas entre las rodillas, se concentró en la llama hasta que le empezaron a doler los ojos; los cerró con fuerza y se frotó los brazos. Hacía mucho frío allí dentro y estaba hambrienta; no había comido nada.

¿Quién se preocuparía lo suficiente por ella como para irla a visitar? ¿Addie? no era probable y en todo caso, ¿quién le avisaría? ¿Qué pasaría con la imprenta de su padre, abandonada bajo el árbol? ¿Y con su preciado papel de periódico que había sobrevivido al viaje sin mojarse, por no hablar de los tipos que tanto apreciaba? Eran los que su padre había utilizado a lo largo de toda su vida. En medio del caos, no había tenido tiempo de limpiarlos, como tampoco el rodillo, que se echaría a perder. ¿Qué le esperaba cuando la sacaran de la mina? Si el conductor de la caravana de bueyes moría ¿podían acusarla de algo, aunque no hubiera tocado el arma homicida? ¿A qué recurso legal podía apelar si Campbell no le permitía entrevistarse con un abogado? ¿Y, qué ocurriría en caso de tener que presentarse ante el «juez» sin ayuda? ¿Había sido la resistencia al marshal un delito lo bastante grave como para que se considerara insurrección y… la podían acusar también de eso?

No podía olvidar la cara de Campbell recibiendo puñetazos y revivía el horror experimentado por la rapidez con que todo había ocurrido. Y después, la voz de aquel hombre calle abajo gritando que alguien estaba herido. «¡No era mi intención ser la causante de todo eso! ¡Sólo quería defender mis derechos!» Volvió a sentir la presión en la garganta, en el cuero cabelludo y a lo largo de los brazos, que comenzaban a entumecerse.

«Recuerda el requisito esencial para llegar a ser una buena periodista, Sarah.»

Con resolución buscó el reloj de su padre, lo abrió y lo dejó en el suelo junto a la lámpara. Se levantó de la silla, cogió la manta de montar y la sacudió. La alzó a la luz, observó si había algún tipo de movimiento en ella y descubrió que no. De nuevo en la silla, se cubrió la falda con la manta, sacó las gafas del bolso de organdí, se las puso y abrió la libretita y el frasco de tinta.

Meditó un largo rato antes de mojar la pluma y escribir las primeras palabras.

«Pelea en plena calle: Un hombre herido. Editora del periódico encarcelada.» Con la inquebrantable veracidad inculcada por su padre, se dispuso a escribir un relato imparcial de lo sucedido en Main Street durante las últimas dos horas.

El consultorio del doctor Turley era una estructura de madera que le servía a la vez de residencia. Estaba situado algo más allá de la pensión de Loretta Roundtree, donde los edificios empezaban a ascender por las escarpadas laderas del cañón. El sendero hacia aquella zona subía la abrupta ladera como una estrecha senda de cabras. El terreno estaba resbaladizo a causa de la lluvia, pero Noah Campbell avanzó con pasos largos y seguros hasta la puerta de la casa lleno de preocupación. Entró sin llamar a la sala de espera del doctor, amueblada con unas pocas sillas de madera y cuero, todas vacías.

– ¿Doctor? -inquirió, avanzando hacia el fondo.

– ¡Pasa, Noah!

Noah entró en el consultorio, cuyas paredes estaban recubiertas con tablones de pino… un hecho poco habitual en Deadwood. Había una vitrina llena de sondas y pinzas y una gran variedad de instrumentos intimidadores. En una palangana esmaltada podían verse una bala, una aguja y unas pinzas a través del agua ensangrentada. True yacía en una camilla forrada de cuero, inconsciente, mientras el médico cortaba vendas para su hombro derecho.

– ¿Cómo está, Doc?

– He tenido que administrarle cloroformo para extraer la bala pero, si no me equivoco, dentro de una semana estará maldiciendo a sus bueyes.

Noah soltó aire con fuerza y sintió que disminuía la presión en su pecho.

– Es la mejor noticia que podían darme.

– Es un viejo fuerte. Su estado físico es una gran ventaja. Ayúdame a darle la vuelta mientras le pongo esta gasa. He preparado un ungüento de alumbre para parar la hemorragia.

Pelos de crin de caballo unían la piel de True y sobresalían como bigotes de gato en el área donde el doctor había tenido que coser. Noah ladeó la cabeza para mirar con su ojo sano, mientras el médico cubría la herida con gasa blanca y vendaba el hombro y el tronco de True.