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estaba haciendo pipí… Hemos bebido unos batidos, tisanas…, ya sabes cómo son esas cosas… Ah, aquí está, ya ha vuelto, te la paso.

Las Olas la liberan.

– ¿Hola?

Alex sigue patidifuso en medio de la calle.

– Niki, pero ¿qué pasa? ¿Qué sucede?

– Te lo acaba de decir Olly, ¿no? Tenía que hacer pipí, ¡no podía aguantarme más!

– Perdona, pero… ¿no podías llevarme al cuarto de baño contigo?

– ¿A hacer pipí? ¿Mientras hablamos por el móvil? ¡Guarro! Con el mío también pueden hacerse videollamadas, ya lo sabes… Querías espiarme, ¿eh?

– ¿Yo? Estáis locas. Bueno, me voy a casa. ¿Hablamos luego?

– De acuerdo, cuando llegue a casa te llamo. -Niki cuelga.

Erica la mira sorprendida.

– Eh, pero ¿cuántas veces habláis por teléfono al día?

– Muchas… Muchísimas, cada vez que nos apetece.

– Peor que Giò y yo.

– ¡Sólo espero que a nosotros nos vaya mejor! ¡Sin ánimo de ofender, ¿eh?!

– Estaba segura de que no era ese tipo.

Olly se encoge de hombros, divertida.

– Y yo también.

– Pero ¿qué estáis diciendo? El hecho de que quisieseis oír su voz demuestra que no lo teníais tan claro. Sois unas mentirosas…

Diletta se sienta en el sofá.

– Yo estaba convencida de que era Alex.

– ¿Por qué?

– No sé, era una sensación… Tú no serías capaz de dejarlo de buenas a primeras y empezar a salir con otro.

Niki se hace de rogar.

– ¿Cómo puedes estar tan segura? La gente cambia, vosotras mismas lo habéis dicho. Además, nunca se sabe. ¡Claro que tú también, Olly, podrías haberte inventado algo mejor, no hay quien se trague la historia de las ganas irreprimibles de orinar!

– Pero él se lo ha creído…

– Digamos que ha preferido creérselo…

– ¡Erica!

– Tengo la impresión de que a veces los hombres saben de sobra lo que pasa y disimulan, no quieren aceptar la realidad. Mirad si no lo de Giò: piensa que cuando rompimos yo tuve una historia, pero lo cierto es que jamás he salido con nadie.

– Imagínate si supiese la verdad.

– ¡No se lo creería!

– Sí… Estoy de acuerdo…

– Creo que lo dejarías tan destrozado que optaría por pasarse a la acera de enfrente.

– ¡Olly!

– ¡Claro que sí! Si un hombre descubre que su mujer ha cambiado hasta ese punto, a buen seguro empezará a rechazar de plano al sexo femenino en general. Además, yo no tengo nada contra los homosexuales, al contrario…

– ¿Qué quieres decir?

– ¡Esta noche os he invitado para celebrar algo! ¡Me han aceptado para hacer unas prácticas con un diseñador! ¡Y ésos son todos homosexuales!

– ¡Genial!

– ¿Que sean homosexuales?

– No, ¡las prácticas!

– Sí, estoy muy feliz.

– ¡Fantástico! Felicidades…

Olly se precipita a la cocina, coge una tarta blanca y rosa llena de copos de azúcar, con las siguientes palabras escritas encima con signos de exclamación: «En prácticas… ¡Sin riesgos!», y la coloca en el centro de la mesa de la sala.

Todas se acercan.

– ¿Qué significa?

– Que no correré la suerte de la Lewinsky… ¡Ya te lo he dicho! ¡Mi jefe es marica!

– ¡Eres demasiado, Olly!

– ¡Soy demasiado feliz! Al menos ganaré un poco de dinero y no dependeré exclusivamente de mi madre…

– ¡Pero si esta casa se la debes sobre todo a ella!

– ¡Claro! A ver quién podría permitírsela, si no…

– Míranos a nosotras, vivimos en casa de nuestros padres, seremos unas niñatas el resto de nuestras vidas…

– No, hay una forma de evitarlo -Olly pasa el primer trozo de tarta. Erica lo coge.

– Sí, claro, que nos adopte tu madre y que nos financie.

– Siempre podéis casaros.

– ¡Qué triste!

– ¿Casarse?

Niki se apodera del segundo pedazo.

– No, quiero decir hacerlo con la única intención de salir de casa…

– No sabes cuánta gente lo hace sólo por eso… -A Diletta le corresponde el último.

– De acuerdo, pero debe seguir siendo un sueño… Si se convierte en un mero trámite, ¿qué gracia tiene?

– Sí, tienes razón.

Y esta vez todas están de acuerdo, al menos en eso. Y se comen la tarta hecha con nata y cubierta de unos ligeros copos rosas de azúcar risueñas, pensativas y en silencio, exclamando de vez en cuando «Mmm… ¡Qué rica!»

