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– Tiene que haber una equivocación. Esto no es una casa particular.

– No, señorita, más bien no.

Ella le vio el rostro por primera vez. Tenía un tupido bigote castaño rojizo, nariz redonda con una ligera hendidura en la punta y ojos grises sonrientes que la escrutaban.

– Venga. Le presentaré a Rose.

Le apoyó una mano en la espalda y ella se resistió.

– ¡No! Ya le he dicho que mi hermana trabaja al servicio de la señora Rose Hossiter. ¡Y, por favor, quite su mano de mi espalda!

Él obedeció, luego retrocedió y la observó con indulgencia sin dejar de sonreír.

– Los nervios de última hora, ¿eh?

– Este lugar es espantoso. Parece un burdel.

Noah Campbell se volvió hacia la mujer de verde y luego hacia Sarah de nuevo.

– Te diré algo. -Su mirada se paseó de forma indolente por su figura-. Soy un tipo bastante convencional… Rose puede responder de mí. No me gusta andarme con rodeos, nada raro, y no más de dos o tres tragos antes de hacerlo. Pago bien, en oro puro, no estoy enfermo ni tengo piojos. Y, me he bañado. Puedes decirle a Rose que has conseguido tu primer cliente. ¿Qué te parece?

– ¿Cómo dice? -Sarah se ruborizó. Sentía la piel del pecho tensa como la que cubre una salchicha y tuvo que recurrir a todo su aplomo para no abofetearlo.

– Entiendo -manifestó él en tono confidencial, cogiéndola del brazo para llevarla hasta Rose-. Es lógico que la primera noche en un local nuevo te ponga nerviosa… pero no es necesario inventar historias acerca de que Adelaide es tu hermana.

– ¡Adelaide es mi hermana! -Se zafó del brazo de un tirón y lo miró con furia-. ¡Y ya le he dicho que no me toque!

Él levantó los brazos con las palmas de las manos abiertas, como si Sarah hubiera desenfundado un revólver.

– De acuerdo, de acuerdo, lo siento. -Su voz denotaba irritación-. Ah, las mujeres, siempre tan quisquillosas. No he conocido en toda mi vida una mujer que no lo fuera.

– ¡Yo no soy de esas mujeres! -replicó, mortificada.

Varios hombres se habían puesto en pie y se acercaron.

– ¡Eh, Noah! ¿qué tienes ahí?

– Guau, es alta… y de piernas largas… me gustan las que tienen las piernas largas.

– Ya era hora de que llegara carne fresca.

– ¿Cómo te llamas, monada?

Uno de ellos, que lucía una barba parecida a la de un macho cabrío, extendió una mano para tocarla y Sarah retrocedió, chocando contra Campbell, que la cogió por los brazos para sostenerla. Ella se apartó de inmediato y se estremeció, reprimiendo el deseo de agacharse y cubrirse con los brazos. Los hombres se aproximaron un poco más. La mayoría eran vulgares y de mirada ávida, labios húmedos y mejillas encarnadas; sus greñas necesitaban un buen corte de pelo, sus uñas una limpieza y sus cuellos ser frotados con agua y jabón. Casi todos eran viejos y descarados, pero había algunos jóvenes, y tan ruborizados como ella.

Al percibir la repentina conmoción, Rose volvió la vista y enarcó una ceja.

– Eh, Noah, ¿dónde la has encontrado? -preguntó uno de los hombres.

– En la calle -respondió Noah-, pero olvídalo, Lewis, esta noche ya está comprometida.

Rose se acercó con una mano en su enorme cadera y los pechos tomándole la delantera como un par de balas de cañón rosadas. Su expresión era arrogante y llevaba el cigarro entre dos dedos. Se abrió paso entre el grupo como un arado lo hace en la tierra, se detuvo frente a Sarah y la observó con frialdad… de arriba abajo… con sus ojos altivos de color ceniza. Dió una larga calada al cigarro, tragó el humo y habló, soltando un denso humo que se elevaba hasta el techo al abandonar su boca.

