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Andrea alza el rostro y sonríe.

– Gracias… en serio, gracias.

Alessandro suspira. Por lo menos eso ha colado.

– Ok, ahora sí que me voy a buscar algo de beber.

– Cómo no. ¿Quieres que te lo traiga yo?

– No, no, gracias.

Alessandro se aleja. Mira por dónde. Imagínate, tenía que venir a esta fiesta y tropezarme con un tipo como ése. Vale que sea simpático. Pero de ahí a que yo sepa por qué no llama la atención, por qué no lo recuerdan. Dice que estaba en la mesa de la derecha de Elena. Pero yo ni siquiera recuerdo que allí hubiese una mesa. Una de dos, Alex: o sólo tenías ojos para Elena o ése es un tipo que de verdad pasa totalmente desapercibido. Ojalá nunca me asignen una campaña publicitaria de un producto como Andrea Soldini. A Alessandro le divierte la idea y, con su única sonrisa de la noche, se dirige a la mesa del bufet y come algo. Dos guapísimas muchachas extranjeras que están allí cerca le sonríen.

– Bueno, ¿verdad? -le dice una.

Alessandro esboza la segunda sonrisa de la noche.

– Sí, muy bueno.

La otra muchacha también le sonríe.

– Bueno… aquí todo bueno.

Alessandro vuelve a sonreír. Tercera sonrisa.

– Sí, bueno.

Deben de ser rusas. Después se da la vuelta. En el sofá, no muy lejos, Pietro lo está mirando. Está sentado junto a una hermosa muchacha morena de cabello largo que se inclina hacia delante y ríe por alguna cosa que le debe de haber dicho él. Pietro le guiña el ojo desde lejos y levanta la copa como para brindar. Mueve los labios diciendo sin palabras: «¡Venga, vamos!»

Alessandro levanta la mano como diciendo «Vete a…», después se sirve otra copa de muffato y tras comprobar que Andrea no se interpone en su camino sale a la terraza, dejando en aquel bufet sus tres únicas sonrisas. Se apoya en la baranda con los codos y bebe un poco de vino. Está bueno; tan frío en una noche no demasiado calurosa para ser abril. Coches lejanos allí, a la izquierda del Tíber, que discurre lento, silencioso, y desde la pequeña terraza parece incluso limpio. Y pensar que ahora podría estar metido en él, transportado hacia Ostia, junto con una ola de ratones aburridos. Como en esa escena que sale siempre en el programa «Blob», de ese tipo que va por debajo del agua, hacia el fondo. O como en el final de Martin Edén, cuando nada hacia el fondo, mordido por un congrio y quiere morir porque ha descubierto que la mujer a quien ama es estúpida. Estúpida. Estúpida. Estúpida la muerte que nos espera aburrida. Si yo me hubiese tirado, estoy seguro de que estaría muerto, a diferencia de James Stewart; y quizá también me habría mordido un congrio y un ratón juntos… Y seguro que mi ángel hace tiempo que se fue.

– ¿En qué piensas? -Alessia llega por detrás.

– ¿Yo? En nada.

– ¿Cómo en nada? Tú nunca dejas de pensar. Tu cerebro parece estar bajo contrato permanente con la empresa.

– Bueno, se ve que hoy le han dado la noche libre.

– También tú te tendrías que coger una de vez en cuando. Ten. -Le pasa otra copa-. Estaba segura de que ya te lo habrías acabado. Éste es un passito de Pantelleria. En mi opinión, es aún mejor. Pruébalo…

Alessandro lo sorbe lentamente.

– Sí, es realmente bueno. Es delicado…

Y un viento ligero, una maliciosa brisa de poniente, intenta crear un poco de atmósfera. También Alessia se apoya en la baranda y mira a lo lejos.

– ¿Sabes?, es muy agradable trabajar contigo. Cuando estás en el despacho te miro. No dejas de pasear, caminas sobre la moqueta… siempre en círculo, ya tiene hecho un surco. Un surco digno de Giotto. Y mientras, miras al techo, pero en realidad miras lejos… Es como si pudieses ver más allá del techo, del edificio, del cielo, más allá del mar. Ves a lo lejos, ves cosas…

– Sí, que vosotros los humanos… Venga, deja de tomarme el pelo.

