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Aunque la Hermandad se apresuraba a condenar, en general, toda acción ilegal de los grupos que supuestamente financiaba, Paragon se había sentido obligado a aparecer un par de veces en programas informativos serios para negar como san Pedro un jueves por la noche, y lo había hecho vestido con un traje de un brillo untuoso y con un pequeño crucifijo de oro prendido discretamente en la solapa como si con ello pretendiese cautivar, disculparse y manipular al mismo tiempo. Tratar de forzar a Carter Paragon a adoptar una postura clara con respecto a algo era como querer fijar el humo con clavos.

Y, por lo visto, Grace Peltier había concertado una entrevista con Paragon poco antes de su muerte. Me pregunté si la entrevista se había producido, pues, de ser así, quizá mereciese la pena hablar con Paragon.

– ¿Tiene usted algunas de las notas que ella tomó para la tesis, o disquetes? -proseguí.

Peltier movió la cabeza en un gesto de negación.

– Como le he dicho, lo llevaba todo encima. Tenía previsto pasar unos días en casa de una amiga después de la entrevista con Paragon y trabajar allí en la tesis.

– ¿Sabe quién era la amiga?

– Marcy Becker -contestó de inmediato-. Es licenciada en historia, amiga de Grace desde hace mucho. Sus padres viven en Bar Harbor. Tienen un motel. Desde hace un par de años Marcy está allí con ellos y los ayuda a ocuparse del establecimiento.

– ¿Era una buena amiga?

– Mucho. O eso creía yo.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque no fue al funeral -respondió, y volví a sentir aquella punzada de culpabilidad-. Es un poco raro, ¿no cree?

– Supongo que sí -dije-. ¿Faltó a la ceremonia algún otro amigo cercano?

Pensó por un momento.

– Una chica que se llama Ali Wynn, más joven que Grace. Estuvo aquí un par de veces y, por lo visto, se llevaban bien. Grace compartió apartamento con ella en Boston y acostumbraba a alojarse en su casa cuando iba a investigar allí. Ella también estudia en Northeastern, pero trabaja a tiempo parcial en un restaurante de lujo de Harvard, el Pudding o algo así.

– ¿Upstairs at the Pudding?

Asintió con la cabeza.

– Ese mismo.

Estaba en Holyoke Street, cerca de Harvard Square. Anoté el nombre en mi cuaderno.

– ¿Tenía Grace una pistola?

– No.

– ¿Seguro?

– Completamente. Detestaba las armas.

– ¿Salía con alguien?

– No que yo sepa.

Tomó un sorbo de café y advertí que me observaba con atención por encima de la taza, como si mi última pregunta hubiese alterado su percepción de mí.

– Le recuerdo, ¿sabe? -dijo en voz baja.

Sentí cómo me sonrojaba, y al instante me vi con quince años menos y dejando a Grace Peltier frente a esa misma casa y marchándome, dando gracias por no tener que volver a verla ni abrazarla nunca más. Me pregunté qué sabía Peltier de mi relación con su hija, y mi propia preocupación por algo así me sorprendió e incomodó.

– Le pedí a Jack Mercier que preguntase por usted -prosiguió-. Usted conoció a Grace, y pensé que quizás eso lo predispondría a ayudarnos.

– De eso hace mucho tiempo -contesté con delicadeza.

– Puede ser, pero para mí es como si mi hija hubiese nacido ayer. A su madre la asistió en el parto el peor médico imaginable. No servía ni para repartidor de leche y, a pesar de él, Grace se las arregló para llegar llorando a este mundo. Todo desde entonces, el sinfín de incidentes que compusieron su vida, parece haber ocurrido en un abrir y cerrar de ojos. Si lo mira desde ese punto de vista, verá que no ha pasado tanto tiempo, señor Parker. Para mí, en cierto modo, es como si ella apenas hubiese estado aquí. ¿Investigará el asunto? ¿Intentará averiguar qué le pasó a mi hija en realidad?

