– De eso nada, voy a casa de Enrico.
– No te habrá contratado para sustituir al detective de la otra vez, ¿no? ¿Cómo se llamaba…? Costa… No sacó nada en claro.
Alex recuerda la segunda carpeta con las fotos de alguien desconocido y se maldice por eso. También le viene a la mente el ridículo que hizo espiándola en la facultad y se avergüenza.
– No, se trata de mis amigos; deben de haberse metido en otro lío…
– ¿De qué tipo?
– No lo sé…
– Alex… No me estarás ocultando algo, ¿verdad?
– ¿Por qué debería hacerlo? Sea lo que sea, seré yo el primero en decírtelo.
Niki sonríe al oír cómo usa su misma frase.
– Así me gusta.
Alex también sonríe.
– Es que tengo una maestra fantástica.
– Sí, sí, ¡tómame el pelo si quieres! Pero llámame más tarde, me muero de curiosidad…
– De acuerdo, amor, hasta luego.
Al cabo de unos minutos llama a la puerta de Enrico.
– ¿Quién es?
– Soy yo.
– ¿Yo, quién?
– ¿Cómo que «yo, quién»? Alex…
Enrico abre la puerta. Salta a la vista que está furioso.
– Entra. -Cierra la puerta y acto seguido cruza los brazos sobre el pecho, señal evidente de su enojo. Flavio se pasea por la habitación.
– Hola.
Pietro, en cambio, está sentado en el sofá, con la mano en alto sujeta un poco de hielo envuelto en un paño sobre la ceja derecha, que tiene hinchada. Alex mira boquiabierto a sus amigos.
– ¿Se puede saber qué pasa? ¿Habéis discutido? ¿Os habéis pegado? ¿Me lo podéis explicar?
Flavio sacude la cabeza, todavía le cuesta creer lo que ha ocurrido, está confundido. Enrico pisotea nervioso el parquet.
– Yo lo único que sé es que estoy solo. Había conseguido dormir a Ingrid… y ahora debe de haberse despertado con todo este jaleo.
– ¡Aaah! -se oye gritar a la niña desde el dormitorio que hay al fondo del pasillo.
Enrico junta el pulgar y el índice y traza una línea recta en el aire.
– ¿Veis lo que os decía? ¡Un sentido de la oportunidad perfecto!
Flavio abre los brazos.
– ¡Siempre quejándote!
– Sí, sí, claro… Yo, ¿eh? ¡Los líos los organizáis siempre vosotros!
Enrico se precipita hacia el cuarto de la niña.
Alex parece más tranquilo.
– En fin, ¿me podéis explicar de una vez lo que ha pasado? -Mientras habla se da cuenta de que una de las ventanas del salón de Enrico está rota-. ¿Y eso? ¿Quién ha sido?
Flavio señala a Pietro.
– Él. ¡Quería tirarse!
– Perdona, pero podrías haberla abierto.
– ¡Qué simpático eres! Por eso Enrico está tan enfadado…
– Me las arreglo, bromas aparte.
Pietro retira el paño del ojo, coloca bien el hielo y vuelve a apoyarlo contra la ceja.
– A mí no me hace ninguna gracia.
Alex empieza a irritarse.
– O me explicáis lo que ha sucedido o me marcho. Joder, otra vez nos quedamos sin jugar…
Pietro lo mira desconsolado.
– No puedo. Díselo tú, Flavio. Yo me taparé los oídos… No me lo puedo creer, me niego a pensar eso…
Así pues, suelta el trapo y se tapa los oídos. Flavio lo mira resoplando.
– Susanna ha dejado a Pietro.
– ¿También? No me lo puedo creer. Pero ¿qué es esto? ¿Una epidemia? Primero Enrico y ahora Pietro…
Alex se sienta en el sofá.
– Estamos cayendo como moscas… -Luego piensa: Y precisamente ahora. No debería haber ocurrido-. ¿Y se puede saber por qué?
Treinta y uno
Algunas horas antes. Por la tarde. Susanna se acerca al teléfono, lo coge y teclea rápidamente unos números.
– ¿Pietro?
– Lo siento, pero el abogado no está. Creo que tenía una cita fuera o que no se sentía muy bien. Ya sabe usted cómo es… -La secretaria sonríe y se encoge de hombros. A esas alturas ella también conoce a Pietro.
