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El pueblo, según pudo ver por el camino, tenía varios bancos, pero sólo uno abierto al público. Lo encontró con facilidad. Tenía el altisonante nombre de El Emporio del Oro de Pinkney y Sathal, Giros y Cambio para Comerciantes y Mineros. La barroca verborrea de la marquesina también rezaba: «Se Cambian Dólares… Se hacen Préstamos… La Única Caja De Seguridad de Hierro de las Excavaciones… Se Acepta Oro en Polvo para Guardarlo en Lugar Seguro». Sarah esperó hasta que las puertas se abrieron a las ocho y veinte, un horario bastante extraño. Un hombre bajo y sobrealimentado, vestido con un traje negro bien planchado y una corbata larga de nudo corredizo abrió la puerta de doble vidrio y enarcó las cejas al verla.

– Pero bueno, ¿estoy viendo visiones? -Lucía una rosada calva parecida a una ciruela en junio.

– En absoluto. He venido a cambiar unos bonos por efectivo.

– Bueno, adelante, adelante. -La hizo pasar solícito y le tendió una mano-. Mi nombre es Elias Pinkney, a sus órdenes.

La miró con ansiedad, aunque para ello tuvo que levantar la vista.

– Soy Sarah Merritt…

– Señorita Merritt… bueno, bueno…

Una vez más, se vio obligaba a retirar la mano. Pinkney siguió su mano mientras la apartaba, de modo que quedó a un paso de Sarah, que retrocedió un poco.

– Debo admitir que es una sorpresa muy grata. Una sorpresa muy grata.

¿Es que lo tenía que repetir todo?

– Acabo de llegar al pueblo y necesito un poco de oro en polvo para comer algo.

– No necesitará ni un gramo de oro si me permite invitarla a desayunar. Sería un honor para mí. Un gran honor.

La insistencia del hombre desconcertó a Sarah, que no tenía ninguna experiencia en rechazar proposiciones masculinas. Buscó una salida educada.

– Se lo agradezco mucho, señor Pinkney, pero hoy tengo mucho que hacer. Pienso imprimir el primer periódico de Deadwood.

– Un periódico. Esa sí que es una buena noticia. Una muy buena noticia. En ese caso, puedo presentarle a todas las personas importantes del pueblo.

– Gracias, pero no quiero hacerle perder su valioso tiempo. Y necesito oro en polvo, si es tan amable.

– Por supuesto, por supuesto. Venga por aquí.

Sarah advirtió enseguida que, pese al evidente interés por ella, el señor Pinkney era un hombre de negocios astuto. Le cambió un bono de la Wells Fargo por oro en polvo, sin dejar de quedarse con el habitual cinco por ciento de comisión. Sarah guardó el oro en una bolsita de ante y luego ingresó el resto de los bonos en la caja de seguridad del banco, conviniendo en pagar una tasa del uno por ciento por el primer mes de servicio. Antes de marcharse, llegó a un acuerdo con Pinkney, según el cual, en el futuro utilizaría la caja de seguridad sin cargo a cambio de publicidad gratis en su periódico.

– Es usted una mujer con la cabeza en su sitio.

– Eso espero, señor Pinkney. Gracias.

Sarah se hubiera abstenido del apretón de manos de despedida, pero él forzó la situación tendiéndole primero su mano, violando flagrantemente las normas de protocolo. Le sostuvo la mano más tiempo del correcto, escrutándola desde su diminuta altura.

– La invitación a cenar queda pendiente, señorita Merritt. Pronto tendrá noticias mías. Muy pronto.

Con el oro en polvo finalmente en su poder, Sarah salió, respirando más tranquila una vez fuera del banco. Qué hombrecillo tan repugnante. Rico, sin duda, y pulcramente vestido, pero demasiado seguro de que su dinero y su posición social seducirían a la primera mujer soltera que llegara al pueblo. Le alivió haber usado guantes durante la entrevista.

Con el estómago protestando, se detuvo en el primer establecimiento de comidas que encontró, un tosco edificio de madera llamado Restaurante Ruckner. El lugar estaba atestado de hombres que, por turnos, la miraban fijamente, murmuraban, silbaban, pasaban junto a su silla sin motivo alguno, se quitaban los sombreros, hablaban en voz baja con las cabezas juntas y reían. Sin embargo, ninguno se instaló en las mesas cercanas; muy al contrario, dejaron un círculo de sillas vacías a su alrededor.

