– Bueno, la verdad es que es muy bonito.
– Es idéntico al que llevaba Paris Hilton en la última foto en la que aparecía con su novio. Pero ¡yo creo que mi madre ha escatimado, de modo que no creo que éstos sean diamantes de verdad como los del original!
– Pero está bien por su parte que lo haya pensado.
– Sí.
El joven fontanero se echa a la espalda la caja de las herramientas y se dirige hacia la puerta. Olly lo acompaña.
– Bueno, gracias por todo -le dice mostrándole de nuevo el anillo.
– No hay de qué, gracias a ti por la Coca-Cola.
– ¿Estás de broma? Sólo faltaría. -Olly se detiene y se golpea con la palma de la mano en la frente-. ¡Demonios, te juro que se me había ido por completo de la cabeza! ¿Cuánto te debo?
Él se queda pensativo un momento. Sólo un momento. Niega con la cabeza.
– Bah, no es nada, está bien así. Sólo he tardado veinte minutos.
– ¿Estás de coña? Ni hablar. Tu hermano pedía cien euros sólo por la llamada. Mira que si no, no te vuelvo a llamar y hablo sólo con él.
El chico se mete las manos en los bolsillos.
– Ok, pero sólo cincuenta euros. -Y saca una tarjeta de visita-. Pero me tienes que prometer que sólo me llamarás a mí y no a mi hermano. Sólo yo te hago descuento. ¿Prometido?
Olly mira la tarjeta. El apellido delante del nombre. Sabatini Mauro. Tiene un fontanero como de dibujos animados. Olly consigue contener la risa.
– Eres más simpático que tu hermano. Pero no se lo digas, ¿eh?
Justo en ese momento, aparece la madre de Olly en la puerta. Al verla con ese muchacho, vestido con un mono y con una caja de herramientas, la mira preocupada.
– ¿Qué sucede, Olly?
– Nada, mami, ¿por qué siempre tienes que estar preocupada? Ha venido a saludarme un amigo, no nos veíamos desde antes de las vacaciones… -Olly le guiña un ojo a Mauro.
– Buenos días, señora.
– Buenos días, disculpe, pensaba que, no, nada, no pensaba nada.
– Mamá, le estaba enseñando el anillo que me regalaste y le ha gustado muchísimo.
Mauro sonríe.
– Sí, es de muy buen gusto. Se parece un poco al de la señorita Hilton.
La madre mueve la cabeza.
– Es que es el de la Hilton. -Y entra en casa con la compra.
– Adiós, hasta otra -dice Olly, y se acerca a él, besándolo en una mejilla. Mauro se queda perplejo un instante-. Es que no estoy segura de que mi madre no esté vigilando. -Se le acerca al oído y le dice en voz baja-. A lo mejor podemos llamarnos, de lo contrario se dará cuenta de que estaba mintiendo.
Mauro le sonríe.
– Sí, para que no se entere…
Olly se va a la cocina. La madre está colocando la compra.
– Toma, mete esto ahí debajo. -La madre le pasa varios productos de limpieza-. Te he traído el yogur que querías.
– Gracias.
La madre acaba de vaciar las bolsas.
– Es gracioso, ¿sabes? Tu amigo se parece un montón al fontanero que llamamos siempre. Por un momento, pensé que se habría roto el baño o que habrías hecho cualquier otro desastre.
– Para nada. De todas maneras, es verdad que se parece. Yo también lo había pensado. -Mira de nuevo su anillo-. Gracias, mamá. ¡De veras que es precioso!
– Me alegro de que te guste. -Se abrazan. La madre la coge y la estrecha un momento entre sus brazos, mirándola-. Esperemos que no lo pierdas, como todo lo demás.
Olly se apoya en su pecho como no lo hacía en mucho tiempo.
– No, mamá, puedes estar tranquila. -Y mira el anillo todavía mojado.