Susanna, en cambio, no las tiene todas consigo. Cuelga. No. No sé cómo es y, por si fuera poco, ha apagado el móvil, pese a que le he dicho mil veces que podría haber alguna emergencia. No entiendo por qué los hombres no nos tienen en cuenta. Hacemos la compra, recogemos a los niños del colegio, los llevamos a natación, a gimnasia, a inglés, limpiamos la casa e incluso si trabajamos fuera procuramos que todo esté en su sitio, cocinamos, nos mantenemos en forma para seguir siendo atractivas y para evitar que nos engañen, planchamos… En fin, que nos ocupamos de mil cosas. Somos esposas, madres, amantes y gestoras. Y cuando se produce una urgencia como la de hoy en que el fontanero por fin está libre y puede venir a casa, entonces todo salta por los aires. Eres poco menos que una pelmaza. Es uno de esos raros casos en los que el hombre debe tener el móvil encendido y acceder a sustituirnos en una de nuestras obligadas etapas.
Susanna teclea otro número. La línea está libre, menos mal.
– ¿Mamá? Perdona que te moleste…
– Tú nunca molestas…
– ¿Podrías ir a recoger a Lorenzo a natación?
– Ah…
– Sí, y luego lo llevas a tu casa, yo pasaré pronto por la tarde.
– Pero he quedado con mis amigas…
– Iré muy pronto, de verdad. Lo que pasa es que tengo una urgencia ahora y no quiero que espere delante de la piscina y se sienta mal al ver que todos sus amigos se marchan con sus padres.
– Ah, sí… Ya pasó una vez…
– Exactamente, y me gustaría que no volviese a suceder.
– De acuerdo.
– Gracias, mamá… Te llamo en cuanto acabe.
Susanna exhala un suspiro. Al menos una cosa arreglada. Sube al coche y arranca a toda velocidad. Sale del aparcamiento y se interpone en el trayecto de un coche que se detiene en seco dejándola pasar.
Un hombre toca con furia la bocina y agita los brazos gritando.
– Pero ¿cómo coño conduces?
– ¡Mejor que tú! -le espeta Susanna, que conduce como una loca hasta que llega a la puerta de su casa. Por suerte encuentra de inmediato un sitio libre-. Perdone, perdone…
Llega en un abrir y cerrar de ojos delante de la verja, donde la espera un fontanero joven. Esboza una sonrisa.
– No se preocupe, señora, yo he llegado hace tan sólo unos minutos…
Todavía jadeante, Susanna abre la verja, después el portal, y al final llama el ascensor. Entran en él. Permanecen en silencio. Cierto embarazo, una sonrisa de circunstancias. Por fin llegan al piso. Una vez delante de la puerta, Susanna introduce la llave en la cerradura. Qué extraño. Sólo una vuelta. Esta mañana salí la última de casa y juraría que giré dos veces la llave. Bah. Estoy completamente agotada.
– Entre, por favor.
Sí. La verdad es que estoy agotada. Necesito unas buenas vacaciones. Tengo que llamar a Cristina para pasar unos cuantos días en el balneario. No sé cuánto tiempo hace que nos prometimos hacer una pausa para ir a un centro de bienestar.
– Por aquí, pase…
Cristina está mejor que yo. Menos estresada. No tiene dos hijos que quieren comprar y hacer todo lo que ofrece el mercado y, sobre todo, un padre que se lo consiente siempre. Creo que Pietro lo hace para ponerme en un apuro, para tirar de la cuerda y probar mi paciencia, para comprobar hasta qué punto resisto. Bah… De repente ve una chaqueta sobre el sofá, una camiseta y una camisa. Como en el cuento que su madre le contaba cuando era pequeña. Las miguitas de Pulgarcito… Pulgarcito. Sólo que en este caso se trata de ropa. ¡De Pietro! Echa a correr por el pasillo y abre sigilosamente la puerta de su dormitorio.
Ve varias velas junto a la cama. Una cubitera con una botella de champán sobre la cómoda. Pietro está en la cama. Y a su lado hay una mujer.
– ¡Pietro! -grita enloquecida. Coge una vela-. ¡Éstas las compré yo…! -A continuación aferra la botella de champán-. ¡Y ésta la compré para la cena del domingo!