Cuando Carrie acabó de leerlo, dijo:
– Es una mujer inteligente y honesta. Te conviene.
Noah casi se ahoga con el estofado de cordero.
– ¡Por Dios, mamá!
– Ya sabes que no tolero maldiciones en la mesa. Te estás haciendo viejo y lo sabes. ¿Cuánto tiempo crees que durará una mujer soltera antes de que otro te la arrebate?
– ¡Que se queden con ella!
– Tu padre pensaba lo mismo de mí la primera vez que me vió. Yo me reí de su pelo rojo y su cara pecosa y le dije que parecía una sartén después de estar todo un día bajo la lluvia. Seis años más tarde estábamos casados.
– Ya te lo he dicho, mamá, esa mujer es como un caso grave de urticaria. Está convirtiendo mi vida en un calvario.
– La próxima vez que vengas, tráela contigo. Si tú no la quieres, tal vez tu hermano esté interesado en ella.
– ¡No la traeré aquí! ¡Ni siquiera me gusta!
– De acuerdo, entonces iré a verla la próxima vez que vayamos al pueblo.
– ¡No te atreverás!
– ¿Por qué no? Quiero cuidar de algunos nietos antes de morir.
Noah puso los ojos en blanco.
– ¡Jesús! -masculló.
– ¿No te he dicho que no quiero que juréis en la mesa?
– Mamá tiene razón -intervino Arden-. Si tú no la quieres, a mí podría interesarme.
– Pero, ¿Se puede saber qué te pasa? Hablas como si ella fuera la última costilla de cerdo en la bandeja y todo lo que tuvieras que hacer para conseguirla es alargar el brazo y pincharla con el tenedor.
– Bueno, me vendría bien una esposa. Quiero una granja propia -respondió Arden-. Y ahora que ya se ha firmado el Tratado Indio, una mujer debería estar entusiasmada con la idea de vivir aquí.
– Entonces, será mejor que te vayas al pueblo y te pongas en la cola, porque la mitad de los hombres de Deadwood no le quita los ojos de encima. Aunque, si yo fuera tú, no me haría demasiadas ilusiones. Por la forma en que trabaja con esa imprenta, dudo que sea una mujer de las que aspira a convertirse en la esposa de un granjero. Además, es mayor que tú.
– ¿No habías dicho que no sabías su edad?
– No la sé, pero la intuyo.
– Dijiste veinticinco.
– Más o menos, sí.
– Bueno, yo tengo veintiuno.
– ¡Eso es lo que he dicho! Es mayor que tú.
– ¿Y qué?
¡Era la conversación más odiosa y absurda que Noah había sostenido jamás! ¿Qué le importaba que su madre fuera al pueblo y conociera a Sarah Merritt, o que Arden hiciera lo mismo y la pinchara con su tenedor? ¡Que hicieran lo que les diera la gana! Él, por su parte, se mantendría tan alejado de esa mujer como le fuera posible.
Y lo consiguió hasta tres días después, el primer lunes de octubre, día en que, tal y como lo prescribía la nueva política de organización, estaba previsto que se celebrase la primera sesión del Concejo Municipal. La reunión estaba proyectada para las siete de la tarde en el teatro de Jack Langrishe. Como a las nueve, el teatro había de quedar libre para la compañía teatral, los miembros del Concejo estaban presentes en el local a las seis y cincuenta y cinco, con la esperanza de tratar todos los asuntos en las dos horas previstas.
Noah estaba de pie en el pasillo central, entre las hileras de sillas, con los brazos cruzados, aguardando a que se diera por comenzada la sesión, escuchando una conversación entre George Farnum y otros. El tema, como siempre, era el Tratado Indio y la reciente noticia de que los jefes Toro Sentado y Caballo Loco se negaban a acatarlo.
– Cola Pintada prometió a los comisionados que se haría responsable de que Caballo Loco no violara el tratado, pero dice que Toro Sentado tiene un corazón perverso y que nadie puede responder por él.
– El Tratado ya está firmado. Las Montañas Negras ahora pertenecen a los Estados Unidos.
– Eso no detendrá a Toro Sentado. Le hemos arrebatado sus últimas tierras sagradas.
– Entonces es nuestro deber convencer a los poseedores de grandes capitales del este de que inviertan en estas montañas. Así serán ellos los que presionen al gobierno federal y exijan protección militar. Aunque a mí aún me preocupa más que…
Noah contempló el pasillo y perdió el hilo de la conversación.
Sarah Merritt avanzaba hacia el grupo con su libreta apretada contra las costillas.
Cuando los ojos de ambos se encontraron, ella aminoró el paso. Posó su mirada fugazmente en el Stetson nuevo y prosiguió su camino hacia el grupo de hombres.
