Un gato bicolor camina afelpado y curioso. Ha permanecido escondido hasta que el coche se ha ido. Después ha salido y, de un salto preciso, ha comenzado su paseo de contenedor en contenedor. Algo llama su atención. Se acerca. Empieza a restregarse, a observar, sigue husmeando. Se rasca una oreja mientras pasa una y otra vez junto a la esquina del ordenador. Desde luego, ésa sí es una basura extraña.
La música sale fuerte y estridente de los bailes del Aixam.
– ¡Naomi!
– Se me da bien, ¿eh? -Sonríe Niki.
Diletta bebe un sorbo de cerveza.
– Deberías dedicarte en serio a lo de ser modelo.
– Pasa el tiempo, un año, una se engorda…
– ¡Olly, eres una envidiosa! Te fastidia que desfile tan bien, ¿o qué? Pero sabes de sobra que esta…, es la hostia. ¿Cómo se llama?
– Alexz Johnson.
– ¡Eh, aquí todas somos profesionales! Mira, mírame a mí. -Y Olly se planta en el otro extremo de la acera, se apoya la mano en la cadera derecha, dobla un poco la pierna y se detiene, mirando fijamente al frente. Después da media vuelta, se echa la melena hacia atrás con un rápido movimiento de cabeza y regresa.
– ¡Pareces una modelo de verdad! -Y todas le aplauden.
– Modelo número 4, Olimpia Crocetti.
– Giuditta, mejor que Crocetti. -Y empiezan a cantar a coro una canción, unas mejor y otras peor, unas sabiéndose de verdad la letra y otras inventándosela de cabo a rabo. «I know how this all must look, like a picture ripped from a story book, I've got it easy, I've got it made…» Y se toman un último y fresco sorbo de cerveza.
– ¡Valentino, Armani, Dolce e Gabbana, el desfile ha terminado! ¡Aquí estaré, por si me queréis contratar! -Y Olly hace una reverencia a las demás Olas-. ¿Qué hacemos ahora? Empiezo a estar aburrida de estar aquí…
– ¡Vámonos al Eur, o quizá, qué sé yo, al Alaska! ¡Sí, hagamos algo!
– Pero ¡si acabamos de hacer algo! No, chicas, yo me voy a casa. Mañana tengo examen y me la juego. Tengo que recuperar el cinco y medio.
– ¡Venga! ¡No seas pelma! No vamos a volver tarde. Y, además, mañana puedes levantarte más temprano y le das un repaso, ¿no?
– No. Necesito dormir, ya van tres noches que me hacéis llegar tarde y yo no soy precisamente de hierro.
– ¡No, en realidad eres dura sólo de mollera! Está bien, haz lo que te parezca, nosotras nos vamos. ¡Hasta mañana!
Y cada una a su paso se va en una dirección: tres, directas hacia quién sabe dónde y una hacia su casa. Los cuatro botellines de Coronita siguen allí, en la acera, como conchas abandonadas en la playa tras la marea. Mira qué desastre, cómo lo han dejado todo. Claro, como yo soy la escrupulosa… Las recoge. Mira a su alrededor. Las farolas iluminan una hilera de contenedores. Menos mal, ahí está el contenedor de color verde, el del vidrio. ¡Qué asco! Qué descuidada es la gente. Han dejado un montón de bolsas en el suelo. Al menos podrían separar la basura. ¿Acaso no se han enterado de que el planeta está en nuestras manos? Coge los botellines y los deja caer uno a uno por el agujero adecuado. ¿Y las chapas? ¿Dónde las meto? No son de cristal… Quizá donde van las latas y los botes. También podrían indicarlo, con una etiqueta o un dibujo bonito. «Chapas aquí.» Se para y se echa a reír. ¿Cómo era aquel viejo chiste de Groucho? Ah, sí…
«Papá, ha llegado el hombre de la basura.»
«Dile que no queremos.»
