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Freeman sonrió y señaló el Stetson marrón.

– ¿Y eso?

Andy emitió una risita ahogada y, sin que eso fuera en absoluto necesario, limpió con los nudillos la copa del sombrero.

– Es para Noah. De la nueva dama del pueblo. -Le entregó el sombrero.

Noah se quedó paralizado. Adoptó una expresión incrédula.

– Es para tí -repitió Andy. -Cógelo.

Noah se inclinó hacia delante en la silla y cogió el sombrero con reticencia.

– ¿Te he entendido bien? ¿Lo manda la Merritt?

– Así es. Me pidió que te dijera que ella siempre paga sus deudas.

Noah miró el sombrero como si le pudiera morder.

– Es un sombrero de primera -añadió Andy mientras se subía los pantalones.

– Se nota.

– Vale veinte dólares.

Freeman silbó. Andy se estaba divirtiendo.

– Ni se inmutó cuando le dije el precio. Bueno ¿no vas a probártelo?

Noah se lo puso con mucho cuidado, utilizando ambas manos.

– Es de tu medida -comentó Freeman.

– Y te queda muy bien -declaró Andy.

– Muy elegante -dijo Freeman-. Ojalá yo tuviera una mujer que me regalara sombreros.

– Eh, esperad un momento. No hay nada entre ese palo de escoba y yo.

– ¿Alguna vez una mujer te ha regalado un sombrero a ti, Andy?

– No. Lo máximo que una mujer me ha regalado es una infección ya sabes dónde. Por supuesto, Noah ya no tendrá que preocuparse por eso, ya que ahora se mantendrá alejado del páramo.

Andy y Freeman rieron con malicia. Noah los miró contrariado.

– Ahora, escuchadme: no empecéis a difundir rumores sobre Sarah Merritt y yo. Demonios, si no podemos estar en la misma habitación sin un par de látigos.

– ¡Difundir rumores! Había media docena de hombres en mi tienda cuando ella entró, escogió ese sombrero y dijo bien claro que te lo enviara. ¿Quién está difundiendo rumores? Te digo que le gustas, Noah. Apostaría algo a que es así. ¿Cuántos hombres supones que hay en estos cañones? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? Y unas dos docenas de mujeres, lo que le permite a esa editora elegir entre unos cuantos. ¿Y a quién le compra un sombrero? A Noah Campbell.

– Debe de ser por su estrella de latón brillante -intervino Freeman, sonriendo.

Noah se quitó el sombrero y lo arrojó sobre el escritorio.

– ¡Maldición, Freeman, no te pases de listo!

Andy le guiñó un ojo a Freeman.

– Yo creo que es por el bigote peludo. A algunas mujeres les gustan esas cosas. Nunca he entendido como a un hombre le puede gustar llevar colgado un estropajo bajo su nariz, pero hay gente para todo. -Freeman observó el labio superior del marshal con fingida seriedad.

– Así que piensas que es el bigote, ¿eh? Yo he oído algo acerca de lo que pasó en Rose's la primera noche que esa mujer llegó al pueblo y…

Noah se puso en pie de un salto y señaló la puerta.

– ¡Maldita sea, Freeman! ¿Quieres ser mi sustituto o no? ¡Porque puedo encontrar a muchos otros dispuestos a serlo!

– Claro que sí, Noah. Claro que sí. -Freeman arrugó el entrecejo, todavía sonriendo para sus adentros.

– ¡Entonces cierra el pico!

– Claro, jefe.

– Y Andy, me importa un comino lo que tus clientes oyeran en la tienda. Esa mujer y yo nos llevamos tan bien como el agua y el aceite.

– Como usted diga, marshal. Haré todo lo posible por acallar los rumores.

Cuando se quedó solo, Noah comenzó a pasearse ruidosamente por la oficina; dio una patada a una silla y contempló con ira el sombrero, aún sobre la mesa. Si fuera cualquier otra mujer, con cualquier otro oficio, con cualquier otro temperamento, podría interesarle. Dios sabía que aquél era un lugar muy solitario. ¡Pero aquella flaca alta y cuatroojos, con su lengua maliciosa y sus mordaces editoriales! Prefería seguir yendo a Rose's, gracias. Pero se pondría el sombrero. ¿Por qué no? Se lo había ganado.