– Con permiso, caballeros -dijo, pasando a unos pocos centímetros del pecho del marshal en dirección al pequeño estrado del auditorio.
Tomó asiento en la segunda fila, junto a un minero cuyo nombre Noah no pudo recordar. El hombre alzó la cabeza y se puso en pie de un salto cuando ella lo saludó con un movimiento de cabeza, luego se volvió a sentar y se quedó boquiabierto observando el perfil de la mujer. Noah clavó su mirada en la nuca de Sarah mientras ella abría la libreta, sacaba pluma y tintero, se ponía las gafas y se sentaba derecha como una cigüeña, esperando. Llevaba el mismo conjunto marrón anticuado de siempre y el pelo recogido en un moño que sobresalía no más que una nariz en la parte posterior de su cabeza. Un peinado serio y remilgado para una mujer seria y remilgada. Noah echó un vistazo al teatro y advirtió con irritación que la mayoría de los hombres la miraban embobados, como si fuera un ratón en un cuarto lleno de gatos.
Se abrió la sesión; el marshal ocupó su lugar en la mesa situada al fondo del teatro, junto al alcalde, los concejales y el secretario del Ayuntamiento, Graven Lee, que también era el tesorero en funciones. George Farnum declaró abierta la sesión y comenzaron. Graven anunció los resultados de la elección, incluyendo la conformación del Concejo presente y las ordenanzas del pueblo. Luego pasó al informe de la tesorería y después Noah se puso en pie para dar parte de las nuevas licencias otorgadas, incluyendo la de Sarah Merritt para la creación del primer periódico del pueblo. Evitó mirarla mientras leía sus garabatos, pero sí le echó una ojeada mientras volvía a tomar asiento. Sarah se sentaba con corrección, las gafas algo caídas sobre la nariz, y tomaba apuntes.
Después de su breve perorata, Noah se recostó hacia atrás en la silla, tratando de ignorarla.
Se discutió la posibilidad de convertir las calles valiosas en propiedad municipal. La votación desestimó esta propuesta.
Se votó a favor de una reglamentación de las chimeneas: todas las futuras chimeneas construidas dentro de los límites de Deadwood, South Deadwood y Elizabethtown deberían tener paredes de ladrillo o piedra con un espesor mínimo de diez centímetros y estar completamente empotradas con cal de mortero y cubiertas en su interior con una capa uniforme del mismo material.
También entró en vigor la normativa sobre fuegos: ninguna viruta, heno ni cualquier otro material combustible podría ser quemado en la calle, callejón o vía pública a menos de seis metros de distancia de un edificio, salvo autorización por escrito del Concejo Municipal.
Se suscitó una discusión sobre la fijación del valor de las licencias. Los abogados y carniceros, convencidos del coste excesivo de las correspondientes a sus profesiones, exigieron su abaratamiento, así como el encarecimiento del de los demás negocios puramente lucrativos. Las tasas, finalmente, no se modificaron.
Farnum preguntó si había algún otro asunto que tratar.
Sarah Merritt se puso de pie y se quitó las gafas.
– Señor alcalde, si me permite…
– Señorita Merritt -dijo Farnum, dando a entender que podía hablar.
Los ojos azules de Sarah refulgían llenos de convicción cuando comenzó a hablar.
– Durante la semana que llevo aquí, he percibido varias situaciones que reclaman su inmediata modificación. La primera y, a mi juicio, la más importante, es la falta de una escuela. Me he encargado personalmente de realizar un censo de las familias del cañón y, según mis estimaciones, hay veintidós niños en edad escolar en el área. Es indudable que la educación de estos chicos debe constituir una preocupación básica para todos nosotros. La mayoría de ellos asistían a institutos o escuelas en los lugares de donde vienen. Algunos aprenden con sus madres, pero no todas las madres saben leer y escribir, lo cual traspasa la responsabilidad de su educación formal a los contribuyentes generales del pueblo, a todos. Si a esos veintidós se añaden los seis que aún no han alcanzado la edad escolar, y el bebé de los Robinson, el primero nacido aquí el Día de la Independencia, y cuyo nacimiento, según tengo entendido, llenó de gozo al pueblo entero… salta a la vista que la necesidad de una escuela es apremiante. Además hay que pensar en el futuro. La firma del Tratado Indio ya ha facilitado la llegada segura de la primera diligencia a Deadwood. Si a esto le sumamos la inminente instalación del telégrafo, parece claro que en breve vendrán más familias a establecerse en este cañón. Propongo que se haga el esfuerzo necesario para que la próxima primavera, cuando esa afluencia sea un hecho, Deadwood posea una escuela y se haya contratado a una maestra que se haga cargo.