¿Por qué demonios pensaba en Sarah Merritt otra vez?
La apartó de sus pensamientos. Se sentó, se desperezó, se puso los pantalones y las botas y salió al pasillo a por agua. De nuevo en la habitación, se lavó y se afeitó con agua helada… tan helada que se encogió de frío. Se humedeció el pelo, se hizo la raya al lado y lo peinó inútilmente hacia atrás. Parecía tener voluntad propia. Una vez seco se rizaría en el borde del sombrero.
El olor a carne friéndose y a café recién hecho llegó desde el piso de abajo y la casa se hizo más acogedora. Se oyeron pasos en el pasillo y en las escaleras. Noah se puso una camisa de franela roja, un chaleco de cuero negro y su estrella de marshal; dejó el cinturón con el arma colgando del respaldo de una silla y bajó a desayunar.
De pronto, se detuvo en seco.
Sarah Merritt estaba sentada a la mesa, dando un mordisco a una galleta.
Sus miradas se encontraron y ella bajó la mano lentamente. El resto de los inquilinos se quedaron inmóviles. Sarah miró fijamente a Noah durante unos segundos, tragó la galleta y se limpió los labios con una servilleta.
– Bueno… -El marshal llegó hasta la mesa y se sentó-. Esto sí que es una sorpresa. Buenos días a todos.
– Buenos días -respondieron los comensales a coro, todos excepto Sarah Merritt. El marshal ocupó su lugar habitual, justo frente a ella y estiró una mano para alcanzar la fuente ovalada de carne. Entonces, Sarah murmuró bajito:
– Buenos días.
La señora Roundtree salió de la cocina. Era una mujer rolliza, de cara rosada y con un lunar del tamaño de una semilla de sandía en la mejilla derecha. Dejó una bandeja de patatas fritas sobre la mesa.
– Creo que ustedes dos ya se conocen.
– Sí -replicó Noah-. Nos conocemos.
Sarah preguntó:
– ¿Vive aquí?
– Desde que Loretta abrió la pensión.
Loretta sirvió café a Noah.
– La señorita Merritt se mudó ayer.
– ¿Qué pasó con McCooley? -inquirió Noah, levantando la cabeza mientras el café caía en su taza. El día anterior por la mañana, un hojalatero llamado McCooley había desayunado en la silla que ahora ocupaba Sarah.
– Añoraba a su familia, así que se volvió para Arkansas. pensé que sería agradable tener un poco de compañía femenina por aquí, de manera que le dije a la señorita Merritt que podía alquilar la habitación.
Noah se enfrascó en la tarea de extender mermelada en una galleta y cortar la carne.
– Estábamos comentando la obra que se representa en el Langrishe -dijo Tom Taft, a la izquierda de Noah-. La señorita Merritt dice que está muy bien.
– ¿La ha visto? -preguntó Noah, esforzándose por mostrarse educado.
Sarah siguió su ejemplo y respondió con cortesía:
– Sí. He pensado escribir una reseña de la obra en el próximo ejemplar del periódico, de manera que el mundo exterior se entere de que en Deadwood hay actividad cultural. Después de todo, la compañía teatral de Jack Langrishe es una de las más reconocidas y afamadas de Norteamérica. Creo sinceramente que la puesta en escena de la obra es excepcional. ¿La ha visto, señor Campbell?
– Sí.
Sarah estaba tan sonrojada como él debía de estarlo.
– ¿Qué le pareció?
– Me gustó.
– Bueno, al fin algo en lo que coincidimos.
Sus miradas se volvieron a encontrar mientras él masticaba y tragaba un bocado de comida.
– Tal vez en más de una cosa -musitó Noah.
– ¿Hemos coincidido en algo más?
– En los temas que planteó anoche en la sesión del concejo municipal. Estoy totalmente de acuerdo con usted. Gracias por mencionar la necesidad de una cárcel.
– No tiene nada que agradecerme. Es la verdad.
– Fue muy convincente.