– ¿Qué tienes ahí, Noah?

– ¿Es usted Rose Hossiter? -dijo Sarah visiblemente alterada.

De cerca, la piel de Rose tenía la textura del requesón y su boca estaba ridiculamente agrandada por el pintalabios. La sombra negra de sus párpados había llegado al lagrimal y formaba gotas negras. Uno de sus dientes estaba partido y su aliento apestaba a tabaco, aunque el olor se confundía con el del perfume a lilas del valle.

– Sí. ¿Quién lo pregunta?

– Sarah Merritt. Soy la hermana de Adelaide.

La mirada penetrante de Rose examinó el sencillo sombrero de fieltro marrón de Sarah y su conjunto de lana de cuello alto, deteniéndose en sus pechos y caderas poco prominentes.

– No necesito chicas nuevas. Prueba en el local de al lado.

– No estoy buscando trabajo. Estoy buscando a Adelaide Merritt.

– No hay nadie aquí con ese nombre. -Rose le dio la espalda. Sarah alzó la voz.

– Me han dicho que se hace llamar Eve.

El comentario hizo que Rose se detuviera en seco.

– ¿Ah sí? -La mujer se giró-. ¿Y quién te lo ha dicho?

– Él. -Respondió al tiempo que se giraba hacia Campbell.

Rose Hossiter dio un golpecito con la uña del pulgar a la boquilla húmeda del cigarro y reflexionó un momento antes de preguntar:

– ¿Para qué la buscas?

– He venido a decirle que nuestro padre ha muerto.

Rose dio una calada y giró sobre sus talones.

– Eve está trabajando. Vuelve mañana por la tarde.

Sarah se adelantó y gritó:

– ¡Quiero verla ahora!

Rose le proporcionó una visión de su ancho trasero y su vulgar tocado de plumas.

– Llévatela, Noah. Ya sabes que aquí no permitimos la entrada a las de su clase.

Campbell cogió a Sarah por el brazo.

– Será mejor que se marche, señorita.

Sarah le golpeó la mano con la bolsa de organdí.

– No vuelva a tocarme, ¿me oye? -exclamó con ojos llorosos de indignación-. Este es un local público, tan público como un restaurante o una caballeriza de carruajes de alquiler. Tengo tanto derecho a estar aquí como cualquiera de estos hombres. -Con un dedo, trazó un semicírculo imaginario que abarcaba a la mitad del grupo.

– Rose quiere que se vaya.

– Me iré cuando sepa con seguridad si mi hermana trabaja aquí y qué hace. ¿Espera que crea que una criada de servicio trabaja a estas horas de la noche? No soy tan ingenua, señor Campbell.

– Chica de servicio, no criada de servicio -aclaró él.

– ¿Hay alguna diferencia?

– En Deadwood sí. Vaya si la hay. Su hermana es una prostituta, señorita Merritt, pero por estos parajes se las llama chicas de servicio. Y a las de la clase de Rose -señaló con la cabeza a la mujer-, las llamamos patronas. Este extremo del pueblo se conoce con el nombre de «el páramo». Y ahora, ¿todavía quiere ver a su hermana?

– Sí -declaró Sarah con obstinación, al tiempo que se alejaba de Campbell para instalarse entre dos hombres malolientes sentados en un horrible sillón color remolacha con brazos de caoba tallada. Uno de ellos olía a sudor seco, el otro a sulfuro. Se sentó muy tiesa, cruzando las manos sobre el bolso de organdí. No era una mujer miedosa ni fácil de amedrentar, pero al pensar que en aquel momento su hermana estaba en una habitación del piso superior, probablemente con un hombre, se le hizo un nudo en la garganta. Los hombres que había a su lado comenzaron a apretarse contra sus muslos y su corazón empezó a latir con violencia.