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– ¿En qué puedo servirle?

– He venido a ver a Carter Paragon -contesté.

– Lamento decirle que el señor Paragon está ocupado.

El día acababa de empezar y yo experimentaba ya una sensación de déjà vu.

– Pero yo he dejado que el Señor me guíe hasta aquí -protesté-. No querrá hacer quedar mal a Dios, digo yo.

Del altavoz sólo me llegó el silencio que sigue cuando se interrumpe la comunicación. Volví a llamar.

– ¿Sí? -Su irritación era palpable.

– Quizá podría esperar a que el señor Paragon se desocupe.

– No es posible. Esto no es un organismo municipal. Para ponerse en contacto con el señor Paragon primero debe solicitarlo por escrito. Buenos días.

Me dio la impresión de que un buen día para la señorita Torran-ce sería probablemente un día más bien malo para mí. También me chocó que en el transcurso de la conversación no me hubiese preguntado mi nombre ni el motivo de la visita. Podía deberse sólo a mi suspicacia natural, pero habría dicho que la señorita Torrance ya sabía quién era yo sin ningún género de dudas. Más aún, sabía cómo era y me había reconocido.

Rodeé la manzana hasta Temple Street, calle a la que daban las oficinas de la Hermandad por la parte trasera. Allí encontré un reducido aparcamiento con el cemento del suelo resquebrajado y hierbajos en las grietas, dominado por un árbol seco bajo el que había dos depósitos de gas propano. La puerta de atrás del edificio era blanca y las ventanas estaban cubiertas de tela metálica. La negra escalera de incendios de hierro parecía tan decrépita que a los ocupantes les valdría más arriesgarse con las llamas que bajar por ella. Daba la impresión de que la puerta trasera del 109A no se había abierto en mucho tiempo, lo cual significaba que los vecinos de la finca entraban y salían por la puerta de Main Street. En el aparcamiento había un Explorer 4x4 rojo. Al escudriñar el interior por la ventanilla, vi en el suelo una caja que contenía aparentemente más folletos religiosos sujetos con gomas elásticas. Recurriendo a mis más elementales dotes deductivas, llegué a la conclusión de que había encontrado el medio de transporte de la Hermandad.

Regresé a Main Street, compré un par de periódicos y el último ejemplar de Rolling Stone y me dirigí a Jorgensen's, donde tomé asiento en una mesa situada en alto sobre una plataforma junto a la cristalera. Desde allí disponía de una vista perfecta de la entrada del 109A. Pedí café y un bollo y me recosté contra el respaldo a leer y esperar.

Los periódicos informaban ampliamente sobre el hallazgo de St. Froid, pero apenas añadían algo nuevo a lo que ya había visto en los noticiarios de la televisión. Aun así, alguien había rescatado una antigua fotografía de Faulkner y de las cuatro primeras familias que viajaron al norte con él. Era un hombre alto, de cabello oscuro y largo, cejas negras muy rectas y mejillas hundidas, vestido con sencillez. Incluso en la fotografía se adivinaba en él un innegable carisma. Debía de tener cerca de cuarenta años, y su esposa alguno más. Sus hijos, un chico y una chica de diecisiete y dieciséis años respectivamente, estaban de pie ante él. Debió de tenerlos muy joven.

Aun sabiendo que la fotografía era de la década de los sesenta, parecía que aquellas personas habían quedado inmovilizadas en cualquier instante de los últimos cien años. Había algo de atemporal en ellos y en su fe en la posibilidad de escapar, veinte personas humildemente ataviadas que soñaban con una utopía consagrada a la mayor gloria de Dios. Según el breve pie de foto, el dueño de las tierras, un hombre religioso también, había cedido el usufructo a la comunidad por dos dólares la hectárea al año, pagados por adelantado para el plazo fijado en el contrato de arrendamiento. El traslado a un lugar tan septentrional garantizaba prácticamente que la congregación gozara de una total privacidad. El pueblo más cercano era Eagle Lake, al norte, pero se encontraba ya en decadencia, con los aserraderos cerrados y la población diezmada. A la postre, el turismo salvaría la zona, pero en 1963 Faulkner y sus seguidores tendrían que valerse básicamente por sí mismos.