Detallista, tira también al contenedor correspondiente una bolsa que se había quedado fuera. Entonces lo ve. Se acerca temerosa. No me lo puedo creer. Justo lo que necesitaba. ¿Lo ves?, a veces vale la pena ser ordenado.
Más tarde, esa misma noche. El coche frena con un chirrido de neumáticos. El conductor baja a toda prisa y mira a su alrededor. Parece uno de los personajes de «Starsky y Hutch». Pero no va a disparar a nadie. Mira a los pies del contenedor. Detrás, encima, debajo, por el suelo de alrededor. Nada. Ya no está.
– No me lo puedo creer. No me lo puedo creer. Nadie limpia jamás, nadie se preocupa de si los demás dejan las bolsas en el suelo y, justo esta noche, tenía que encontrarme a un tipo correcto y puñetero en mi camino… Y encima Carlotta me ha dado calabazas. Me ha dicho que finalmente se había enamorado… Pero de otro…
Y no sabe que, por culpa de lo que ha perdido, un día, Stefano Mascagni será feliz.
Dos
Dos meses después. Aproximadamente.
No me lo puedo creer. No me lo puedo creer. Alessandro camina por su casa. Han pasado dos meses y todavía no consigue hacerse a la idea. Elena me ha dejado. Y lo peor es que lo ha hecho sin un porqué. O al menos sin contarme ese porqué a mí. Alessandro se asoma a la ventana y mira al exterior. Estrellas, estrellas hermosísimas. Sólo estrellas en el cielo nocturno. Estrellas lejanas. Estrellas malditas que saben. Sale a la terraza. Techo de madera, celosía, en las esquinas espléndidas vasijas antiguas, lisas, lo mismo que delante de cada ventanal. Un poco más allá, largos toldos de color claro, pastel, que matizan la salida y la puesta del sol. Como una ola que rodea la casa, que se pierde lenta a la entrada de cada habitación y, una vez dentro, esa misma ola continúa incluso en los colores de la pared. Pero lo único que logra ahora todo eso es causarle más daño aún.
– ¡Aaahhh! -De repente Alessandro empieza a gritar como un loco-: ¡Aaahhh!
Ha leído que desahogarse alivia.
– Eh, tú, ¿has acabado? -Un tipo está asomado a la terraza de enfrente.
Alessandro se oculta de inmediato detrás de una enorme planta de jazmín que tiene en la terraza.
– Bueno, ¿has acabado o no? Tú, guapito de cara; te estoy viendo, ¿estás jugando a policías y ladrones?
Alessandro retrocede un poco para apartarse de la luz.
– ¡Te he pillado! Te he visto, te he pillado. Mira, estoy viendo una peli, así que, si te agobias, ve a dar una vuelta…
El tipo vuelve a meterse en casa y corre de golpe una gran puerta de vidrio, después baja las persianas. De nuevo el silencio. Alessandro se agacha y entra lentamente en la casa.
Abril. Estamos en abril. Y empieza negro. Y encima ese gilipollas… Me cojo un ático en el barrio de Trieste y resulta que el único gilipollas vive justo enfrente de mi casa. Suena el teléfono. Alessandro corre, atraviesa el salón y aguarda con un poco de esperanza. Un timbrazo. Dos. Se activa el contestador automático. «Ha llamado al 0680854… -y sigue-, deje su mensaje…» A lo mejor es ella. Alessandro se acerca al contestador esperanzado: «…después de la señal». Cierra los ojos.
– Ale, tesoro. Soy yo, tu madre. ¿Qué hay de ti? Ni siquiera respondes al móvil.
Alessandro se dirige a la puerta de la casa, coge la chaqueta, las llaves del coche y su Motorola. Después la cierra de golpe a sus espaldas mientras su madre continúa hablando.
– ¿Y bien? ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros la semana que viene, Elena y tú quizá? Ya te he dicho que me encantaría… Hace mucho que no nos vemos…