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Chapline pasó unos cuantos minutos sentado en la silla, leyendo el relato con un hombro inclinado hacia la luz del farol. Cuando terminó, se limpió la nariz y levantó la cabeza.

– ¿Se negó usted a mover su imprenta de la calle?

– Sí.

– ¿La estaba utilizando sin licencia?

– Sí.

– ¿El marshal le informó de que necesitaba una?

– Sí.

– ¿Fue usted la incitadora de la pelea?

– Sí.

– ¿Intencionadamente?

– No.

– ¿Golpeó usted en algún momento al marshal Campbell?

– No.

– ¿Animó a alguien a que lo hiciera?

– No. Intenté detenerlos.

– ¿Vio usted al carretero, True Blevins, herido de bala?

– Sí.

– ¿Quién le disparó?

– El marshal Campbell.

– ¿Fue un accidente?

– Sin lugar a dudas.

– ¿Alguien más desenfundó un revólver?

– No. Ocurrió todo demasiado rápido.

– ¿Se resistió usted al arresto?

– La primera vez, sí. La segunda, no.

– ¿Estaría dispuesta a pagar todos los daños y las tasas correspondientes para la obtención de licencias, además de suspender toda publicación hasta que su equipo se encuentre a cubierto y en propiedad privada?

– Sí.

Chapline la contempló en silencio unos minutos, sentado en la silla con las rodillas separadas y sus huesudas manos sobre ellas. Finalmente, le preguntó:

– ¿Cree que podría repetir esas respuestas, palabra por palabra, si le formulara las preguntas de nuevo?

– Sí.

– ¿Tiene dinero para pagar los daños?

– Sí, aquí mismo. -Se palpó la cintura sobre la cadera izquierda.

– Excelente. -Chapline se puso de pie-. Entonces lo que haremos es apelar al sentido común y de la justicia de Farnum; sin negar lo que usted ha hecho, simplemente señalaremos que sus intenciones no eran causar ningún tipo de perjuicio, que nadie resultó herido de forma irreparable y que usted está arrepentida… lo que ya le ha demostrado al marshal Campbell. Cuando salgamos, asegúrese únicamente de conservar el mismo tono de arrepentimiento que ha utilizado conmigo. Compungido, pero no servil.

Sarah asintió con la cabeza.

– De acuerdo, veamos qué podemos hacer. -Le dirigió una sonrisa optimista mientras golpeaba la puerta. Campbell la abrió.

– Nos gustaría hablar con Farnum -dijo Chapline.

– De acuerdo, vamos. -Campbell se hizo a un lado, esperando que Chapline y Sarah lo precedieran a través del túnel. A Sarah, la luz del fondo se le antojó como la salida del purgatorio. El murmullo de voces, cada vez más audible, era cálido y familiar. El olor mohoso a tierra fue dominado por otro muy distinto a granos de café, cecina y vinagre (que le resultó menos desagradable que antes). De la oscuridad a la luz; de la humedad a la frescura; de la soledad a un gentío cuyos murmullos se acallaron con su presencia. Farnum estaba detrás del mostrador, observando avanzar la procesión hasta la puerta trasera. Campbell, una vez la hubo cruzado, se paró en seco y los otros dos pasaron al otro lado del mostrador.

– Señor Farnum -comenzó Chapline-, considerando que nuestra biblioteca legal todavía no ha llegado, que no se ha construido una celda decente, y que el pueblo le ha conferido autoridad para resolver disputas menores, la señorita Merritt le pide que lo haga ahora con su caso, de modo que se le evite la innecesaria medida de hacerle pasar un tiempo indeterminado en esa mina abandonada.

– Bueno, no sé -replicó Farnum-. En cierta forma, eso depende del marshal. De si él piensa que los cargos contra ella requieren o no de esos libros de derecho. ¿Marshal?

Campbell relajó los brazos que hasta entonces cruzaba sobre su pecho y carraspeó. Antes de que pudiera responder, Chapline intervino:

– La señorita Merritt no tiene intención de negar su parte de culpa, pero tampoco se considera una criminal tan peligrosa como para ser encarcelada de manera indefinida. Tal vez será mejor que lean esto y después decidan. Es un artículo que ha escrito para su diario, y creo que su imparcialidad habla por sí sola.

