– Entiendo, entiendo -asiente el policía-. Con unas rusas… ¿correcto?
– Bueno, son unas chicas, unas modelos con las que acabamos de rodar un anuncio…
– Así que, por trabajo… -continúa el policía-, han tenido que venir también aquí. Digamos que para seguir trabajando, ¿correcto? Una especie de horas extraordinarias, ¿no?
– Disculpe, pero ¿qué quiere decir exactamente con «han tenido que»?
Pietro se da cuenta de que Alessandro se está alterando.
– Esto, ¿puede venir un momento? -Coge al policía y se lo lleva a la cocina-. ¿Quiere tomar algo?
– Gracias, estando de servicio, no.
– De acuerdo. -Pietro se le acerca con aire cómplice-. En parte ha sido culpa mía. Estábamos en una fiesta y resulta que yo congenié con una de las rusas…
– Entiendo, ¿y?
– Un momento, que se la presento… Veruska, ¿puedes venir un momento?
Veruska se acerca a ellos con una camiseta larga que le tapa todo menos sus piernas desnudas y larguísimas.
– Sí, dimi Pietro -se ríe.
– Dime, dime, se dice dime.
– Ah, ok, dime… -Vuelve a reír.
– Veruska, te quería presentar a nuestro policía…
Él se lleva la mano a la visera y la saluda:
– Encantado, Alfonso.
– ¿Has visto, Veruska, qué uniforme más bonito llevan?
La chica, coqueta, toca varios botones de la chaqueta.
– Sí, lleno de botoncitos pequeños… pequeños como cerezas.
– Muy bien. ¿Se da cuenta, Alfonso? Veruska encuentra en el uniforme los valores de la tierra, los orígenes más simples. En fin, estábamos conversando tranquilamente con estas amigas nuestras rusas… Nada más.
– Lo entiendo, lo entiendo… Pero si los vecinos nos llaman por alboroto nocturno y fiestecitas extrañas, usted comprenderá que…
– Lo comprendo. Su obligación es intervenir.
– Exacto.
Vuelven al salón. Andrea todavía está tumbado en la camilla, pero ha recuperado un poco el color. Las otras dos rusas y Alessandro están a su lado.
– ¿Qué tal vas, todo bien?
– Mejor… -contesta Andrea.
Uno de los dos camilleros se incorpora.
– Todo en orden. Tenía una arritmia y, como sufre del corazón, le hemos dado en seguida un tónico cardíaco.
Pietro atrapa la ocasión al vuelo.
– Sí, no debería tomar tanto café.
– Así es. Como mucho, uno por la mañana y, desde luego nada de café por la noche.
El policía vuelve a guardar la libreta.
– Todo en orden pues, podemos irnos. Intenten mantener la música baja. Me parece que tienen unos vecinos muy sensibles a cualquier tipo de ruido.
– Sí, no se preocupe. De todos formas ahora mismo se van todos a su casa. -Alessandro mira a Pietro-. La fiesta acaba aquí esta noche.
– Sí, sí, claro… -Pietro comprende que no hay posibilidad de réplica.
Los camilleros recogen su camilla y se dirigen hacia la salida, seguidos por los policías. De repente, el que todavía no ha abierto la boca, Serra, se detiene.
– Disculpe, ¿puedo pedirle un favor? ¿Podría usar el baño?
– No faltaba más.
Alessandro le indica educadamente el camino. Pero de repente se da cuenta de que la bolsita todavía debe de seguir flotando en el agua. Se le adelanta hacia el váter y pulsa para descargar de nuevo la cisterna. Sale de allí rápidamente, cerrando la puerta a sus espaldas.
– Disculpe, lo siento, pero me había olvidado por completo de que este baño tiene un problema en la cisterna. Por favor, venga por aquí… utilice el mío personal.
Lo acompaña y lo hace pasar. Después cierra la puerta y se queda allí, plantado como un poste, mientras sonríe de lejos al otro policía. Pero Alfonso Carretti, curioso y suspicaz, se acerca al primer baño. Alessandro palidece. Pietro es más rápido y, antes de que el policía pueda abrir la puerta, se interpone en su camino.
– Lo siento, pero lamentablemente la cisterna no funciona. El otro quedará libre en seguida. -Pietro sonríe-. Quería decirle, Alfonso, que han sido amables de verdad. Resulta difícil trazar el límite entre una visita y un registro. Que, justo por eso, requiere de una orden, pues de otro modo podría constituir abuso de poder por parte del oficial público, inquiriendo de ese modo en delito hipotético por la llamada ilicitud o antijuricidad especial… -Entonces Pietro sonríe-. ¿Quiere una cereza? -ofrece.
– No me gustan las cerezas.
Pietro le mantiene la mirada. No tiene miedo. O al menos no lo deja ver. Desde siempre, ésa ha sido su fuerza. Tranquilo, sereno, habituado a fingir incluso en las causas más complicadas. Alessandro regresa al salón con el segundo policía.
– Gracias, has sido muy amable.
Alfonso alza las cejas y mira por última vez a Pietro y después a Alessandro.
– No nos hagan volver de nuevo. La próxima vez, si tenemos que hacerlo, lo haremos con una orden… -Y se van cerrando la puerta con brusquedad.
Alessandro sale a la terraza. Su vecino ha apagado las luces y ha vuelto a la cama con la mujer. También Alessandro apaga las luces de su terraza y mira abajo, hacia la calle. Poco después ve salir a los camilleros y a los policías. Ve marcharse la ambulancia con la sirena apagada y a la patrulla derrapando. Alessandro entra en casa y cierra la puerta corredera.
