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Había interceptado las transmisiones de Hoyt por teléfono móvil mediante un sistema de escucha radiofónica celular Cellmate provisto de una antena de alta ganancia. El Cellmate venía en un compacto estuche de aluminio mate que contenía un teléfono Panasonic adaptado, un decodificador a multifrecuencia y una grabadora Marantz. No tenía más que marear el número del teléfono móvil de Hoyt y el Cellmate se ocupaba del resto. Mediante las escuchas, había seguido el rastro a Hoyt y a Kean hasta uno de sus lugares de encuentro, el Days Inn de Maine Mall Road. Esperé en el aparcamiento y tomé fotografías de los dos

entrando en la misma habitación. Luego pedí la habitación contigua y, una vez allí, saqué de mi bolsa de piel el dispositivo de vigilancia Penetrator II. Aunque, por su nombre, cabría pensar que el Penetrator II era alguna clase de adminículo sexual, se trataba sólo de un transductor especialmente diseñado para acoplarse a la pared y convertir las vibraciones captadas en impulsos eléctricos; después, éstos se amplificaban y transformaban en señales de audio reconocibles. En este caso, la mayoría de las señales de audio reconocible eran gruñidos y gemidos, pero cuando terminaron con la parte placentera, fueron al grano, y Hoyt proporcionó suficientes detalles comprometedores acerca de lo que ofrecía, y de cómo y cuándo iba a producirse el traspaso, para que PanTech pudiese echarlo sin incurrir en una demanda laboral por despido improcedente y una considerable indemnización por daños y perjuicios. Debo reconocer que era una manera un tanto sórdida de ganarse unos dólares, pero me había resultado cómodo y relativamente sencillo. Ahora ya sólo era cuestión de presentar las pruebas a PanTech y de recoger el cheque.

Permanecí sentado en una sala de reuniones junto a una mesa de cristal ovalada mientras, frente a mí, tres hombres examinaron primero las fotografías y escucharon después las conversaciones telefónicas de Hoyt y la grabación de su paréntesis romántico con la encantadora Stacey. Uno de ellos era Roger Axton, vicepresidente de PanTech. El segundo era Philip Voight, jefe de seguridad de la empresa. El tercero se había presentado como Marvin Gross, jefe de personal. Era un hombre de corta estatura y constitución enclenque, y la pequeña barriga que sobresalía por encima del cinturón inducía a pensar que padecía de desnutrición. Era Gross, advertí, quien llevaba el talonario de cheques.

Al cabo de un rato, Axton extendió un rollizo dedo y apagó la grabadora. Cruzó una mirada con Voight y se levantó.

– Todo parece en orden, señor Parker. Gracias por su tiempo y sus esfuerzos. El señor Gross se ocupará de la cuestión del pago.

Advertí que no me estrechaba la mano sino que simplemente abandonaba la sala con un susurro de seda como una viuda acaudalada. Supuse que si yo acabase de escuchar los sonidos de dos desconocidos manteniendo relaciones sexuales, también me habría negado a dar la mano al autor de la grabación. Así pues, seguí sentado en silencio oyendo el rasgueo de la pluma de Gross en el talonario. Cuando acabó, sopló suavemente sobre la tinta y, con sumo cuidado, arrancó el cheque. En lugar de entregármelo de inmediato, lo observó un momento antes de dirigirme una mirada escrutadora con la cabeza aún inclinada y preguntar:

– ¿Le gusta su trabajo, señor Parker?

– A veces -contesté.

– A mí me da la impresión -continuó Gross lánguidamente-de que es un tanto… rastrero.

– A veces -repetí sin inmutarme-. Pero por lo general eso no viene determinado por la naturaleza del trabajo en sí, sino por la naturaleza de algunas de las personas implicadas.

– ¿Se refiere al señor Hoyt?

– El señor Hoyt tuvo relaciones sexuales por la tarde con una mujer. Ninguno de los dos está casado. Lo que hicieron no era rastrero, o al menos no más que un centenar de cosas que la mayoría de la gente hace a diario. Su empresa me ha pagado por escucharlos, y ahí viene el lado rastrero del asunto.