Farnum se quitó el delantal blanco y lo dejó sobre el mostrador con toda la solemnidad propia de un juez vestido con su toga negra. Campbell se situó detrás del alcalde y los dos leyeron el artículo juntos. Cuando terminaron, se cruzaron una mirada y durante algunos segundos permanecieron en silencio, como esperando que el otro tomara la palabra. Una vez más, fue Chapline quien intervino:

– Como verán, la señorita Merritt no está, ni mucho menos, negando el papel que ha desempeñado en el desdichado incidente de esta mañana; de hecho, está dispuesta a confesarlo a todo el pueblo en su propio periódico. Caballeros, si me permiten, la señorita Merritt ha aceptado contestar a algunas preguntas y luego ustedes podrán tomar la decisión que crean conveniente.

– De acuerdo -dijo Farnum- adelante. No veo nada de malo en escucharla.

Chapline repitió el breve interrogatorio, que concluyó con la promesa de Sarah de pagar todos los daños, incluyendo las facturas médicas de True y del marshal Campbell, si las hubiera, y las multas que se le impusieran; también estaba dispuesta a pagar las tasas para obtener las licencias que hicieran falta y a suspender toda publicación hasta que la imprenta se hallara a cubierto y en propiedad privada. En ese sentido, Chapline les pidió que consideraran que ella tenía una propiedad valiosa en medio de la calle, expuesta a los elementos y que requería de su inmediata atención.

Ante la mención de este punto, Noah se movió nervioso. Miró por un instante los rostros curiosos que observaban y escuchaban atentamente y comprendió que todo lo que allí estaba ocurriendo pasaría de boca en boca a lo largo y ancho del cañón con más rapidez que una epidemia de viruela. Ningún testigo de aquella conversación pensaría que Noah tenía derecho a mantener a aquella mujer encerrada en un agujero, ahora que quedaba claro que nada de lo ocurrido había sido provocado intencionadamente, y cuando se había puesto a merced de la ley y estaba dispuesta a pagar las multas o sanciones que se le impusieran. Sin embargo, nada de eso era tan determinante como el hecho de que Sarah fuera una mujer soltera sin ser una prostituta… un hecho extraordinario en Deadwood. Noah lo podía pasar muy mal para explicar los motivos del encarcelamiento a veinticinco mil mineros ávidos de mujeres.

¿Dónde diablos estaba la imprenta? A Noah, por un momento, se le ocurrió la idea de encerrarla para ganar tiempo para encontrarla.

– ¿Y usted que opina, marshal? -le estaba preguntando el alcalde.

– Lo que ha sucedido hoy es algo muy serio.

– Sí, así es, pero creo que en este caso el tribunal legítimo sería indulgente. Después de todo, es una mujer y esa mina no es lugar para encerrar a un miembro del sexo débil.

– ¿Cómo y cuándo va a pagar?

– Aquí y ahora -intervino Sarah; Introdujo una mano en el bolsillo izquierdo de su falda y extrajo de él su bolsito de ante lleno de oro en polvo-. Sólo tiene que decirme cuánto debo pagar.

Sus ojos y los de Campbell se encontraron. Aquella mujer tenía una forma desconcertante de mirar a un hombre a la cara. El marshal tuvo el presentimiento que ella había percibido su oculto deseo de que no tuviera el oro en polvo a mano. Fue el primero en apartar la mirada.

– Lo que usted diga, alcalde -dijo Noah de mala gana.

Farnum le impuso una multa de veinte dólares por alteración del orden público y otra de diez por la puesta en funcionamiento de un negocio sin la licencia correspondiente. Señaló que confiaba en que Sarah pagaría la factura del médico y le indicó que podía arreglar ese asunto con Turley al día siguiente. Tras pesar el oro, incluyendo el valor de diez dólares adicionales en concepto del primer trimestre de una licencia para la utilización de un taller de impresión, Sarah guardó su bolso y tendió una mano a Farnum.