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– Perdona… -Brumm, brumm. Llega un ciclomotor hecho polvo con un muchacho y una chica de cabello largo y oscuro detrás. Él es musculoso, lleva una camiseta azul celeste de esas que se pegan al torso y marcan todos los músculos por debajo-. Oye, hablo contigo, ¡eh…!

Alessandro se asoma por la ventanilla.

– Sí, dime.

– Mientras estábamos en el puente del corso Francia has pasado gritando. ¿Por qué te metes con nosotros? Contesta.

– No, mira, disculpa, debe de haber un malentendido, me metía con el de delante, que iba a paso de burra.

– Oye, no te pases de listo conmigo, ¿entendido? No tenías a nadie delante, así que agradécele al cielo… -señala a la patrulla con el mentón-, que esté aquí la pasma; y la próxima vez no me toques los cojones o acabarás mal… -Y no espera respuesta. El semáforo se pone verde, y el chico pisa el acelerador y sigue adelante, hacia la Cassia. Después toma una curva inclinado, se pierde ya dirigiéndose hacia quién sabe dónde, hacia otro beso, quizá hacia la sombra… Y tal vez hacia algo más.

Alessandro se pone en movimiento lentamente. Los policías todavía se siguen riendo. Uno ha acabado su cigarrillo. Acepta un chicle que le ofrece la muchacha. El otro ha cerrado el móvil y se ha metido en el coche a hojear un periódico cualquiera. No se han enterado de nada.

Alessandro continúa conduciendo. Al cabo de un rato vira en redondo, para escapar de ese fastidio. Ni siquiera tenemos ya libertad para expresar nuestra opinión de vez en cuando. En situaciones así uno se siente limitado, demasiado limitado. Los policías ya no están.

También la muchacha ha desaparecido. Hay otra que espera el autobús. Es negra, y si no fuese por su camiseta de color rosa, con un muñeco gracioso, casi se confundiría con la noche. Pero ni siquiera eso le hace reír. Alessandro continúa conduciendo despacio, cambia el CD. Después se arrepiente y pone la radio. En ciertas ocasiones, es mejor confiarse al azar. Este Mercedes es la bomba. Espacioso, bello, elegante. La música se oye a la perfección a través de diversos bailes ocultos. Todo parece perfecto. Pero ¿de qué sirve la perfección si estás solo y nadie se da cuenta? Nadie puede compartirla contigo, felicitarte ni envidiarte.

Música. «Quisiera ser el vestido que llevarás, el carmín que te pondrás, quisiera soñarte como no te he soñado nunca, te veo por la calle y me pongo triste, porque después pienso que te irás…» Ay, Lucio. Una emisora al azar, vale, pero parece una tomadura de pelo. No está mal como idea para un anuncio de una nueva tarjeta de crédito: «Lo tienes todo menos a ella.»

Alessandro toca un botón y cambia de emisora. Cualquier canción menos ésa. Lo peor que te puede pasar es que el trabajo se convierta en tu única motivación.

Lungotevere. Lungotevere. Y más Lungotevere. Sube el volumen para perderse en el tráfico. Pero Alessandro se detiene en un semáforo y, a su altura se sitúa un coche minúsculo. Detrás pone «Lingi», y de las ventanillas abiertas llega una música a todo volumen. Parece que esté en una discoteca. Al volante van dos chicas de cabello largo y liso, una morena y la otra rubia. Ambas llevan grandes gafas estilo años setenta, con estrecha montura blanca y unos cristales enormes de color marrón. Y eso que es de noche. Una lleva un pequeño piercing en la nariz. Es diminuto, una especie de lunar metálico. La otra fuma un cigarrillo. No intercambian una sola palabra. Le viene a la memoria la escena de Harvey Keitel en El teniente corrupto. Le gustaría hacerlas bajar del coche y hacer lo mismo que en la película, pero a lo mejor todavía ronda por ahí el tipo del ciclomotor, y a lo mejor son amigas suyas o, peor aún, del policía aquel. Así que las deja marchar. Verde. Y además ésa no es manera de enfrentarse a las cosas. La rabia, el disgusto del «desprecio sentimental», deben ser canalizadas hacia otras metas. Alessandro siempre lo ha dicho, la rabia debe generar éxito. Pero ¿qué genera el éxito?