– Muy bien. Bravo. Si queríais hacerme pasar una noche de terror, lo habéis conseguido.
– Podría ser una idea para un nuevo anuncio.
– Pietro, no tiene gracia y no estoy para bromas. Venga, son las tres y media. Fuera de aquí. Tengo que dormir. Mañana a las ocho y media tengo una reunión importante y no sé de qué va. Y llevaos a vuestras amigas rusas, haced lo que queráis…
– Venga, no exageres. Nos estás haciendo sentir culpables…
– Eh -interviene una de las rusas-, entre nosotros, huésped siempre es sagrado.
– Vale, muy bien. Cuando vayamos a rodar un anuncio a Rusia, seguramente todo irá mejor, pero ahora estamos aquí. Vosotras no tenéis ninguna culpa… Pero de veras, tengo que dormir… Por favor.
Andrea se acerca a Alessandro.
– Perdona si he armado este jaleo, era sólo para impresionarlas.
– No te preocupes, me alegro de que estés mejor.
– Gracias, Alex, gracias de verdad.
Y así, el extraño grupo se va de su casa. Alessandro cierra finalmente la puerta y da dos vueltas de llave para asegurarse de que, al menos por esa noche, no suceda nada más. Que el mundo quede fuera. Antes de entrar en la habitación, pasa por el baño, el que supuestamente tiene la cisterna rota. La bolsita ha desaparecido. Después mira mejor. Detrás del lavamanos hay un papel enrollado. Cien euros. Se inclina, lo recoge y lo estira. Todavía tiene restos de polvo blanco. Abre el grifo y lo mete bajo el chorro. Lo lava bien. Ya está. Cualquier prueba ha desaparecido definitivamente. Después lo pone a secar en el borde y se va a su habitación. Apaga la luz, se quita la camiseta, se mete bajo las sábanas y se acuesta. Estira los brazos y las piernas intentando recuperar de nuevo la tranquilidad.
Qué noche… A saber dónde estará Elena en este momento. De todos modos, entiendo que Andrea Soldini ya no esté en su oficina. Lo habrán echado. Una cosa es segura. No sé si alguna vez impresionará a nadie a primera vista, pero, desde luego, lo que soy yo, nunca lo olvidaré. Y con este último pensamiento, Alessandro se queda dormido.
Once
Habitación añil. Ella.
Lleva allí más de dos meses, sobre el escritorio. De color gris claro, un poco polvoriento, pantalla de 15, cerrado. ¿Qué hago, lo enciendo? La muchacha da vueltas y más vueltas frente a aquel portátil misterioso. Desde luego, ¿cómo puede nadie olvidarse un ordenador sobre un contenedor? Se necesita ser besugo. ¿Por qué se dirá «ser besugo»? ¿Es que los besugos son tontos? A mí no me lo parece. En realidad son veloces, lo vi el otro día en el programa «Quark». También me lo dijo Ivo, aquel pescador de Portoscuso, el año pasado, en Cerdeña. Sea como sea, quien se olvida así un ordenador, debe de estar un poco chalado. La muchacha se sienta al escritorio. Abre el portátil. Ve un pequeño adhesivo abajo, cerca del monitor. «Anselmo 2.» No me lo puedo creer. Pero quién escribe su nombre en el portátil. Anselmo 2, la venganza. Pues sí que estamos bien. Pero… ¿será el nombre del propietario? Anselmo. Bueno. Aprieta el botón de encendido. No es mío… no debería. Pero si no lo enciendo, ¿cómo hago para saber de quién es y quizá devolvérselo? La pantalla azul de Windows con el clásico logo de bienvenida se abre ante ella. Caramba, lo que hay que ver. Ni siquiera tiene contraseña de acceso. Es decir, se abre sin más, sin protección… En el escritorio aparece la imagen de una puesta de sol en el mar. El cielo tiene unos colores brillantes y cálidos y las olas son suaves. Al fondo, una gaviota se dedica a sus asuntos. Pocos iconos. Intenta abrir el Outlook. Siento curiosidad. Veamos sus mails. Pocas carpetas. Mira, mira… muchas de las recibidas proceden de «Editorial». ¿Alguien que escribe? Pero ¿hombre o mujer? Después «Oficina». Bah, serán cosas de trabajo. Hay otros nombres, Giulio, Sergio, AfterEight y apodos varios. Saludos, links, vídeos, bromas. Alguna invitación. Veamos en enviados. Muchos a esa editorial, después a los mismos nombres de antes. Una chica aparece con frecuencia. Carlotta. Todos están firmados SteXXX. Menos mal, entonces no se llama Anselmo 2. Veamos… Abre otro mail. Stefano. Vale, es un hombre. Luego abre otro. «Hola, he intentado llamarte hoy pero tenías el móvil apagado. ¿Puedo tener el honor de invitarte el sábado a cenar? Estaría muy contento.» Contento. Es un hombre. ¿El honor? Pero, ¿cómo habla éste? Estoy cometiendo un delito. Violación de la privacidad. No, si acaso violación de contenedor. Y a quién le importa. Soy una mirona. No, una «lectorona». Se ríe para sí. Luego sigue registrando y acaba en «Documentos». A ver. Ah, mira… «Fotos». Abre la carpeta amarilla. Muchos paisajes y fotos de animales, barcas, cosas varias. Ninguna persona. Ningún rostro. Ni siquiera fotos porno. Menos mal, piensa. La cierra y vuelve al escritorio. Uno de los pocos iconos lleva por nombre Martin. A lo mejor se llama así. La abre. Contiene varios documentos Word. Elije uno al azar y clica.