Cuando empezó a llegar la muchedumbre de la hora del almuerzo, me encaminé hacia Congress y atajé por Exchange Street en dirección al Java Joe's en el Puerto Antiguo. En el cruce de Exchange y Middle vi a un niño sentado en el suelo en el Tommy's Park, al otro lado de la calle. Pese a ser un día frío, sólo vestía una camisa a cuadros blancos y negros y pantalón corto. Una mujer se inclinó junto a él y le habló; el pequeño alzó la vista y la miró con atención. Al igual que el niño, la mujer lucía una indumentaria propia de otra época del año. Llevaba un vestido de verano claro, con un estampado de flores pequeñas y rosadas, de tela tan fina que se transparentaba al sol revelando el contorno de las piernas, y el cabello rubio recogido atrás con un lazo de color aguamarina. No le veía la cara, pero, cuando me acerqué, sentí un nudo en el estómago.
Susan llevaba un vestido como ése y se recogía atrás el cabello rubio con un lazo de color aguamarina. Asaltado por ese recuerdo paré en seco al mismo tiempo que la mujer se erguía y se apartaba del niño en dirección a Spring Street. Mientras se alejaba, el niño me miró y vi que llevaba unas gafas viejas de montura negra, una de las lentes estaba tapada con cinta adhesiva negra. Por la lente descubierta me observaba sin parpadear con su único ojo visible. Le colgaba del cuello una tabla de madera, suspendida de un trozo de cuerda gruesa. En la madera había grabado algo, pero no lo bastante nítido para verlo desde donde yo estaba. Le sonreí y, justo en el momento en que él me devolvía la sonrisa, bajé de la acera y me crucé en el camino de un camión de reparto. El conductor pisó el freno y dio un bocinazo, y yo me vi obligado a retroceder de un salto y a dejarlo pasar como una exhalación. Cuando el camionero, tras hacerme un corte de mangas, siguió calle abajo, la mujer y el niño habían desaparecido. No encontré el menor rastro de ellos en Spring Street, ni en Middle, ni en Exchange. Sin embargo, no pude quitarme de encima la sensación de que estaban cerca y me observaban.
Eran casi las cuatro cuando regresé a la casa de Scarborough después de ingresar el cheque y de ocuparme de varios recados. Deambulé descalzo de aquí para allá mientras sonaba la voz de Jim White en el estéreo. Era la canción Still Waters; en ella, Jim decía que había proyectos para los muertos y proyectos para los vivos, pero a veces no distinguía bien unos de otros. En la mesa de la cocina se hallaba el cheque de Jack Mercier y de nuevo me invadió el desasosiego. Había notado algo extraño en su manera de mirarme cuando me ofreció el dinero por hablar con Curtis Peltier. Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que Mercier corría con el coste de mis servicios porque se sentía culpable.
Me preguntaba asimismo qué clase de deuda podía tener Mercier con Curtis Peltier para acceder a contratar a un detective que investigase la muerte de una mujer que apenas conocía. Al decir de muchos, su ruptura en los negocios no había estado exenta de acritud, y había puesto fin no sólo a una larga relación profesional sino también a una amistad de diez años. Si Peltier buscaba ayuda, me resultaba curioso que hubiese elegido a Jack Mercier.
Pero tampoco podía rechazar el encargo, pensé, porque también a mí me asaltaba una persistente sensación de culpabilidad en cuanto a Grace Peltier, como si en cierto modo le debiese al menos el tiempo que me llevaría hablar con su padre. Quizá fuese un resto de lo que había sentido por ella años antes y de mi reacción cuando creyó estar embarazada. Por entonces yo era joven, desde luego, pero ella era más joven aún. Recordaba su pelo oscuro y corto, sus ojos azules de mirada inquisitiva e, incluso ahora, su olor, como a flores recién cortadas.
A veces la vida se vive en retrospectiva. Me senté a la mesa de la cocina y contemplé el cheque de Jack Mercier durante un buen rato. Al final, todavía indeciso, lo doblé y lo dejé en la mesa bajo un jarrón de azucenas que había comprado impulsivamente al salir del mercado. Para cenar me preparé pollo con chile y jengibre y vi la televisión mientras comía, pero apenas presté atención. Al terminar, después de lavar y secar los platos, telefoneé al número que Jack Mercier me había dado el día anterior. Contestó una criada cuando el timbre sonó por tercera vez, y Mercier se puso al cabo de unos segundos.
– Soy Charlie Parker, señor Mercier. He tomado una decisión. Investigaré el asunto.
Oí un suspiro al otro lado de la línea. Quizá fuese de alivio; también podía ser de resignación.
– Gracias, señor Parker -se limitó a decir.
Puede que Marvin Gross me hubiese hecho un favor al llamarme rastrero, pensé.
Esa noche, mientras yacía en la cama pensando en el niño de la lente tapada y en la mujer rubia de pie a su lado, el perfume de las flores de la cocina se propagó por toda la casa, llegando a ser casi opresivo. El olor impregnó la almohada y las sábanas. Al frotar los dedos, me parecía notar en la piel granos de polen, como sal. Sin embargo, a la mañana siguiente cuando desperté, las flores ya se habían marchitado.
Y no entendí por qué.
El día de mi primera entrevista con Curtis Peltier amaneció despejado y radiante. Oía pasar los coches por Spring Street junto a mi casa, desde Oak Hill hasta Maine Mall Road, un reducido oasis de calma entre la Interestatal 1 y la I-95. El trepador había vuelto y la brisa hacía ondear los abetos al borde de mi propiedad, poniendo a prueba la resistencia de las agujas recién crecidas.
Mi abuelo rehusó vender parte de sus tierras cuando los promotores inmobiliarios vinieron a Scarborough en busca de terrenos para nuevas viviendas a finales de los años setenta y principios de los ochenta, y gracias a eso la casa seguía rodeada de árboles hasta donde el bosque lindaba con la interestatal. Lamentablemente, lo que quedaba de mi idilio semirrural pronto tocaría a su fin. El Servicio de Correos de Estados Unidos había proyectado construir un enorme centro de procesamiento postal a un paso de Mussey Road, en unas tierras que incluían las parcelas de la cantera Grondin y la granja Neilson. Tendría una superficie de tres hectáreas y media, y a lo largo del día entrarían y saldrían del recinto más de cien camiones; a lo que se sumaría el tráfico aéreo de las instalaciones previstas para el transporte por avión. Era bueno para la ciudad pero malo para mí. Por primera vez me había planteado vender la casa de mi abuelo.
Sentado en el porche, tomando café y viendo revolotear las avefrías, pensé en el viejo. Había muerto hacía casi seis años, y yo echaba de menos su serenidad, su amor al prójimo y su callada preocupación por las personas vulnerables y las menos favorecidas. Eso lo había inducido a entrar en las fuerzas del orden y, sin duda, lo había obligado a abandonarlas cuando llegó a identificarse tanto con las víctimas que se le hizo insoportable.
Un segundo cheque por valor de diez mil dólares había llegado a casa la noche anterior, pero yo, pese a lo que le había prometido a Mercier, continuaba intranquilo. Compadecía a Curtis Peltier, lo compadecía sinceramente, pero dudaba que fuese capaz de darle lo que él quería; quería recuperar a su hija, tal como había sido, y conservarla a su lado para siempre. El recuerdo que guardaba de ella había quedado empañado por la clase de muerte que había sufrido, y quería limpiar esa mancha.
Pensé también en la mujer de Exchange Street.
¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío? La respuesta acudió a mi mente y la aparté como algo indeseado.
¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío?