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– De acuerdo, pero cuando te agote, quizá tenga que ir en busca de placer a otra parte.

Aunque no podría asegurarlo, me pareció advertir un tono claramente burlón en su risa antes de colgar.

Cuando volví a casa, llamé al Upper West Side de Manhattan desde el teléfono fijo. A Ángel y a Louis no les gustaba recibir llamadas desde un móvil, porque -como el desdichado Hoyt estaba a punto de averiguar en carne propia- las conversaciones por móvil podían ser escuchadas o localizadas, y Ángel y Louis eran la clase de individuos que a veces se dedicaban a asuntos delicados que tal vez la policía no vería con buenos ojos. Ángel era un ladrón de casas, y muy bueno, aunque, en la actualidad, oficialmente «descansaba» gracias a las rentas conjuntas que él y Louis obtenían. La presente situación profesional de Louis era más turbia: mataba a personas por dinero, o eso hacía antes. Ahora mataba a personas a veces, pero no le preocupaba tanto el dinero como el imperativo moral que exigía esas muertes. A manos de Louis morían malas personas, y acaso el mundo estuviera mejor sin ellas. Conceptos como moralidad y justicia adquirían un sentido un tanto complicado por lo que a Louis se refería.

El teléfono sonó tres veces y a continuación una voz con todo el encanto de una serpiente silbándole a una mangosta dijo:

– ¿Qué?

La voz sonaba también un tanto entrecortada.

– Soy yo. Veo que aún no has llegado al capítulo sobre la buena educación al teléfono de aquel libro de la Señorita Modales que te regalé.

– Tiré esa mierda a la basura -contestó Ángel-. Seguramente aún intenta venderlo en Broadway algún muerto de hambre.

– Te noto la respiración entrecortada. ¿Es acaso de mi incumbencia saber qué he interrumpido?

– El ascensor está averiado. He oído el teléfono desde la escalera. He ido a un recital de órgano.

– ¿Y tú qué hacías? ¿Pasar la gorra?

– Muy gracioso.

Dudé que lo pensase de verdad. Obviamente, Louis seguía empeñado en el vano intento de ampliar los horizontes culturales de Ángel. Uno tenía que admirar su perseverancia y su optimismo.

– ¿Qué te ha parecido?

– Ha sido como pasar dos horas atrapado con el fantasma de la ópera. Me duele la cabeza.

– ¿Tienes previsto un viaje a Boston?

– Louis sí. En su opinión, es una ciudad con clase. A mí me gusta más el orden de Nueva York. Boston es como Manhattan por debajo de la calle Catorce, ya me entiendes, con todas esas callejuelas que se cruzan entre sí. Es como la Twilight Zone del Village. Ni siquiera me gustaba ir de visita cuando tú vivías allí.

– ¿Has acabado? -le interrumpí.

– En fin, supongo que ahora sí, impaciente del carajo.

– Voy a bajar este fin de semana, y quizá quede a cenar con Rachel el viernes. ¿Quieres venir?

– No cuelgues.

Oí una conversación en susurros y finalmente una grave voz masculina preguntó al otro lado de la línea:

– ¿Estás haciéndole proposiciones a mi chico?

– Dios me libre -contesté-. En mis relaciones me gusta ser el guapo, pero en este caso sería pasarse de la raya.

– Nos alojaremos en el Copley Plaza. Llámanos cuando tengáis mesa reservada.

– Cómo no, jefe. ¿Alguna cosa más?

– Ya te lo haremos saber -dijo, y se cortó la comunicación.

Era una verdadera lástima que se hubiesen deshecho del libro de la Señorita Modales.

Los extractos de las tarjetas de crédito de Grace Peltier no revelaban nada fuera de lo corriente; el registro telefónico, en cambio, incluía llamadas al motel de los padres de Marcy Becker, a un número particular de Boston que ahora estaba dado de baja pero había sido, supuse, de Ali Wynn, y varias llamadas a las oficinas de la Hermandad en Waterville. A media tarde telefoneé a ese mismo número de la Hermandad y un mensaje grabado me pidió que eligiese «uno» si quería hacer un donativo, «dos» si quería escuchar la oración grabada del día, o «tres» para hablar con una operadora. Pulsé «tres», y cuando me atendió la operadora, le di mi nombre y le pedí que me pusiera con el despacho de Carter Paragon. La operadora contestó que me pasaba con la ayudante de Paragon, la señorita Torrance. Tras un silencio, oí otra voz femenina.

