Erica apura su tisana. Acto seguido, coge la taza, la enjuaga, la pone a secar y hace lo mismo con la cucharilla. Deja el hervidor allí, con un poco de agua todavía tibia. Luego coloca el azucarero en su sitio. Hecho. Mientras se dirige a su habitación para repasar, suena el interfono. ¿Y ahora quién será? Erica mira el reloj. Son las cinco. No espero a nadie. Pasa junto a su habitación. Mira dentro. Menos mal. No se ha dado cuenta. Francesco sigue durmiendo en la cama. No ha oído nada. Erica llega a la puerta y coge el auricular del interfono.
– ¿Quién es? -pregunta, tratando de no gritar demasiado.
– Hola, corazón, ¿estás ocupada?
Erica se aparta por un instante. No es posible. ¿Qué hace allí?
– Antonio, ¿eres tú?
– Claro que soy yo, ¿quién si no? Pero ¿por qué hablas tan bajo? No entiendo nada con este tráfico… Oye, ¿te apetece ir al Baretto, en el Trastevere? Esta noche han organizado un dj-set durante el aperitivo.
Erica permanece en silencio unos segundos.
– Mira, no puedo, no me encuentro muy bien, prefiero quedarme en casa -responde finalmente-. Lo dejamos para otro día, ¿te parece?
– Bueno…, de acuerdo. Qué lástima. ¿Me dejas subir de todas formas a saludarte?
Erica resopla levemente.
– No, mira, me he puesto ya el pijama, de verdad. Nos vemos mañana por la mañana en la facultad, ¿vale?
Antonio guarda silencio un momento. A continuación hace una pequeña mueca.
– Está bien, como quieras -y se aleja un poco molesto, ajustándose los pantalones de cintura baja de los que asoma una cinta elástica donde figura escrita la marca Richmond.
Le apetecía mucho tomar el aperitivo con ella. Desde que se conocen sólo han salido algunas veces, pero le gustaría profundizar. Sólo que ella parece siempre tan huidiza…
Erica se aleja del interfono y vuelve a su dormitorio. Francesco sigue durmiendo. Salta sobre la cama.
– Oh, vamos…, ¡te pasas la vida durmiendo! -exclama, y lo sacude un poco.
Él abre un ojo y la mira de medio lado. Después se vuelve sobre un costado.
– Pero bueno, ¿te despiertas o no? ¡¿Cómo puedes dormir con una mujer tan guapa a tu lado?!
Francesco se incorpora ligeramente.
– Bueno…, en fin…, eso de una mujer tan guapa…
Erica le da un golpe en el hombro.
– ¡Ay! Es verdad… -Francesco parece haberse despertado-. Ahora que te miro mejor, sí, perdona, eres preciosa…, mucho más. ¿Te habré conocido en un sueño?
– Sí, vale…, por esta vez pase, pero la próxima te echo de casa desnudo…
Erica baja de la cama y se sienta de nuevo delante del libro.
– ¿Me ayudas a repasar esto para ver si lo sé?
Francesco resopla.
– No, vamos, no me apetece… Dame el iPod, quiero escuchar un poco de música… y volver a soñar contigo…
Erica sonríe. Bueno, al menos sabe hacer cumplidos. Se inclina sobre el escritorio, coge el reproductor de música y se lo lanza a Francesco. A continuación mira el libro. Bueno, repasaré sola. Quiero quedar bien con el profesor Giannotti en el examen de la semana próxima. Tengo que dejarlo boquiabierto. Y no porque ese examen me importe demasiado…, ¡sino porque el profe está como un tren! Me gusta muchísimo. Y hacer un buen examen es, a buen seguro, el mejor modo de impresionarlo.
Seis
Cristina está ordenando algunos cajones del mueble de su dormitorio. Encuentra algunas camisetas de Flavio dobladas. Las coge. Las mira. Siente ternura y rabia hacia su marido. Las aprieta, las olfatea. Recuerda cuando las compró, cuando se las vio puestas. Todos los momentos. ¿Cuántos años llevan casados? Ocho. Han superado la denominada crisis de los siete años. Pero eso son sólo habladurías. Leyendas urbanas. Asignar un número al amor, una edad a la crisis. ¿Para qué sirve? Estúpido cinismo humano. Y, de repente, se acuerda del día en que compró esa camiseta en particular, cuando él se la puso por primera vez. Después, al meterla de nuevo en el cajón nota, escondida un poco más abajo, una nota. Se extraña. El papel es de color marfil, tipo pergamino. En un principio no le recuerda nada. Después la abre. El corazón le da un vuelco. Reconocerla caligrafía. Precisa. Seca. Ligeramente inclinada hacia adelante. Lee la fecha escrita a la derecha. Año 2000. El primero del nuevo milenio. 14 de febrero. San Valentín. Y empieza a leerla.