La sonrisa de Gross no se alteró. Sostuvo el cheque en alto entre los dedos como si esperase que rogara por él. A su lado vi a Voight mirarse los pies abochornado.

– No estoy muy seguro de que seamos los únicos culpables de la manera en que ha llevado a cabo su encargo, señor Parker -dijo Gross-. Eso lo ha elegido usted.

Noté que se me cerraba el puño, en parte a causa de mi creciente ira hacia Gross, en parte porque no le faltaba razón. Sentado en aquella sala, viendo a aquellos tres hombres trajeados mientras escuchaban los sonidos de una pareja haciendo el amor, había sentido vergüenza por ellos, y por mí. Gross estaba en lo cierto: era un trabajo sucio, no mucho mejor que la recuperación de artículos por incumplimiento de pago, y el dinero no compensaba debido a la capa de mugre que dejaba en la ropa, en la piel y en el alma.

Continué en silencio, sin apartar la mirada de él, hasta que se puso en pie y devolvió el material concerniente a Hoyt a la carpeta negra de plástico en la que se lo había entregado. Voight se levantó también, pero yo me quedé sentado. Gross echó una última ojeada al cheque y lo dejó en la mesa, frente a mí, antes de abandonar la sala.

– Disfrute su dinero, señor Parker -dijo para concluir-. Creo que se lo ha ganado.

Voight me dirigió una mirada de pesar, encogió los hombros y siguió a Gross.

– Le espero fuera -dijo.

Asentí y empecé a guardar mis anotaciones en la bolsa. Cuando terminé, alcancé el cheque, comprobé la cantidad, lo doblé y lo metí en un pequeño departamento con cremallera de mi billetero. PanTech me había pagado una gratificación del veinte por ciento. Por alguna razón, me hizo sentir aún más sucio que antes.

Voight me acompañó hasta el vestíbulo y puso gran empeño en estrecharme la mano y darme las gracias antes de irme del edificio. Crucé el aparcamiento y pasé ante las plazas reservadas con los nombres de sus propietarios en pequeñas placas de latón clavadas a la tapia. El coche de Marvin Gross, un Impala rojo, ocupaba la plaza número veinte. Saqué las llaves del bolsillo y abrí la pequeña navaja que llevaba prendida del llavero. Me arrodillé junto al neumático izquierdo de la parte de atrás y apoyé la punta de la hoja contra la banda lateral, dispuesto a rajar el caucho. Permanecí en esa postura unos treinta segundos quizás, y, finalmente, me levanté, plegué la navaja y dejé intacta la rueda. Quedó una pequeña hendidura allí donde había rozado la hoja, pero nada más.

Como Gross había dado a entender, seguir a una pareja hasta la habitación de un motel era el pariente pobre de los casos de divorcio, pero me permitía pagar las facturas y los riesgos eran mínimos. Antes aceptaba trabajos por razones caritativas, pero no había tardado en darme cuenta de que, si continuaba obrando por caridad, pronto sería yo quien necesitase de la caridad ajena. Ahora Jack Mercier me ofrecía un buen dinero por investigar la muerte de Grace Peltier, pero algo me decía que no sería un dinero fácil de ganar. Lo había visto en los ojos de Mercier.

Fui al centro de Portland, aparqué en el garaje de la confluencia de Cumberland y Preble y entré en el mercado público de Portland. La Port City Jazz Band tocaba en una esquina y en el aire se mezclaban los olores de la repostería y las especias. Compré leche desnatada en Smiling Hill Farm y venado en Bayley Hill y luego añadí verduras frescas y un panecillo de Big Sky Bread Company. Me senté un rato junto a la chimenea para ver pasar a la gente y escuchar la música. Rachel y yo nos acercaríamos aquí juntos el fin de semana, pensé; pasearíamos entre los puestos agarrados de la mano y su aroma me quedaría impregnado entre los dedos y la palma durante el resto del día.