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Se quitó las gafas, le devolvió la prueba y sonrió.

– Creo que nos llevaremos bien, señor Bradigan.

Sarah se pasó la mañana organizando la oficina y recibiendo a la gente del pueblo que entraba para darles la bienvenida a Deadwood a ella y al diario. Josh volvió de su distribución de ejemplares pidiendo más, así que él y Patrick pusieron otra vez la imprenta en funcionamiento, mientras Sarah iba a ver a Lawrence Chapline y al doctor Turley. Pagó al médico y se enteró de que True Blevins se recuperaba satisfactoriamente. Luego fue al banco de Elias Pinkney a retirar algo de oro en polvo y a acordar el texto del anuncio en el diario.

Cuando él la vio entrar saltó de la silla situada detrás de su escritorio y salió a su encuentro con una mano extendida.

– Señorita Merritt, bueno, bueno, qué agradable sorpresa tenerla de nuevo por aquí.

– Gracias, señor Pinkney. -Su nombre era verdaderamente apropiado [2]: sus mejillas, cabeza y boca eran tan rosadas como el vientre de un bebé; más rosadas cuanto más tiempo pasaba sonriendo y adueñándose de la mano de Sarah.

– Todos hablan del primer número de su periódico. Estamos muy orgullosos de tener por fin uno en Deadwood. Y por supuesto también lo estamos de tenerla a usted entre nosotros.

– Tengo entendido que debo agradecerle a usted que todo ello haya sido posible.

– Es un gran placer para mí poder serle útil.

Sarah soltó la mano del banquero con energía.

– El local es ideal y querría conservarlo a toda costa. Puedo alquilarlo o comprarlo.

– Pase, señorita Merritt. -La tomó de un brazo con firmeza-. Por favor, siéntese. -Se concentró en los ojos de ella como si fueran estanques de agua azul y él un hombre que acabara de realizar trabajos forzados durante todo un día a treinta y ocho grados. Por un momento, Sarah se lo imaginó desvistiéndose y preparándose para zambullirse. La imagen le resultó repugnante. Era un hombre rechoncho, de manos lampiñas, rosadas y femeninas que armonizaban con su rostro lampiño, rosado y femenino.

– El alquiler, señor Pinkney. -Adoptó su aire más profesional-. Me gustaría que hablásemos del alquiler.

– Oh, no hay prisa. -Desechó el asunto con un ademán y se reclinó-. Su diario es la comidilla del pueblo. Está muy bien hecho. Muy bien hecho.

Aquella manía de repetirlo todo la sacaba de quicio. Sarah consideró responder: «Gracias, gracias». En lugar de eso, optó por decir:

– He contratado unos buenos ayudantes… el señor Bradigan y Josh Dawkins. Sin ellos, me temo que no habría podido imprimir la primera edición con tanta rapidez.

– ¿Con qué frecuencia se propone publicar?

– Dos veces a la semana.

– Ah… interesante. Muy interesante. -Se inclinó tanto que ella percibió las bocanadas de su aliento. Olía a ajo, y Sarah se preguntó si mascaría habitualmente.

– Pensé que tal vez podríamos redactar el texto de su anuncio, ya que estoy aquí.

– ¡Por supuesto! ¡Por supuesto! -respondió él con entusiasmo. Cuando hablaban de negocios, sonreía tanto y la atendía con tal servilismo, que Sarah se sentía agobiada. Mencionó el tema del local tres veces más, pero él evitó fijar un precio. Aunque tenía un empleado para ello, Pinkney retiró personalmente el oro en polvo de Sarah de la caja de seguridad y le tocó la mano cuando le devolvió el bolsito de cuero. Sarah a duras penas contuvo el impulso de retroceder, pero le agradeció con cortesía el trato dispensado y le deseó un buen día.

– Un momento, señorita Merritt -le dijo agarrándola con su mano rolliza por el codo. Ella adivinó instintivamente loque le iba a pedir y se devanó los sesos buscando una salida cortés-. Me preguntaba si alguna noche me concedería el honor de invitarla a cenar.

