– ¿Señorita Merritt?
– Sí.
– Soy Andrew Tatum. Muchas gracias por el periódico.
– De nada, señor Tatum. Espero que le haya gustado.
– Muchísimo, y nos alegra tenerla en el pueblo.
– Gracias.
– ¿Está interesada en un sombrero?
– Sí, lo estoy.
– Lamento tener que decirle que no vendemos sombreros para señoritas.
– No es para mí. Es para un hombre.
– ¿Un sombrero de hombre? -repitió, asombrado.
– Así es.
– ¿De qué color?
– Negro… no, marrón. -Ni loca le compraría el color que a él le gustaba.
– ¿Qué talla?
– ¿La talla? -No había pensado en eso. Talla de asno, a juzgar por su actitud-. Es para el marshal Campbell. -Seis pares de orejas se volvieron hacia ella desde todos los puntos de la tienda.
– Ahhhh… -Tatum se frotó la punta de la nariz-. Yo diría que Noah usa un siete y medio.
– Bien.
– Éste de aquí… -cogió uno y metió un puño dentro, señalando sus características con la otra mano- se llama Jefe de las Praderas y no hay hombre en la tierra que no se sintiera orgulloso de poseerlo. Viene directamente de Filadelfia. Es un J. B. Stetson, cien por cien pelo de nutría, con cinta y forro de seda. La copa tiene once centímetros y el ala diez. Pero fíjese… sólo pesa ciento setenta gramos… -Sosteniéndolo por el ala, lo hizo rebotar-. Sin embargo, protege del sol y de la lluvia y es lo bastante fuerte para ser usado como látigo, de almohada, para dar de beber a un caballo o avivar un fuego al aire libre. -Hizo la demostración, ilustrando los diversos usos del Stetson-. Creo que Noah estaría más que satisfecho con un sombrero como éste.
– Bien. Me lo llevo. -Todos en la tienda estaban boquiabiertos. Sarah deseó que Tatum bajara la voz y buscara de una vez su balanza para pesar el oro.
– ¿No quiere saber el precio? -preguntó él, gritando lo suficiente como para que lo escuchara el propio J. B. Stetson en Filadelfia.
– ¿Cuánto?
– Veinte dólares.
¡Veinte dólares! Sarah disimuló su estupor y acompañó a Tatum junto a la balanza, donde él pesó veintiocho gramos y medio de oro mientras comenzaban los murmullos entre sus clientes. Cuando la compra se dio por finalizada, Sarah preguntó:
– ¿Puede hacérselo llegar, señor Tatum?
Tatum pareció desconcertado.
– Bueno, supongo que sí; Noah debe de estar ahora en su oficina. Está muy cerca.
– Muchísimas gracias. Le agradecería mucho que se lo acercara por mí. Mañana, si le parece bien.
– ¿Y quién le digo que se lo envía?
– Dígale que la señorita Merritt siempre paga sus deudas.
– Así lo haré, señorita Merritt. No lo dude.
Al dejar la tienda, Sarah sabía que estaba ruborizada y se disgustó consigo misma. Deseó ser un hombre. Únicamente los hombres podían esperar cierto grado de anonimato en ese pueblo de machistas. Ella, además de una mujer, era la editora del periódico local, y ambas cosas la hacían casi famosa en aquel pueblo. Sabía que la noticia de que la editora del Chronicle le había comprado un sombrero al marshal, después de que éste la tuviera encerrada en una mina abandonada se extendería rápidamente. Se iba a hablar mucho de aquel asunto. ¡Bueno, pues que se hablara! Ella conocía el motivo perfectamente. Simplemente deseaba que las cuentas quedaran saldadas entre ellos para que él no pudiera reprocharle nada, para que no quedara nada pendiente entre ellos.
Cuando llegó a Rose's, su estado de ánimo no había mejorado mucho. Esta vez, la puerta estaba cerrada y tuvo que llamar. Flossie contestó.
– ¿Qué quieres?
– Quiero ver a mi hermana.
Flossie dirigió una despectiva mirada a la boca apretada y el sobrio atuendo de Sarah y luego señaló con el pulgar por encima del hombro.
– Está al fondo.