Me concentré en el folleto de la Hermandad. En esencia, era una perorata destinada a suscitar la reacción adecuada en los lectores: a saber, que entregasen todo el dinero suelto que llevasen encima en ese momento, más cualquier otra cantidad prescindible cuya donación dejase sus extractos bancarios en números redondos. En la portada había una interesante ilustración medieval, al parecer una representación del Juicio Finaclass="underline" demonios cornudos desgarraban los cuerpos desnudos de los condenados bajo la mirada de Dios, en lo alto, rodeado de un puñado de buenas personas que, cabía suponer, sentían un gran alivio. Me fijé en que los condenados superaban a los salvados en una proporción de cinco a uno aproximadamente. Así las cosas, las probabilidades de salvación para la mayoría de la gente que yo conocía eran más bien escasas. Bajo la ilustración se leía una cita: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; se abrieron unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras (Apocalipsis 20:12)».

Dejé a un lado el folleto y me alegré de haber comprado Rolling Stone. Dediqué la hora siguiente a decidir quiénes entre los buenos y no tan buenos del panorama de la música moderna tenían opción a entrar en el espacio de la salvación en la otra vida. Había elaborado ya una lista bastante amplia cuando, poco después de la una y media, salieron de las oficinas de la Hermandad una mujer y un hombre. El hombre era Carter Paragon: lo reconocí por el pelo oscuro y lustroso peinado hacia atrás, el traje gris reluciente y la actitud untuosa. Sólo me sorprendió que no dejara a su paso una estela de plata.

La mujer que lo acompañaba era alta y probablemente de su misma edad: poco más de cuarenta. El cabello, lacio y castaño oscuro, le caía hasta los hombros y llevaba el cuerpo oculto bajo un abrigo azul de lana. Su rostro no podía considerarse muy atractivo en un sentido convencional; tenía la mandíbula demasiado angulosa, la nariz demasiado ancha, y los músculos maxilares desarrollados en exceso, como si mantuviese los dientes apretados permanentemente. Llevaba maquillaje blanco y carmín de color rojo intenso, como un graduado de la escuela de payasos, aunque si lo era, nadie se reía. Calzaba zapato plano y, aun así, medía cerca de un metro ochenta y le sacaba a Paragon al menos diez centímetros. Al dirigirse hacia Temple Street cruzaron una extraña mirada. Daba la impresión de que Paragon la trataba con deferencia y advertí que él retrocedía rápidamente cuando ella se dio la vuelta tras comprobar que la puerta quedaba bien cerrada, como si temiese interponerse en su camino.

Dejé cinco dólares en la mesa, salí a Main Street y me encaminé tranquilamente hacia el Mustang. Había estado tentado de abordarlos en la calle, pero sentía curiosidad por saber adónde iban. El Explorer rojo salió a Temple y luego pasó por delante de mí a través del aparcamiento en dirección sur. Lo seguí a cierta distancia hasta que llegó a Kennedy Memorial Drive, donde dobló a la derecha por West River Road. Dejamos atrás el instituto de enseñanza secundaria de Waterville y el campo de golf de Pine Ridge antes de que el Explorer girase de nuevo a la derecha por Webb Road. Hasta ese momento me había mantenido a un par de automóviles por detrás, pero allí fue el único que se desvió a la derecha. Me rezagué tanto como pude y creí que los había perdido cuando apareció ante mí un tramo de carretera vacío después de pasar junto al aeródromo. Cambié de sentido y desanduve un trecho hasta que vi el destello de las luces de freno del Explorer a unos doscientos metros a mi derecha. Había tomado por Eight Rod Road y en ese instante entraba en el camino de acceso de una casa particular. Llegué a tiempo de ver cómo se cerraba la verja de acero negro y desaparecía la carrocería roja del 4x4 bordeando una modesta casa blanca de dos plantas con postigos negros en las ventanas y molduras negras en el hastial.