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Alessandro se encoge de hombros como diciendo: «No puedo hacer nada».

– También a mí me molesta…

– Y la segunda: ¿por qué no me has elegido a mí para sustituir a Alessia?

– Porque Leonardo ha impuesto a Andrea Soldini.

– ¡Vaya, encima enchufado! Sí, llamemos a las cosas por su nombre, es un enchufado.

– No, no es así. Leonardo ni siquiera recordaba su nombre. Creo que es bueno de veras. Sólo necesita una oportunidad. ¿Se la darás, Dario?

Dario lo observa un momento. Después suspira, muerde su LaLuna y se lo traga. Sonríe y hace un gesto afirmativo con la cabeza.

– Está bien… Por ti.

Alessandro hace ademán de irse. Dario lo detiene.

– Disculpa, no quisiera meter la pata… ¿cómo has dicho que se llama?

Diecisiete

El pasillo se llena como un torrente tras la lluvia. Colores, risas, vaqueros, lectores de Mp3, tonos de móviles y miradas que vuelan de un lado a otro, rebotan sobre las paredes y tal vez contienen mensajes secretos que entregar. Las Olas salen de clase. Olly saca su bocadillo bien envuelto en papel de aluminio.

– Pero ¡si es enorme!

– Sí. Tomate, atún y mayonesa.

– ¿Y te lo preparas tú?

– Qué va. Me lo prepara Giusi, la señora que nos ayuda en casa. Ha dicho que como demasiadas porquerías industriales y por eso me hace bocadillos artesanales.

– Yo voy a buscarme un snack de cereales. Total, comas lo que comas, te saco ventaja.- Diletta se aleja, con exagerada alegría y dando unos saltitos muy cómicos que hacen que sus cabellos sueltos oscilen de un lado para otro.

– ¡Nooo! ¡Te odio! ¡Tendrás que vértelas con Giusi! -le grita Olly riéndose.

La máquina expendedora está al volver la esquina del pasillo, en una especie de vestíbulo junto a las ventanas. Un grupo de muchachos están apelotonados frente a las diversas teclas de selección. Diletta conoce a alguno de ellos.

– Un sándwich para mí. -Un muchacho vestido con North Sails, aunque con pinta de frecuentar el mar más bien poco, se vuelve hacia la chica que está a su lado.

– ¿Lo quieres con salsa tártara? Pues como no lo saques tú.

– No me digas que también hay uno con salsa tártara. Venga, cómpramelo y te invito a pizza el sábado.

Pero la muchacha no parece muy convencida.

– A pizza y cine.

– Vale, está bien… Pero mira, no me acepta la moneda.

– ¿Cómo que no?

– Pues como que no.

Diletta observa a la muchacha que está delante de ella en la cola. Ha metido una moneda de un euro en la ranura, pero la máquina no hace más que escupirlo una y otra vez. El presunto marinero hurga en sus bolsillos. Encuentra otro euro y lo intenta a su vez. Nada que hacer.

– ¿No la acepta? -pregunta el tipo que está reponiendo las bebidas en la máquina de al lado.

– No -responde la muchacha.

– Está demasiado nuevo. ¿Tienes suela?

– ¿Suela?

– Sí, suela de goma en los zapatos.

– Sí, ¿y eso qué tiene que ver?

– Coge el euro, lo tiras al suelo y lo pisas bien con la suela de goma.

– ¡Vaya estupidez!

– Entonces haz lo que te parezca y ayuna.

Y vuelve a ocuparse de su máquina. Los dos muchachos, lo miran mal y se van. Le llega el turno a Diletta. Mientras tanto ha ido dándole vueltas y más vueltas a su euro en la mano, confiando en quién sabe qué ritual físico y energético para evitar correr la misma suerte. Lo mete en la ranura. Clinc. El ruido de la moneda resuena inexorable y cínico en el cajetín de abajo. Nada que hacer. Su euro también debe de ser demasiado nuevo. Lo coge y prueba de nuevo. Nada. Otra vez. Nada de nada. Diletta se pone nerviosa y le da una patada a la máquina. El tipo la fulmina con la mirada.

– Señorita, dele la patada al euro. Estos aparatos valen una pasta, ¿qué se ha creído?

