– ¡Qué bonita! ¿Es tuya?
– ¡No, la he mangado esta mañana! -responde risueño-. Claro que es mía… ¡Todavía la estoy pagando!
– A mí también me gustan las motos. Me transmiten sensación de libertad; no sé, nunca estás quieto con ellas, serpenteas entre el tráfico, nadie puede detenerte… Eres libre en todo momento.
– Ésa es precisamente la filosofía de los motoristas. Perderse en el viento.
Niki sonríe, acto seguido, quita el caballete y respira profundamente.
– Vamos.
Un viento leve parece poner en orden sus ideas. Niki ahora se siente segura y serena. Es cierto, se ha informado sobre todo e incluso sabe que tengo novio. Conduce tranquila, él va a pocos metros detrás de ella y, de vez en cuando, sus miradas se cruzan en el espejo retrovisor. Mira su pelo oculto en el casco, la nariz recta, la sonrisa que aparece de repente. Se ha dado cuenta de que lo está mirando. Niki le responde con una sonrisa y luego se concentra en el tráfico. La verdad es que no está nada mal. Una cosa es segura: si yo fuese Lucilla, jamás lo habría dejado por ese profesor. Pero, como ha dicho antes, nunca conocemos todos los detalles de las cosas, a veces nos dejamos llevar por las apariencias. Eso es. ¿Y si detrás de esa sonrisa se ocultase una persona maligna, un tipo egoísta, alguien con quien corro el riesgo de perderme si me enamoro de él, con quien sólo puedo sufrir?… ¡Niki! Siente deseos de gritar al pensar en todo eso. ¿Qué estás haciendo? ¿Qué más te da cómo sea realmente? Tiene la impresión de que los pájaros vuelven a recuperar poco a poco el puesto que antes ocupaban en las ramas. ¿Qué dices? ¿Qué es lo que te inquieta?… Tú no arriesgas nada. Has tenido valor, te has lanzado, te has atrevido y ahora te sientes feliz de lo que has encontrado. Se detiene en el semáforo en rojo del viale Regina Margherita. Guido se pone a su lado. Niki le indica el final de la calle.
– Yo doblo a la derecha en la próxima…
– Sí, lo sé. Yo, en cambio, sigo recto. Vivo en la via Barnaba Oriani.
– ¿Ah, sí? No estamos muy lejos.
– En realidad, no -Guido sonríe-. Quizá alguna vez pase a recogerte para ir juntos a la facultad.
– Oh… -Niki reflexiona por un momento y encuentra la respuesta adecuada-. Todavía no sé qué cursos me interesan… -Ve que Guido está a punto de añadir algo y prosigue con una excusa que no admite apelación-: Además, después de clase suelo salir con mi novio o ir al gimnasio… Y, de no ser así, siempre tengo algo que hacer con mis amigas… De manera que tengo que ser independiente. -Ve que el semáforo se pone en verde-. Adiós… Hasta pronto -y arranca a todo gas.
Guido la sigue de inmediato y recorren un tramo de calle juntos.
– Pero, así… -insiste-, la vida resulta un poco monótona, ¿no? Está bien que sucedan imprevistos…
– La vida es un continuo y precioso imprevisto.
A continuación Niki dobla a la derecha. Una última mirada, una última sonrisa y cada uno sigue por su camino. A Erica le iría bien alguien así, es perfecto. Estoy segura de que, de esa forma, empezaría en serio una nueva historia y dejaría en paz a Giò. Es absurdo que sigan haciéndose daño. Rompen y hacen las paces sin cesar y, cuando ella está sola, prueba con otros y no dice nunca nada. No sé a qué se dedica Giò en estos momentos. ¿Por qué a la gente le gusta hacerse tanto daño? ¿Por qué no consiguen alcanzar el equilibrio por sí solos? Si has dejado de querer a una persona, debes decírselo claramente, no puedes tenerla pendiente de un hilo porque tú no te sientes seguro. ¿Qué crees que puede sucederte? Déjala… El resto es vida. Se sigue adelante… Adelante.
Niki se dirige serena y segura hacia su casa, dejándose acariciar por la agradable brisa, sin pensar ya en nada, con esa felicidad y esa tranquilidad que en ocasiones te arrollan y te hacen sentir bien, en el centro de todo, sin envidias, celos o preocupaciones, sin saber de dónde procede esa especie de equilibrio cuya perfección te hace temer hasta el mero hecho de pronunciarlo. Te sorprende hasta qué punto puede ser rara y difícil esa delicadísima y mágica armonía en la que tu mundo parece sonar de repente de la manera adecuada. Son instantes. Instantes que deberían vivirse en profundidad porque son inusuales. Y porque en ocasiones pueden concluir de repente sin que haya un auténtico motivo.
Treinta y cinco
Primera hora de la tarde. Susanna acaba de recoger la cocina después de comer. En la alfombra azul hay varios juguetes desperdigados. Lorenzo coge un paquete de Gormiti y saca las cartas una a una. Comprueba cuidadosamente cuáles son las que le faltan. Después se levanta, va a por su móvil, que está en un rincón de la gran alfombra persa, lo abre y teclea un mensaje. Pasados unos segundos llega la respuesta. Lorenzo la lee satisfecho.
– ¡Qué guay, Tommaso tiene repetida la que me falta! Le diré que me la traiga mañana al colegio… Pero ¿cuál le doy yo a cambio? -Sigue pasando las cartas, buscando también una repetida de la que librarse que pueda interesarle a su amigo.