Sarah cruzó el pasillo central, dejó atrás la cocina y encontró a Addie amontonando ropa interior seca de un tendedero en un patio interior cuadrado. El área estaba cercada por una tosca valla y contenía toneles de agua y un inmenso montón de leña apoyado contra la parte posterior del edificio. El cabello de Addie estaba húmedo y llevaba una bata verde descolorida. Sarah la contempló por un instante y bajó cuatro escalones de madera que daban al patio antes de hablarle.
– Hola, Addie.
Addie miró por encima de su hombro antes de volver a su tarea.
– ¿Qué quieres? -preguntó malhumorada.
– Te he traído un ejemplar del primer número de mi periódico.
– Ya he oído hablar de él.
– Es muy parecido al de papá. Los mismos tipos y la misma compaginación. Pensé que podría traerte buenos recuerdos.
Addie descolgó la última prenda y la dejó caer en un canasto de mimbre. Cogió el canasto y pasó junto a Sarah camino de los escalones.
– Puedes quedarte con tus recuerdos y con tu periódico.
– Addie, por favor, ¿por qué estás tan resentida?
Addie se detuvo en la puerta, mirándola desde arriba.
– Me sorprende que vengas por aquí, una editora engreída como tú. ¿No te preocupa tu reputación?
– Es la tuya la que me preocupa.
– Eso tengo entendido. Has estado escribiendo editoriales.
– Sí, uno. Quiero que lo leas. -Le ofreció un ejemplar del Chronicle.
– Déjame en paz -respondió Addie mientras entraba en el edificio y cerraba la puerta.
Sarah se quedó mirando la puerta unos minutos, luego bajó la vista al ejemplar del Chronicle. Era la segunda vez en dos días que le habían dicho que se quedara con su periódico. Suspiró y dejó caer los hombros. ¿Por qué luchaba? ¿Por una hermana que deseaba continuar siendo una prostituta? ¿Por un pueblo sucio y vulgar que ni siquiera le gustaba? ¿Para ser aceptada como una mujer decente por un grupo de hombres que no tenían la menor idea de cómo tratar a una dama?
Lamentaba haber venido. Lamentaba haber encontrado a Addie. Lamentaba haber dejado St. Louis. Desilusionada y muy, muy cansada, volvió al interior del burdel, dejó el periódico sobre una de las mesas del recibidor y se marchó en silencio.
Capítulo Seis
Noah Campbell había leído el editorial de Sarah. Lo había leído, y había deseado ir a la oficina del periódico y pasarla por la prensa unas cuantas veces. Aquella maldita mujer era un verdadero dolor de cabeza… y para el caso, de ojo, de labio y de oído. Uno estaba negro y azul, el otro hinchado y el último perforado, todo gracias a Sarah Merritt. Y para colmo, no se contentaba con que le agredieran en plena calle, ahora lo atacaba por escrito. ¡Alrededor de ciento cincuenta hombres entraban cada noche en uno de esos prostíbulos y lo escogía a él, Noah Campbell, el marshal de Deadwood, para mostrarlo como ejemplo del mancillador de virtudes!
Por dos centavos, podía utilizar aquel periodicucho para encender la estufa de su oficina, pero si lo hacía, se tendría que enfrentar a su madre. Si Carrie Campbell se enteraba de que el pueblo tenía su propio periódico y Noah no le había llevado un ejemplar al Spearfish, habría problemas. Y él tenía que salir hacia el valle uno de aquellos días, tal vez el día siguiente.
Entretanto, tenía que designar a alguien para que lo sustituyera durante su ausencia. Era un viaje de unos treinta kilómetros, pero había decidido quedarse a pasar la noche y hacer una corta visita a su familia.
A la mañana siguiente de ser el protagonista principal de la asquerosa columna de Sarah Merritt, Noah estaba charlando con el joven Freeman Block con la intención de nombrarlo su sustituto, cuando Andy Tatum entró en su oficina con un sombrero puesto y otro en la mano.
– Noah… Freeman -saludó Andy-. Qué buen tiempo hace, ¿eh?
– Sí -dijo Noah-. Tan bueno que pienso irme mañana a Spearfish y dejar a Freeman a cargo de esto.