«Noticiario radiofónico. Buenas tardes. Esta mañana, la policía ha conseguido desarticular una importante red de tráfico de drogas. Al sospechar del continuo ir y venir de la casa de una pareja de ancianos, han irrumpido en la vivienda de madrugada. El señor Aldo Manetti y su mujer María han sido hallados en posesión de más de quince kilogramos de cocaína. El matrimonio ha sido arrestado. Desde hace años distribuían droga a los barrios de Trieste y Nomentano, así como también a varios suburbios del Salario. Fútbol. Una nueva adquisición para el…»
Ella fuera de la habitación color añil. Ha llegado el momento de devolverlo. La curiosidad es demasiada. Y en el fondo también se trata de una buena acción… La chica pone el intermitente. La calle está poco iluminada, pero logra ver el nombre en la pared. Via Antonelli. Sí, tiene que ser por aquí. Sigue conduciendo. Del pequeño reproductor de CD del minicoche salen palabras buenas, apropiadas para el momento. «La especialidad del día la sonrisa que me das. En un mundo sin salida se distingue siempre más. Deja ver el lado oscuro de la grande hipocresía que trepa por el muro como el final…» Sonríe y se mira un momento. Sí, ese vestido la favorece de verdad. El gris y el azul siempre le han quedado bien. Un stop. Gira a la derecha. «Yo que estaba tan perdido en la cotidianidad, como un faro encendido me has venido a iluminar.» Muy bien, Eros. Debería de estar cerca. ¿Dónde estará ese dichoso lugar? Esperemos que haya alguien todavía; son las ocho. Maldita sea, siempre tengo que llegar tarde. Se mete por una calle de edificios del siglo xix. Aminora y empieza a mirar los números. Cincuenta. Cincuenta y dos. Cincuenta y cuatro. Ahí está. Cincuenta y seis. Se detiene y aparca un poco de través. De todos modos, el minicoche es pequeño, es como tener un Smart. Antes de sacar las llaves, las últimas palabras de la canción. «Solamente tú sabes ver mi corazón, solamente tú que das inicio ahora ya… a una nueva edad.» Una nueva edad. Sí, así es como me siento, Eros.
Se baja, deja a la vista la tarjeta horaria y cierra el minicoche. Se sube a la acera y se acerca a los timbres. Lee los nombres. Giorgetti. Danili. Benatti… Ahí está. Y llama. Mientras espera, el corazón le late con fuerza.
– Sí, ¿quién es? -Una voz gritona la sorprende. Se acerca al timbre e inclina la cabeza.
– Sí, soy yo. Quiero decir… estoy buscando al señor Stefano si está.
– Sí, acaba de salir de la oficina. Debe de estar bajando. Si espera, se encontrarán ahí abajo. -Y cuelga el interfono.
Ah. Bien. Ni siquiera tengo que subir. Así que él baja. Y me encuentra aquí. ¡Y ni siquiera sabe quién soy! ¿Qué le digo? ¿Cómo me pongo? ¿Las piernas rectas y rígidas? ¿O mejor me apoyo en el coche, como posando? ¿Y si sostengo la bolsa con las dos manos frente a mí, en plan «aquí tienes tu paquete»? No, será mejor que… Pero no le da tiempo a acabar. Un chico no muy alto, con una chaqueta ligera de lino abre la puerta del portal y la cierra a sus espaldas. Entonces levanta la cabeza y ve a una chica con un vestido corto muy bonito, gris y azul, que está mirando hacia el cielo. Parece que hable sola. Stefano hace una graciosa mueca de sorpresa. Está a punto de irse. Ella se da la vuelta de repente. Lo ve. Silencio.
– ¡Eh, perdona!
Stefano se vuelve.
– ¿Sí? ¿Hablas conmigo?
– ¡Si sólo estás tú! ¿Por casualidad eres Stefano?
– Sí, ¿por qué?
– ¡Esto es tuyo! -Y le tiende el ordenador en su funda.
– ¿Mío? ¿Qué es? -Stefano se le acerca, coge la funda y la abre, sosteniéndola sobre su rodilla levantada. La cara le cambia de golpe-. ¡No! ¡No me lo puedo creer! ¡Es mi portátil! ¡No te haces idea! ¡Lo tenía todo dentro, un montón de cosas que no había salvado! He tenido que matarme a trabajar, y algunas cosas incluso las he vuelto a escribir de nuevo. Pero ¡lo perdí hace tiempo! ¡Vaya, no es que lo perdiera, más bien me lo pisparon!
– Pues claro, si lo dejas encima de un contenedor, ¿qué esperas? ¡¿Que te lo devuelvan los de la limpieza o un gato vagabundo?!
Stefano la mira.
– ¿Quién eres, cómo lo has hecho?
– El gato. Yo soy el gato que esa noche pasó por allí y se lo encontró. Después lo encendí. Ni siquiera le habías puesto contraseña de acceso. ¡Qué tonto! Así todo el mundo puede leer lo que hay. ¡Eso es peligrosísimo!