Carolina, en cambio, está inmersa en un combate de boxeo con la Nintendo Wii. Se encuentra de pie en medio de la sala delante de la gran pantalla de plasma que está colgada de la pared. Ha elegido el personaje que, en su opinión, más se le parece: una cara redonda y sonriente con pecas y el pelo oscuro recogido en una coleta. Se ha dibujado las cejas altas para darse un aire de malvada. Pulsa el botón que hay en la parte posterior del mando ergonómico y comienza el combate. Lucha contra la consola, que tiene la apariencia de un hombretón robusto y peludo, aunque con cara de buena persona. Lo ha elegido ella. Empieza. Se arrodilla y boxea manteniendo los puños en alto y apretados junto a la cara. Y, de vez en cuando, dispara en línea recta cortando el aire. Su personaje reproduce las acciones en la pantalla moviéndose como ella quiere, si bien un poco más lento. Carolina golpea una y otra vez.
– ¡Sí! ¡Guay, lo he tirado al suelo! ¡KO!
Lorenzo alza la cabeza y ve en el televisor al hombretón tumbado en el suelo y al personaje de Carolina de pie y jadeando en el ring. El público lo alienta.
– ¡Sí, vale, pero ése no es el más fuerte! Dame… -Se levanta. Coge el mando de la Wii de las manos de Carolina y se coloca en posición.
– Pero si no he acabado de jugar… ¡Mamá!
– ¡Vamos, llevas un montón de rato jugando!
– ¡Entonces luchemos uno contra otro, ve a coger el otro mando!
– ¡No, mamááá…! ¡Quiero jugar contra el ordenador!
Susanna sale de la cocina.
– Venga ya…, ¿queréis parar? A fin de cuentas son ya las tres. ¡Cada uno a su habitación a hacer los deberes!
– Pero, mamá…, si yo casi no tengo, puedo hacerlos después -protesta Carolina resoplando.
– No. Ya has jugado bastante. Los haces ahora sin rechistar. No admito peros. Tú también, Lorenzo. Venga, mete los juegos y las cartas en la cesta y vete a tu cuarto.
Los niños obedecen a regañadientes a Susanna. Carolina apaga la consola y Lorenzo lo arroja todo a la cesta, exceptuando las cartas, que recoge cuidadosamente antes de meterlas una a una en su sobre. Después se dirigen a su cuarto dándose algún que otro empujón.
Susanna los ve desaparecer en el pasillo. Se sienta en el sofá y coloca mejor el almohadón que tiene a la espalda para ponerse cómoda. Después mira alrededor. La casa. Su casa. La casa de ellos. Los cuadros que cuelgan de la pared. El de Schifano, Paisaje anémico, que es, ni más ni menos, como se siente ella ahora. Luego esos marcos de fotografías. Momentos familiares compartidos. Los niños pequeños. Un retrato de ella realizado por un fotógrafo en el que aparece con un gran sombrero de ala blanco. Pietro vestido con el equipo de futbito en una y en otra con un bonito traje durante la boda de un amigo. Recuerdos. Él. Pietro. Cuánto te he querido. Cuánto me gustabas en el instituto, cuando hacías reír a todos. Cuando te pasabas de listo y salías siempre airoso de cualquier aprieto. Y luego nos hicimos novios. Gracias a ti me sentía guapísima, una reina, la mejor de todas. Cuántos regalos. Cuántas atenciones. Las cenas. Las joyas. Las vacaciones. Luego vino la universidad, el diploma, el trabajo y el despacho. Sí, la verdad es que siempre te las has arreglado. Cuánto me has tomado el pelo. Cuánto te he creído. Te consideraba un mito. Una persona digna de toda admiración. Una persona que en todo momento me hacía sentir que yo era el centro de atención. ¿Por qué me has hecho esto? Me has traicionado. A saber cuántas veces. Has tocado, amado y apreciado a otras mujeres en mi lugar. Las has admirado, te has excitado y me has hecho a un lado. Qué rabia. Qué humillación. Imaginarte con ellas, en la cama o en el coche, haciéndoles reír, bromeando, procurando que se sintieran importantes. ¿Qué les decías a ellas que no me has dicho a mí? No lo sé. Jamás lo sabré. Me duele demasiado. No puedo aceptarlo. Los ojos de Susanna se empañan. Rabia. Desilusión. Debilidad. Me siento sola. Estoy sola. Lo único que me queda son los hijos. Y tendré que volver a empezar de alguna forma. De repente se levanta y se dirige a la ventana. Mira afuera. Sí, el mundo no se da cuenta de que estoy mal. El mundo sigue adelante. Debo hacer algo por mí misma. Debo renovarme. Soy una mujer hermosa. Soy madre. Soy una persona. Tengo que animarme. Acto seguido regresa a la sala. Sobre una mesita hay un folleto en medio de las cartas y de otros prospectos. Lo abre. «Gimnasio Wellfit. ¡Entrénate gratis durante una semana! Prueba los nuevos cursos de kickboxing con Davide Greco y Mattia Giòrdani… ¡Una disciplina adecuada para todos! ¡Pruébala!» Ve varios números de teléfono y una dirección de correo electrónico a la que se puede escribir para pedir información. Kickboxing. ¿Será duro? Nunca me han gustado los gimnasios, los ejercicios de tonificación, bodybuilding, pilates, spinning, fitness en general. Pero una disciplina de lucha y defensa es otra cosa…, podría resultar interesante. Además, necesito moverme, tonificarme. Pensar en otra cosa.