– Se lo agradezco, señor Pinkney, pero tengo mucho que hacer estos días; he de poner a punto la oficina y familiarizarme con el pueblo. Aún no tengo un lugar decente donde vivir.

– Tal vez yo pueda hacer algo al respecto.

– Oh, no, por favor, no más favores. La gente del pueblo podría tomarlo a mal, habiendo listas de espera tan largas.

– Poseo muchas propiedades en este pueblo, señorita Merritt. ¿Dónde le gustaría vivir? Estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo.

«Y todo lo que tengo que hacer es cenar contigo y dejar que me acaricies la mano y me eches tu aliento a ajo en la barbilla» (ésa era la altura que alcanzaba su boca).

– Gracias de nuevo, señor Pinkney, pero esperaré mi turno. En realidad, el hotel no está tan mal.

Sonrió y le tendió la mano. Ella se la estrechó con un cierto asco y él la retuvo en su palma húmeda.

– La invitación sigue en pie.

Al dejar el banco, Sarah se dio cuenta de cómo estaban las cosas. ¡Pinkney la estaba sobornando! Alquiler gratis y un lugar para vivir, y todo lo que ella debía hacer era someterse a sus atenciones. Su cara se enrojeció de ira. ¡Por Dios, era igual que Campbell! Sólo disimulaba sus sucias intenciones tras una fachada de gentileza y cortesía.

No se iba a engañar ahora con respecto a sí misma y a su belleza. Era una mujer fea, con una nariz demasiado larga, demasiado alta, y más inteligente de lo que muchos hombres deseaban en una compañera. Pero, después de todo… era una mujer. No hacían falta otros requisitos en un pueblo tan falto de sexo femenino como Deadwood. A algunas mujeres les habría encantado aquella situación. Sarah se sentía insultada. ¡Si la escasez de mujeres era el único motivo por el que los hombres de aquel pueblo se fijaban en ella, entonces se podían ir al infierno!

Regresó indignada a la oficina del periódico y apenas había recobrado el aliento cuando la puerta se abrió y por ella entró el marshal Campbell.

Sarah supo enseguida que había leído el editorial.

Lo miró mientras se aproximaba con pasos largos y decididos. Evidentemente no deseaba mantener una conversación.

– Su licencia -dijo sin más, dejándola caer sobre una mesa donde ella había empezado a ordenar los grabados de madera:

– Gracias.

– Asegúrese de colgarla en la pared.

– Lo haré.

No había terminado de pronunciar las dos palabras y él ya se encontraba en mitad de la habitación, en dirección a la puerta, que cerró violentamente al salir. Ni «Buenos días, señorita Merritt», ni un saludo a Patrick o a Josh, sólo «¡clank, clank, cuelgue esto, clank, clank, bang!».

Sarah, Josh y Patrick estaban aún intercambiando miradas de sorpresa cuando la puerta se abrió de nuevo y Campbell volvió a entrar furibundo. Caminó medio metro, se detuvo y apuntó con un dedo a Sarah.

– ¡Me debe un sombrero, señorita!

Al salir, la tapa del reloj se abrió con el portazo.

– Debe de haber leído el editorial -comentó Patrick.

– ¡Mejor! -exclamó ella, al tiempo que extraía dos bloques de madera con tal violencia, que hizo saltar otros dos fuera de la caja. Con un andar tan exasperado como el de Campbell, pasó junto al reloj, cerró la tapa de vidrio, continuó hasta su escritorio, juntó lo que necesitaba y se dirigió a la puerta-. Tengo que hacer unas gestiones. Estaré de vuelta en un par de horas.

¡Estaba hasta la coronilla de los hombres de aquel pueblo!

Entró en la Tienda de Tatum y se encontró con media docena más observándola atontados mientras avanzaba hacia los sombreros a mano derecha. El dueño de la tienda se le acercó. Parecía un castor, con sus dientes prominentes, su nariz chata y algo encogida, y su espeso pelo, que le nacía casi en las cejas y que peinaba hacia atrás con gomina. Su sonrisa era ancha y agradable.

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[2] Juego de palabras entre pink y Pinkney. En inglés, pink significa «rosa o rosado». (N. de la T.)