Lo cogió, moldeó el ala a su gusto y se lo puso. En un rincón, tirada en el suelo, había una alforja. Sacó un espejito y se miró. Le quedaba bien. Le quedaba muy bien, si de algo valía su opinión. Sus ojos descendieron del sombrero al ojo negro, luego a la nariz puramente escocesa y al tupido bigote que se alisó con la mano libre.

¿Qué demonios tenía de malo llevar bigote?

Al día siguiente, Noah alquiló un coche con asientos tapizados y mucho espacio para las piernas… el más cómodo de los que tenía Flecek en su cochera de carruajes de alquiler. En él, Noah y True Blevins partieron hacia el valle Spearfish.

Durante el camino charlaron acerca del maravilloso clima otoñal, del tratado de paz que por fin habían firmado los indios, del alto valor comercial del forraje animal en los cañones y del placer de mascar tabaco. True cogió un rollo fresco y le ofreció un poco a Noah.

– No, gracias.

Viajaban cómodamente, disfrutando del día agradable, el cielo azul, la paz. La ruta que seguían los llevaba a lo largo del arroyo Deadwood hacia el nordeste, fuera del cañón; luego giraban al noroeste, bordeando la ladera de las Montañas Negras a través de colinas cubiertas de pinos y abetos, donde rápidos arroyos fluían sobre piedras marrones, brillantes y resbaladizas. Junto a ellas florecían sauces con hojas de color damasco. Grosellas y serbales silvestres brillaban maduros bajo el sol otoñal y urracas de pico negro volaban entre ellos, produciendo repentinos destellos blancos.

Tras un prolongado silencio, Noah dijo pensativo:

– Eh, True.

– ¿Qué?

– ¿Qué opinas de los bigotes?

– ¿Bigotes?

– Sí.

– Diablos, yo llevo, ¿no? ¿Qué supones que opino de ellos?

– No, quiero decir, ¿crees que a las mujeres les gustan?

– ¿A las mujeres? ¿A qué viene esa pregunta?

– Bah, maldita sea, olvídalo.

True escupió y luego se pasó el brazo por la barbilla.

– ¿Algo te preocupa? ¿Es esa editora quizá?

– Ajá.

– Te dije que tuvieras cuidado con ella.

– Sería la última mujer en la que me fijaría. Demonios, ¿leíste el editorial de su periódico? Dice abiertamente que el marshal de Deadwood es el primer hombre con quien se encontró a la puerta de Rose's en su primera noche en el pueblo.

– ¿Y eso te preocupa? No hay un sólo hombre en todo el cañón que no frecuente el páramo.

– Ya.

– Yo pensaba ir en cuanto descargara la caravana, pero después de pasar por la consulta de Turley se me fueron las ganas.

Siguieron el viaje en silencio, hasta que de pronto True preguntó:

– Y ¿qué me dices de su hermana, la tal Eve?… ¿te has acostado con ella?

– ¿Y quién no?

– Demonios, esas dos sí que no se parecen en nada, ¿verdad? Esa Eve, es suave donde una mujer ha de serlo. Y su cara no está tan mal.

Noah le dirigió una sonrisa. True acababa de dar en el clavo.

– He estado pensando… -Se interrumpió y se quedó callado tanto tiempo que True tuvo que preguntar:

– ¿Qué?

– Bah, nada. Mujeres. Ya sabes… las de la otra clase. ¿Alguna vez lo has hecho con alguna por la que sintieras algo?

True estiró las piernas y pasó su brazo por detrás del respaldo de Noah. Contempló las colinas al frente y sus ojos azules se tornaron ausentes.

– Sí, claro que sí. Cuando tenía dieciocho años. Había una chica que quería casarse conmigo a toda costa… se llamaba Francie. Por aquel entonces yo transportaba carga para el Ejército entre Kansas y Utah, mientras se intentaba someter a esos mormones testarudos. Ella era mormona. Te juro que llegué a considerar la posibilidad de convertirme a esa religión.

– ¿Y qué pasó?

– Su familia la había prometido a uno de los suyos. Cuando se casaron, él ya tenía otras dos esposas. Te lo juro, Noah, nunca me recuperé totalmente de aquello. Diablos, ella me amaba. Decía que me amaba. Y yo también la quería, pero luego va y hace una cosa así, casarse con un hombre tan viejo como Matusalén que ya tenía su harén repleto de esposas. Te aseguro que a partir de entonces, nunca más he creído en la honestidad de una mujer.