– Espera, déjame probar a mí. -Una voz a sus espaldas hace que Diletta se vuelva. Un muchacho alto, trigueño, con la cara ligeramente morena por el sol primaveral y con unos ojos color verde esperanza la mira levemente azorado y sonríe. Mete a su vez un euro en la ranura. Plink. Un ruido diferente. Funciona-. Mientras probabas, he hecho lo que decía el señor.

El tipo se vuelve a mirarlo.

– Vaya, al menos hay uno que se entera de algo. Señorita, hágale caso.

Diletta le lanza una mirada de reojo.

– ¿Qué quieres? -La voz habla de nuevo.

– ¿Eh, cómo? ¡Ah! Esa barrita de cereales.

El muchacho aprieta la tecla y el snack cae en el cajetín. Se inclina y lo recoge.

– Aquí tienes.

– Gracias, pero no tenías por qué hacerlo. Toma el euro.

– No, además ya has visto que no funciona. No me sirve.

– No, tómalo. Tú sabes cómo hacerlo. No me gustan las deudas.

– ¿Deudas? ¿Por una barrita de cereales?

– Vale, pero no me gustan. Gracias de todos modos. -Y se va con el snack en la mano, sin más palabras. El muchacho se queda allí, un poco perplejo.

El tipo de la máquina lo mira.

– Eh, para mí que le gustas.

– Desde luego. La he fulminado.

Diletta regresa con las Olas. Entretanto, Olly ya ha devorado su bocadillo.

– ¡Qué bueno! ¡Nada que ver con el snack! ¡Chicas, el apetito es igualito que el sexo: cuanto más grande mejor!

– ¡Olly! ¡Qué asco!

Diletta rasga el envoltorio de su snack y empieza a comérselo.

– ¿Qué te pasa?

– Nada. Que la máquina no me cogía la moneda.

– ¿Y qué has hecho?

– Bueno… Uno me ha ayudado…

– ¿Uno quién?

– Y yo qué sé. Uno. Me la ha sacado él.

– ¡Ajá! ¿Has oído, Niki? ¡Había uno! -Y, de pronto, las tres empiezan a gritar a coro-: ¡Uno al fin! ¡Uno al fin! -Y le dan empujones a Diletta, quien pone mala cara aunque al final no le queda más remedio que reírse ella también. Entonces se detienen de golpe. Diletta se da la vuelta. También Erica y Niki. Olly es la única que continúa gritando:

– ¡Uno al fin! -Pero finalmente se detiene también.

– ¿Qué pasa?

– El uno -dice Diletta, y entra rápidamente en el aula.

El muchacho se ha detenido frente a ellas. En la mano lleva el mismo snack de cereales que Diletta.

– Uno al fin. -Y sonríe.

Dieciocho

– Bien, entonces buscadme todo lo que se pueda encontrar sobre cualquier tipo de caramelo que se haya publicitado alguna vez en Italia. No, mejor. En Europa. Qué digo, en el mundo.

Giorgia mira a Michela y sonríe señalando a Alessandro.

– Me vuelve loca cuando se pone así.

– Sí, a mí también; se convierte en mi hombre ideal. Qué lástima que cuando todo esto acabe volverá a ser como los demás. Frío, desinteresado por cualquier cosa que no sea… -y traza una curva en el aire-, y, sobre todo, comprometido ya…

– No, ¿no lo sabes? Se han separado.

– No me digas. Hummm… entonces la cosa se pone más interesante. Podría ser que mi apetito durase más allá de la campaña… ¿En serio lo ha dejado con Elena? Ahora entiendo lo de anoche, todos a su casa… Las rusas… Ahora me encaja.

– ¿Qué rusas? ¿Qué noche? No me digas que se fueron de juerga con nuestras modelos.

Llega Dario.

– ¿Cómo que vuestras modelos? Ésas son de nuestra empresa, la Osvaldo Festa, hasta hoy. Tenían que rodar un día más y por lo tanto siguen bajo contrato. Y, además, son un poco de la comunidad, son nuestras mascotas. ¿Qué os pasa, estáis celosas?

– ¿Nosotras? ¿Por quién nos has tomado?

Justo en ese momento, llega Alessandro.

– ¿Se puede saber qué es tanto hablar? ¿Os queréis poner a la faena? Venga, a currar, exprimios las cabecitas, lo que os quede dentro. ¡Yo ni me voy a Lugano ni os quiero perder!

Giorgia le da una patada a Michela.

– ¿Lo ves? ¡Me ama!