Suspiré. Sentía como si estuviese metiéndome en aguas profundas justo cuando empezaba a acostumbrarme a la sensación de hacer pie.

– Lo investigaré -contesté por fin-. No le prometo nada, pero empezaré a trabajar en ello.

Hablamos un poco más de Grace y de sus amigos, y Peltier me dio fotocopia de los registros de llamadas telefónicas de los últimos dos meses, así como los extractos más recientes de las cuentas corrientes y de las tarjetas de crédito de Grace, antes de acompañarme hasta su habitación. Me dejó solo allí dentro. Probablemente era demasiado pronto para que él pasase un rato en un espacio que aún olía a Grace, que aún contenía vestigios de su existencia. Registré los cajones y los armarios, y me sentí incómodo al tomar y volver a dejar sus prendas, al oír el tintineo de las perchas cuando palpé chaquetas y abrigos. No encontré nada aparte de una caja de zapatos que contenía los recuerdos de su vida romántica: tarjetas y cartas de amantes perdidos hacía mucho tiempo y entradas de cine de citas que obviamente habían significado algo para ella. Entre todo aquello no había nada reciente, ni nada mío. Tampoco lo esperaba. Examiné los libros de las estanterías y los medicamentos del botiquín colgado sobre el pequeño lavabo que había en un rincón de la habitación. No vi anticonceptivos que indicasen la existencia de un novio estable ni fármacos de venta con receta que indujesen a pensar que padecía de depresión o ansiedad.

Cuando volví a la cocina había en la mesa, frente a Peltier, una carpeta marrón con papeles. Me la entregó. Al abrirla vi que contenía todos los informes policiales sobre la muerte de Grace Peltier, junto con el certificado de defunción y los resultados de la autopsia. Asimismo incluía fotografías de Grace en el coche, sacadas por impresora. La calidad no era buena, pero tampoco hacía falta más. La herida de la cabeza era claramente visible, y la sangre en la ventana detrás de ella parecía el nacimiento de una estrella.

– ¿Cómo ha conseguido esto, señor Peltier? -pregunté, pero casi en el instante mismo en que las palabras salieron de mi boca supe la respuesta. Jack Mercier siempre obtenía lo que quería.

– Creo que ya lo sabe -respondió. Anotó su número de teléfono en un pequeño bloc y arrancó la hoja-. Me encontrará aquí casi siempre, de día o de noche. Últimamente no duermo mucho.

Le di las gracias. Luego me estrechó la mano y me acompañó a la puerta. Me observaba aún cuando subí al Mustang y me alejé.

Aparqué en Congress y llevé los informes a Kinkos para fotocopiarlos, una precaución que había empezado a tomar recientemente con todo, desde documentos tributarios hasta notas de investigación, quedándome los originales en casa y poniendo las copias a buen recaudo por si los originales se perdían o resultaban dañados. Hacer fotocopias implicaba unas molestias y unos gastos mínimos a cambio de la tranquilidad que proporcionaba. Cuando terminé, fui al Coffee by Design y comencé a leer detenidamente los informes. A medida que avanzaba me gustaba cada vez menos lo que veía.

El informe policial enumeraba el contenido del coche, incluida una pequeña cantidad de cocaína hallada en la guantera y un paquete de tabaco sobre el salpicadero. El análisis dactiloscópico revelaba tres juegos de huellas en el paquete, y sólo uno de ellos pertenecía a Grace. Para ser una persona que no fumaba ni consumía drogas, daba la impresión de que Grace Peltier llevaba muchos narcóticos en su coche.

El certificado de defunción no aportaba gran cosa a lo que ya sabía, aunque una sección despertó mi interés. La sección 42 del formulario del certificado de defunción del estado de Maine exige al forense que atribuya la muerte a una causa entre seis: Por orden son éstas: «natural», «accidente», «suicidio», «homicidio», «pendiente de investigación» y «no ha podido determinarse».