– ¿Cómo no serlo? Conozco el tema bastante a fondo. -Enarcó la ceja izquierda.
– No me sorprendería que se aprobaran todas las propuestas que hizo.
– La historia demuestra que allá donde los hombres llegan primero, ponen las bases de todas las cosas. Detrás llegan las mujeres y las perfeccionan.
Una vez más, la elocuencia de Sarah lo impresionó.
– ¿De veras piensa organizar una recaudación de fondos para la escuela?
– Por supuesto. Empezaré por redactar un editorial sobre la necesidad de un edificio escolar y de un terreno para edificarlo. Si no surge nada, sé a quién pedirle que done el terreno.
– No será fácil -comentó él con un mueca y levantando su taza de café.
– Pero si el Concejo no aprueba la adjudicación de fondos para pagar a una maestra no servirá de nada.
– Supongo que el salario de una maestra es de… ¿cuánto? ¿Cinco dólares diarios más casa y comida?
– Siete, si queremos una buena.
– Creo que podríamos arreglarlo. Las multas y las licencias proporcionan buenos ingresos a la ciudad.
– Sí. Lo he comprobado personalmente.
Para sorpresa de Noah, un ligero destello de picardía brilló en los ojos de Sarah Merritt. Sin las gafas, resplandecían como zafiros a los que se ha sacado brillo. Siguieron comentando el resto de reformas propuestas por Sarah el día anterior: el barrendero, los faroles, las aceras obligatorias normalizadas.
Cuando terminaron de desayunar, Noah se dio cuenta de que habían dominado la conversación excluyendo de ella al resto de los comensales, y que había disfrutado con ella más de lo que le gustaba admitir.
Capítulo Siete
El segundo número del Chronicle tenía ya una extensión de dos páginas. La primera incluía los titulares: «editora del chronicle encarcelada y multada; se espera en breve la llegada a deadwood de una biblioteca de derecho penal completa; se necesita capital para construir bocartes; buenas previsiones para los arroyos beaver, bear y sand; escasez de animales salvajes. bisontes, alces y ciervos retroceden hacia el oeste; nueva fabrica de cerveza en elizabethtown; se estrena dutch lovers en el teatro bella union; divertida y amena representación de flies in the weed a cargo de la compañía teatral langrishe».
El anuncio publicitario de Elias Pinkney figuraba en la segunda página, junto al informe de Sarah sobre la sesión del Concejo Municipal y un editorial acerca de la necesidad de una escuela. En él sugería que si una pequeña parte del oro que entraba en los burdeles del páramo fuera a parar a un fondo para la construcción de la iglesia/escuela, el edificio podría estar construido en poco tiempo. Además, solicitaba que todos los niños se registraran oficialmente en la oficina del Chronicle, de modo que fuera posible la elaboración de un censo oficial.
La actividad se intensificó en la oficina del Chronicle. Los comerciantes acudían para anunciarse en sus páginas. Las madres para apuntar a sus hijos. Los mineros a informar de sus yacimientos. Todos compraban ejemplares.
Octubre empezó mal. Una mañana de principios de mes excepcionalmente fría y nevada, Sarah salía del edificio cuando un jinete montado a caballo se aproximó a ella. Tiró de las riendas y permaneció sentado temblando, manteniendo un precario equilibrio sobre el animal y agarrándose a su cuello.
– Un médico… señorita… necesito un médico.
– Tenemos siete. Rathburn y Alien están en tiendas de campaña calle arriba, a su izquierda. Bangs y Dawson atienden en edificios de madera a su derecha, más adelante. Henry Kice lo hace en una tienda doblando la esquina a la derecha. -No se molestó en mencionar a los otros dos, que se hallaban más lejos-. ¿Puede llegar hasta allí, señor? -El hombre parecía a punto de caer de la montura.
– Gracias -masculló y, tambaleándose, espoleó al caballo.
Sarah lo observó girar a la derecha hacia el local del doctor Henry Kice.