– ¿En qué puedo ayudarle? -dijo con el tono que cierta clase

de secretarias reserva para aquellos a quienes no tienen la menor intención de ayudar.

– Desearía hablar con el señor Paragon, por favor. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.

– ¿De algo en concreto, señor Parker?

– De una mujer llamada Grace Peltier. Creo que el señor Paragon le concedió una entrevista hace dos semanas.

– Lo siento pero ese nombre no me suena de nada. Esa entrevista no se celebró. -Si las arañas se disculpasen antes de devorar a las moscas, conseguirían aparentar mayor sinceridad que aquella mujer.

– ¿Le importaría comprobarlo?

– Como le he dicho, señor Parker, esa entrevista no se celebró.

– No, me ha dicho que el nombre no le sonaba y luego me ha dicho que esa entrevista no se celebró. Si no reconoce el nombre, ¿cómo recuerda si la entrevista se celebró o no?

Se produjo un silencio al otro lado de la línea, y me dio la impresión de que el auricular empezaba a enfriarse perceptiblemente en mi mano. Al cabo de un rato, la señorita Torrance volvió a hablar.

– Veo en la agenda del señor Paragon que había concertada una entrevista con una tal Grace Peltier, pero no vino.

– ¿La canceló ella?

– No, sencillamente no se presentó.

– ¿Puedo hablar con el señor Paragon, señorita Torrance?

– No, señor Parker, no es posible.

– ¿Puedo pedir hora para hablar con el señor Paragon?

– Lo siento. El señor Paragon es un hombre muy ocupado, pero le diré que ha llamado.

Colgó antes de que le diese mi número de teléfono, así que supuse que no tendría noticias de Carter Paragon en un futuro cercano, o ni siquiera en un futuro lejano. Al parecer me vería obligado a hacer una visita a la Hermandad, aunque, a juzgar por el tono de la señorita Torrance, mi presencia allí sería casi tan bien acogida como un burdel en Disneylandia.

Desde la lectura del informe policial me asaltaba una duda sobre el contenido del coche, de modo que alcancé el teléfono y llamé a Curtis Peltier.

– Señor Peltier, ¿recuerda si Marcy Becker o Ali Wynn fumaban? -pregunté.

Guardó silencio antes de contestar.

– Pues creo que las dos, ahora que lo dice, pero hay otra cosa que debe saber. La tesis de Grace no era de carácter general; le interesaba un grupo religioso en concreto. Los Baptistas de Aroostook, se llamaban. ¿Ha oído hablar de ellos?

– Creo que no.

– La comunidad desapareció en 1964. Mucha gente dio por supuesto que habían desistido y se habían marchado a otra parte, a algún lugar más cálido y hospitalario.

– Disculpe, señor Peltier, pero no entiendo qué quiere decir.

– Se los conocía también como Baptistas de Eagle Lake.

Recordé las noticias del norte del estado, las fotografías en los periódicos de figuras que se movían al otro lado de la cinta con que se había acordonado la escena del crimen, los aullidos de los animales.

– Los cadáveres aparecidos en el norte -susurré.

– Se lo habría dicho cuando estuvo aquí, pero acabo de verlo en el telediario -dijo-. Creo que son ellos. Creo que han encontrado a los Baptistas de Aroostook.

3

Ya vienen, los ángeles de las tinieblas, los violentos, sus alas negras contra el sol, las espadas desenvainadas. Se abren paso sin piedad entre la gran masa de la especie humana: purgando, arrebatando, matando.

No forman parte de nosotros.

La Brigada de Homicidios de Manhattan Norte, con oficinas en el número 120 de la calle Ciento Diecinueve Este, se considera un grupo de élite dentro del Departamento de Policía de Nueva York. Todos los miembros han servido durante años como inspectores de distrito antes de pasar a Homicidios tras una rigurosa selección. Son inspectores experimentados y sus insignias de oro llevan los distintivos de una larga vida en activo. Los miembros más jóvenes tienen probablemente veinte años de trabajo a sus espaldas; los más veteranos están desde hace tanto tiempo que ciertos comentarios jocosos se han pegado a ellos como lapas a las proas de barcos viejos. Como solía decir Michael Lansky, que era inspector jefe en la brigada cuando yo era un agente novato: «Cuando entré en Homicidios, el mar Muerto sólo estaba enfermo».