Un muchacho de unos dieciséis años se acercó para tomar nota de lo que deseaba. Sonreía sin cesar.

– Buenos días, señorita. ¿Qué será?

– Buenos días. ¿Podría ser un filete de ternera? No he probado bocado desde ayer al mediodía.

– Lo siento, señorita, no tenemos carne de vacuno. No hay muchos pastos para el ganado por estos parajes. Pero tenemos carne de bisonte. Es igual de buena.

Pidió un filete de bisonte, patatas fritas, café y galletas, consciente de que cada hombre presente la estaba escuchando. Una vez el chico se hubo alejado, Sarah se puso unas diminutas gafas ovaladas, abrió la libreta, extrajo una pluma y un frasco de tinta de su bolso de organdí y, tratando de ignorar que era observada descaradamente, se dispuso a escribir el primer artículo para el Deadwood Chronicle.

«Un dólar cincuenta en polvo de oro da la bienvenida a la editora del Deadwood Chronicle.» En él citaba a todos aquellos que le habían prestado su ayuda la noche anterior.

Seguía escribiendo cuando llegó su comida.

– Disculpe, señorita. -Un hombre con tirantes se detuvo a su lado con una fuente de humeante comida que despedía un olor maravilloso.

Sarah alzó la cabeza, cerró la libreta y la hizo a un lado.

– Oh, usted perdone. Mmm… tiene un aspecto delicioso.

– Espero que le guste el bisonte. Siento no haberle podido servir ternera. -Dejó la bandeja sobre la mesa y permaneció donde estaba mientras ella tapaba el frasco de tinta y se quitaba las gafas-. Mi nombre es Teddy Ruckner, señorita. Soy el propietario. -Debía de rondar los treinta años; tenía el pelo rubio, hoyuelos en las mejillas y un cierto atractivo juvenil; ojos brillantes y azules y una sonrisa amable que en ningún momento se apartó del rostro de Sarah.

– Señor Ruckner. -Sarah le tendió la mano-. Soy Sarah Merritt. He venido a Deadwood a editar un periódico.

Cuando sus manos se separaron él se quedó donde estaba, secándose las palmas en los muslos y señalando la libreta con la cabeza.

– Supuse que era inteligente cuando la vi escribiendo. Es bueno ver a una mujer por aquí. ¿Dónde establecerá su negocio?

– Aún he de encontrar el sitio adecuado. Por ahora me alojo en el Grand Central.

– Hay una pensión. La de Loretta Roundtree. Podría probar allí.

– Gracias, tal vez lo haga.

Cogió el tenedor esperando que él se fuera… El estómago le dolía de hambre… pero el hombre permanecía allí, haciéndole preguntas, hasta que ella comenzó a sentirse incómoda al ser objeto de tan vehemente solicitud. Aunque no era una mujer propensa al rubor, en esta ocasión no lo pudo evitar. Por fin, él se dió cuenta de que estaba retrasando su comida y retrocedió.

– Bueno, será mejor que la deje comer. Cualquier otra cosa que desee, sólo tiene que avisarme. Hay café de sobra.

Sarah permaneció en el restaurante casi una hora y durante ese tiempo ni un sólo cliente se marchó. De hecho, entraron más; unas dos docenas tal vez… en silencio, con recato, deslizándose como niños para observar a un bebé dormido, fingiendo no prestarle atención cuando era obvio que había corrido el rumor de que ella estaba allí y todos iban a echarle un vistazo. Todas las sillas, excepto las que estaban alrededor de Sarah, fueron ocupadas; a pesar de todo siguieron entrando más hombres y bebiendo café de pie. Las miradas furtivas comenzaban a molestarla. Sarah mantenía la mirada fija en el plato y el artículo, que seguía escribiendo mientras comía. Otros… podía sentir sus ojos… la estudiaban más abiertamente, sin duda evaluándola como la hermana de «Eve», de Roses. Su taza de café no llegaba a vaciarse hasta la mitad, cuando aparecía Teddy Ruckner, el único lo bastante osado para aventurarse tan cerca de ella, y se la llenaba de nuevo. Cuando el plato estuvo vacío y rebañado, apareció con una porción de tarta de manzana seca.