– No, lo pienso en serio. Estás en perfecta armonía con el mundo y consigues reírte de las cosas que a veces ocurren y que nos vemos obligados a soportar… Como por ejemplo el final de una historia de amor. Estoy segura de que aún en el caso de que se tratase de la tuya, sabrías reírte de ello.

Alessandro mira a Alessia. Se miran fijamente un momento. Luego ella siente un leve embarazo. Alessandro toma otro sorbo del passito que le acaba de traer y dirige su mirada de nuevo hacia los tejados de las casas.

– Te lo ha dicho el abogado, ¿verdad?

– Sí, pero si no, yo sola lo hubiese adivinado. No creo que esa Elena merezca siquiera tu «desprecio sentimental».

Alessandro sacude la cabeza.

– También te ha contado eso.

Alessia se da cuenta de que esta vez es él quien se siente incómodo.

– Venga, general, ¿sabes a cuántos he dejado… ¡y cuántos me han dejado!?

– No, no lo sé. Nadie viene a contarme tus asuntos privados.

– Tienes razón, perdona. Pero no la tomes con tu amigo. Lo que Pietro quisiera es volverte a ver de nuevo alegre, como siempre. Me ha elegido a mí para que te haga sonreír, pero quizá hubiese sido mejor que te enviase a una de aquellas rusas, ¿no?

– Pero ¿qué dices?

Cuando estás mal, no hay nada peor que venga alguien a descargar contigo sus estúpidos problemas. Primero el tipo ese que quería que todos se acordasen de él. Ya ves, ni siquiera me acuerdo de su nombre. Ah, sí. Andrea Soldini. Y ahora Alessia y su manía de querer ser el centro de atención. O peor, de querer ser la medicina adecuada. Qué hartazgo…

Alessandro se acerca a ella. Alessia está mirando hacia otro lado, a lo lejos, hacia una calle que desaparece detrás de una curva. Alessandro le pasa el brazo por la espalda. Ella se vuelve de inmediato, sonríe. Pero él se le adelanta y le da un beso en la mejilla.

– Gracias, eres una medicina maravillosa. ¿Ves? Haces efecto al cabo de pocos segundos… ya sonrío.

– ¡Venga ya! -Alessia sonríe y se encoge de hombros-. Siempre me estás tomando el pelo.

– No, lo digo en serio.

Alessia lo mira.

– Vosotros, los hombres, no tenéis remedio…

– Ahora no me sueltes la típica frase «sois todos iguales», porque eso ya está más que visto y una cosa así no la espero de ti.

– Pues mira, te diré otra: vosotros, los hombres, siempre sois víctimas de las mujeres. Pero eso os conviene. ¿Y sabes por qué? Para poder justificaros por el daño que le haréis a la siguiente.

– ¡Uy, uy, uy!

Alessia hace ademán de irse, pero Alessandro la detiene.

– ¿Alessia?

– Sí, dime.

– Gracias.

Ella se vuelve.

– De nada.

– No, en serio. Este passito es buenísimo.

Alessia mueve la cabeza, después sonríe y entra en la casa.

Siete

Heladería Alaska. Las Olas están sentadas en unas sillas de hierro, dispuestas junto a la entrada. Olly tiene las piernas estiradas y apoyadas en la silla vecina.

– ¡Hummm, realmente aquí hacen un helado de caerte de culo! -Lo lame a fondo, golosa, al final le da incluso un pequeño mordisco-. En mi opinión, al chocolate le ponen algún tipo de droga. No es posible que esté tan enganchada.

Justo en ese momento, dos muchachos pasan frente a ellas. Uno viste una cazadora negra de tela que lleva escrito detrás «Surfer». El otro, una roja en la que pone «Fiat». Charlan, ríen y entran en la heladería.

– ¡Ufff, creo que también estoy muy enganchada al último «Fiat»!

Niki se echa a reír.

– ¿Y no te gustaría probar el surf?

– No…, ya lo he probado…

– Olly, me parece que nos tomas el pelo. No me creo que hayas estado también con ése.

– En mi opinión -interviene Diletta-, lo dice a propósito porque yo estoy aquí. Quiere darme envidia. Quiere que piense en todo lo que me estoy perdiendo.

– No es que haya estado con él. Ha sido solamente algún paseo en coche.

Llega un chico en su ciclomotor a toda velocidad, frena a un milímetro de ellas, se baja y lo aparca a toda pastilla.