Amor. La palabra de San Valentín. La palabra de este día que acaba de empezar. Amor. Tu segundo nombre. Estoy sentado a la mesa de la cocina. A buen seguro, tú estarás durmiendo. Es de noche. Mañana te dejaré esta carta bajo la puerta. Te imagino mientras sales de casa todavía medio dormida y la ves. Tus preciosos ojos se iluminan. Te agachas, la coges y la abres. Y empiezas a leerla. Y, espero, a sonreír. Una carta, una pequeña carta que trata de contener una gran historia, la nuestra. Mi agradecimiento por el modo en que haces que me sienta. No creo que dos folios sean suficientes, pero aun así lo intentaré. Porque no puedo evitarlo.
Dicen que no se puede hablar de amor, sino sólo vivirlo. Es cierto. Yo también lo creo así. Si conozco el amor es únicamente porque tú me lo has hecho vivir y respirar. Lo he aprendido contigo. Aunque después he entendido que, en realidad, no se aprende nada.
Se vive y basta, juntos, cercanos y cómplices. El amor eres tú. El amor soy yo cuando estoy contigo. Feliz. Sereno. Mejor. Todavía recuerdo la primera vez que te vi. Guapísima. En medio de la pista de esa pequeña discoteca del Trastevere. Bailabas, te movías suavemente junto a tu amiga. Llevabas un vestidito azul claro con unas hombreras finas que se balanceaban contigo. El pelo oscuro, rizado y suelto sobre los hombros. Seguías el ritmo con los ojos cerrados. Te vi y de golpe no pude dejar de mirarte. Mis amigos querían cambiar de local, pero yo quise quedarme. Me precipité a la barra del bar, pedí dos bebidas, me deslicé entre la gente con los vasos en alto para que nadie pudiese darles un golpe, y me acerqué a ti de espaldas mientras bailabas. Tu amiga se dio cuenta, te hizo un gesto con la barbilla y tú te volviste. De cerca eras aún más guapa. Te sonreí y te ofrecí uno de los vasos. Al principio pusiste cara seria, hiciste una especie de mueca, pero luego me sonreíste. Aceptaste el vaso y brindamos, dos desconocidos en medio de una pista de baile. Después hablamos. No sólo eras guapa, también simpática. A medida que te he ido conociendo he ido descubriendo tus mil cualidades. Soy un hombre afortunado. Mucho. Y cuando pienso en todo lo que hemos hecho juntos sonrío de felicidad. Nuestras minivacaciones en Londres, cuando cogimos el avión el viernes y regresamos el domingo. Los locos paseos por el Soho, la cena, hacer el amor en ese parque a riesgo de ser descubiertos. Y reír. E intentar hablar bien el inglés. Y meter la pata. Y luego, la vez que fuimos a Stromboli, en que caminamos cogidos de la mano por esos callejones estrechos y flanqueados por unas casas blancas y bajas, preciosas, llenas de plantas y de flores. Y la subida al volcán. Y las cenas de pescado en las terrazas de los pequeños restaurantes. Y la risa que me entró cuando te subiste a ese burro que se hacía el sueco cada vez que querías que doblase a la izquierda, y tú con esa cara tan cómica, un poco desesperada, propia del que se rinde. Y de nuevo nuestras veladas romanas, nuestros paseos hasta altas horas de la noche en los que jamás nos aburríamos, siempre teníamos mil cosas que decimos y que contarnos. Después nos besábamos de repente y sentía la suavidad de tus labios apenas cubiertos de ese brillo con sabor a fruta que tanto te gusta. Cualquier noche, incluso la más sencilla, resulta especial contigo. No hace falta nada. Poco importa dónde estemos, a mí me parece siempre una fiesta. E incluso cuando reñimos, en contadas ocasiones, a decir verdad, en el fondo me diviertes. Porque dura poco y después hacemos siempre las paces.