– Sí… Otro kilo más… Todo aquí…

Con la alegría en los ojos, el futuro incierto, pero con mucha dulzura en la boca y todas con ese pequeño gran sueño en el corazón Una casa propia donde sentirse libres y protegidas. Una casa que decorar, construir e inventar. Una manera de sentirse aún más mayores.

Quince

Noche ciudadana. Noche de personas que se adormecen y de otras que no lo consiguen. Noche de pensamientos ligeros que mecen el sueño. Noche de miedos y de incertidumbres que lo hacen desaparecer. «Noche de pensamientos y de amores para abrir estos brazos a nuevos mundos», como canta Michele Zarrillo.

Un poco más tarde, Niki, divertida y satisfecha, se mete en la cama y manda un sms a Alex: «Hola, amor mío, acabo de volver a casa y me voy a la cama. Te echo de menos.»

Alex sonríe al leerlo y le contesta: «Yo también te echo de menos… Siempre. Eres mi sol nocturno, mi luna de día, mi mejor sonrisa. Te quiero.»

Y todo parece sereno. Una ligera brisa nocturna, alguna que otra nube parece deslizarse sobre esa alfombra azul. Y, sin embargo, la noche no es en modo alguno tranquila.

Más lejos. En otra casa. Alguien no consigue conciliar el sueño.

Enrico camina arriba y abajo por la sala, después entra sigilosamente en el dormitorio de la niña, la mira preocupado en la penumbra, una cara menuda oculta por una sábana, una respiración ligera, tan ligera que Enrico debe acercarse a ella para poder oírla. Y respira Profundamente, su fragancia delicada, su olor a recién nacido, esa frescura, el encanto que transmiten esas manos tan minúsculas, tan Ciertas, abiertas, aferradas al pequeño almohadón, a su nuevo y personalísimo nuevo mundo, y después, dulcemente, otra vez cerradas, pero expresando en todo momento una serenidad increíble. Enrico inspira profundamente y a continuación sale del cuarto dejando un pequeño resquicio de luz. Reforzado, revigorizado por su criatura, que es sólo suya, el milagro de la vida. Por un instante su mente se desplaza a toda velocidad a través de los mares, las montañas, otros países, ríos, lagos, y de nuevo la tierra para llegar allí, a esa playa. Y se imagina a Camilla caminando bajo la luz del sol por esa arena, a orillas del mar, con un pareo atado a la cintura, riéndose, bromeando y charlando con el tipo que la acompaña. Pero sólo la ve a ella, nada más, su sonrisa, sus carcajadas, sus bonitos dientes blancos, su piel ya ligeramente morena, y siente que casi se acerca a ella, que la acaricia y que hacen el amor por última vez. Como si fuese Denzel Washington en Déjà vu con aquella guapísima mujer de color. Luego Enrico la ve entrar en el bungalow y él se queda fuera. Solo, abandonado, intruso, fuera de lugar, indeseado, de más. Mientras tanto, otro entra en su lugar, sonriendo, y cierra la puerta. Y él debe limitarse a mirar desde lejos, a imaginar, y sufre al recordar el deseo, la pasión, el sabor de sus besos, la excitación que sentía cuando la desnudaba, sus vestidos elegantes, su modo de agitar el pelo, de quitarse las medias, de echarse sobre la cama, de acariciarse… Y el sufrimiento se hace enorme y se transforma en rabia, y nota en silencio sus ojos empañados y un vacío enorme en su interior. Sufre, pero antes de que caiga la primera lágrima, se acerca al ordenador. Y la calma vuelve lentamente, de forma difusa, como esa luz que ilumina la pantalla. Inspira profundamente. Otra vez. De nuevo. Y el dolor se aplaca poco a poco. Un pensamiento ligero que se aleja como una gaviota volando a ras de las olas mal-divas. Siente una amarga certeza: creces, experimentas, aprendes, crees saber cómo funcionan las cosas, estás convencido de haber encontrado la clave que te permitirá entender y enfrentarte a todo. Pero después, cuando menos te lo esperas, cuando el equilibrio parece perfecto, cuando crees haber dado todas las respuestas o, al menos, la mayor parte de ellas, surge una nueva adivinanza. Y no sabes qué responder. Te pilla por sorpresa. Lo único que consigues entender es que el amor no te pertenece, que es ese mágico momento en que dos personas deciden a la vez vivir, saborear a fondo las cosas, soñando, cantando en el alma, sintiéndose ligeras y únicas. Sin posibilidad de razonar demasiado. Hasta que ambas lo deseen. Hasta que una de las dos se marche. Y no habrá manera, hechos o palabras que puedan hacer entrar en razón al otro. Porque el amor no responde a razones… Enrico mira a la persona que ya no está ahí. Ahora sólo puede admirar a esa gaviota. Roza el agua, las olas, y da la impresión de que, cuando planea sobre el mar, escribe la palabra «fin».