El Mercedes se ha detenido ahora en Castel Sant'Angelo. Alessandro camina por el puente. Observa a los turistas, su conversación alegre, abrazados, atolondrados, muchachos jóvenes deslumbrados por Roma, por la belleza de aquel puente, por el simple hecho de no estar trabajando. Una pareja adulta. Dos jóvenes atléticos de pelo corto y piernas largas, el iPod en las orejas y el mapa doblado en las manos. Alessandro se detiene, se sube al banco del puente. Se apoya, de pie, sobre el parapeto y mira hacia abajo. El río. Discurre lento, silencioso, ávido de más porquería. Alguna bolsa navega sin que nada la moleste, algún palo se pone a echar una especie de carrera con una joven caña inexperta. Algún ratón oculto en la orilla debe de estar siguiendo aburrido esa extraña carrera. Alessandro mira más allá, más allá del puente, hacia el curso del Tíber y le viene a la memoria aquella película de Frank Capra con James Stewart, ¡Qué bello es vivir!, cuando George Bailey, desesperado, decide suicidarse. Pero su ángel de la guarda lo detiene y le muestra cuáles habrían sido las consecuencias para un montón de personas si él no hubiese nacido. Su hermano no hubiese llegado a nacer, su mujer no se habría casado, se hubiese quedado soltera, no hubiesen existido todos aquellos niños tan monos e incluso la ciudad hubiese tenido otro nombre, el del tirano, el viejo millonario Potter, a quien tan sólo él había logrado poner freno.

Eso es. La única cosa verdaderamente importante, la única cosa que cuenta de verdad es darle un sentido a la propia vida. Aunque, como dice Vasco, ésta carezca de sentido. Ya. Pero ¿qué hubiese ocurrido sin mí? Alessandro piensa en ello. No mantengo buenas relaciones con mi familia, o mejor dicho, ellos respetan tan sólo a quien está casado, como mis dos hermanas menores. De modo que sin mí tan sólo tendrían una cosa menos de qué preocuparse. Y además, si estuviese a punto de arrojarme, ¿aparecería un ángel que saltase en mi lugar para hacerme encontrar o comprender el sentido de esta vida mía? Justo en ese momento, una mano le da una palmada en la espalda.

– ¡Jefe!

– Dios, ¿qué pasa?

– Soy yo, jefe. -Es un barbudo de pelo sucio, mal vestido, de aspecto poco tranquilizador y cualquier cosa menos angelical-. Disculpe, jefe, no quería asustarlo, ¿tiene dos euros?

¡No se conforma con uno, piensa Alessandro, dos! Ya llegan decididos, exigentes, van directos al asunto, tienen calculado hasta lo que van a pedir.

Alessandro abre su cartera, saca un billete de veinte euros y se lo da. El mendigo lo coge con una cierta desconfianza, después le da vueltas en las manos, lo mira con más atención. No puede creer lo que ven sus ojos. Y sonríe.

– Gracias, jefe.

Ante la duda, piensa Alessandro, si no salta nadie antes que yo o en mi lugar, al menos le habré dejado un buen recuerdo a alguien. La última buena acción. De improviso una voz.

– ¡Ya lo creo que sí, he aquí al hombre de éxito, al rey de los anuncios!

Alessandro se da la vuelta.

Por el otro lado del puente llegan Pietro, Susanna, Camilla y Enrico. Caminan tranquilos y sonrientes. Enrico lleva del brazo a Camilla y Pietro va un poco más adelantado.

– ¿Y bien? ¿Qué estás haciendo, Alex? ¿Una investigación acerca del comportamiento humano? Desde luego, lo estudias todo para triunfar con tus anuncios, ¿eh? Te he visto hablando con aquel… -Se da la vuelta y se asegura de que el tipo se haya alejado-. ¡Apuesto a que en tu próximo anuncio saldrá un mendigo!

– Qué va, tan sólo estaba dando un paseo. ¿Y vosotros qué estáis haciendo?

– Bah, nada del otro mundo.