En el bolso llevaba, además, un aerosol de gas lacrimógeno y un paralizador cuya descarga de 20.000 voltios dejaba a un hombre tendido en el suelo boqueando y temblando como un pez fuera del agua. Si bien nunca había disparado la pistola en un momento de ira, sí se había visto obligada a utilizar el aerosol en una ocasión cuando un manifestante antiabortista intentó entrar por la fuerza en su casa. Más tarde recordaría, con una punzada de vergüenza, que gasear a aquel individuo le había producido cierta satisfacción. Ella había elegido esa forma de vida -no podía negarlo-, pero el miedo y la rabia por las restricciones que le imponía, así como el odio y la animadversión de quienes la despreciaban por lo que hacía, la habían afectado de diversas maneras, aunque ella se negaba a admitirlo. Aquella noche de noviembre, con el aerosol en la mano y el hombre bajo y barbudo desgañitándose y llorando en la entrada de su casa, toda esa tensión y esa cólera salieron de ella a borbotones simplemente apretando un botón de plástico.
Alison Beck era un personaje conocido, un personaje público. Si bien residía en una calle arbolada de Minneapolis, viajaba dos veces al mes a Dakota del Sur, donde pasaba consulta en el hospital de Sioux Falls. Aparecía con regularidad en la televisión local y nacional para hacer campaña en contra de lo que, a su juicio, era una gradual erosión del derecho a elegir de las mujeres. Las clínicas estaban cerrando, había comentado en una cadena local afiliada a la NBC hacía sólo una semana, y en la actualidad el ochenta y tres por ciento de los condados de Estados Unidos no disponía de servicios para la práctica del aborto. Más de treinta miembros del Congreso, una docena de senadores y cuatro gobernadores se declaraban abiertamente contra la libre elección de las mujeres con respecto a su propia maternidad. Por su parte, la Iglesia católica era en ese momento el principal proveedor de asistencia sanitaria privada del país, y el acceso al aborto, la esterilización, el control de la natalidad y la fecundación in vitro eran cada vez más limitados.
Sin embargo, mientras se hallaba cara a cara ante una muchacha afable y bien hablada de Derecho a la Vida de Minnesota, que concentraba sus argumentos en la salud femenina y las nuevas actitudes de una generación joven que no podía recordar los tiempos anteriores a «Roe versus Wade», Alison Beck empezó a tener la impresión de que era ella, la médica defensora de los derechos de la mujer, quien en ese momento parecía provocadora e intolerante, y de que quizá no se había dado cuenta de hasta qué punto estaba cambiando la opinión pública. Eso lo reconoció en presencia de unos amigos días antes de su muerte.
Pero había otra cosa que despertó sus temores. Había vuelto a verlo, a aquel extraño pelirrojo, y sabía que estaba estrechando el cerco en torno a ella, que se proponía actuar contra ella y los demás antes de que pudieran acabar su labor.
– Pero no pueden haberse enterado -le había dicho Mercier para tranquilizarla-. Todavía no hemos tomado ninguna medida contra ellos.
– Te lo aseguro, lo saben. Le he visto. Y…
– ¿Sí?
– Esta mañana he encontrado algo en el coche.
– ¿Qué? ¿Qué has encontrado?
– Una piel. He encontrado la piel de una araña.
Al crecer, las arañas mudan su exoesqueleto, se desprenden del viejo y lo sustituyen por uno mayor y menos opresivo en un proceso conocido como ecdisis. La piel desechada, o exuvio, que Alison Beck había encontrado en el asiento del acompañante de su coche pertenecía a una tarántula ornamental autóctona de Ceilán, Poecilotheria fasciata, un arácnido de hermosos colores pero muy temperamental. Alguien había escogido esa especie con toda la intención por su capacidad para asustar: su cuerpo medía alrededor de siete centímetros de largo, coloreado de grises, cremas y negros, y sus patas abarcaban casi diez centímetros. Alison se aterrorizó, y sólo cuando advirtió que la forma que veía a su lado no era una araña viva y coleando se le aplacó un poco el pánico.
Al oír eso, Mercier enmudeció. Al cabo de un momento le aconsejó que se marchase por un tiempo y le prometió que prevendría a sus colegas para que permaneciesen alerta.
Y de este modo Alison Beck, en esa última semana de vida, decidió tomarse unas vacaciones por primera vez en casi dos años. Planeó ir en coche a Montana, haciendo altos en el camino durante la primera semana, y visitar luego a una vieja amiga de la universidad en Bozeman. Desde allí, las dos pensaban viajar al norte hasta el Glacier National Park si las carreteras no estaban cortadas, ya que era abril y tal vez la nieve aún no se hubiese fundido por completo.
Al ver que Alison no llegaba el domingo por la noche como había prometido, su amiga empezó a preocuparse. El lunes a media tarde seguía sin saber nada de ella y telefoneó a la jefatura del Departamento de Policía de Minneapolis. Dos agentes, Ames y Frayn, familiarizados ya con la situación de Alison por incidentes anteriores, fueron enviados a echar un vistazo a su casa del número 604 de la calle 26 Oeste.
Nadie abrió cuando llamaron al timbre, y la puerta del garaje estaba firmemente cerrada. Ahuecando las manos en torno a los ojos, Ames escrutó el interior a través del cristal. En la entrada de la cocina había dos maletas y, poco más allá, una silla de cocina volcada con las patas hacia la pared. Segundos después, Ames se calzaba unos guantes, rompía una ventana lateral y, pistola en mano, entraba en la casa. Frayn se encaminó hacia la parte posterior y penetró por la puerta de atrás. Era una casa pequeña de dos plantas, y los agentes no tardaron en constatar que estaba vacía. Una puerta comunicaba la cocina con el garaje. Al otro lado del cristal esmerilado se distinguía claramente el contorno del Boxster de Alison Beck.
Ames respiró hondo y abrió la puerta.
El garaje estaba a oscuras. Echó mano de la linterna del cinturón y la encendió. Por un momento, cuando el haz de luz iluminó el coche, no supo qué tenía ante los ojos. Al principio creyó que se había resquebrajado el parabrisas, pues unas finas líneas se extendían por él en todas las direcciones irradiando cúmulos irregulares que salpicaban el cristal como orificios de bala impidiendo ver el interior del coche. Después, cuando se aproximó a la puerta del conductor, tuvo la impresión de que, de algún modo, el coche se había llenado de algodón de azúcar, pues las ventanas, por dentro, parecían recubiertas de hebras blancas y suaves. Sólo cuando alumbró de cerca el parabrisas y algo veloz y marrón se deslizó por el vidrio como una exhalación comprendió qué era aquello.
Era una telaraña, con sus plateados filamentos a la luz de la linterna. Bajo la tela se dibujaba una silueta oscura, erguida en el asiento del conductor.
– ¿Doctora Beck? -dijo. Apoyó la mano enguantada en la manija de la puerta y tiró.
Le llegó el sonido de los pegajosos hilos al partirse, y la sedosa tela tembló en el aire cuando la puerta se abrió. Algo cayó a los pies de Ames con un ruido blando y sordo, apenas audible. Al bajar la vista, vio una diminuta araña marrón que avanzaba por el suelo de cemento hacia su pie derecho. Era una araña reclusa, de poco más de un centímetro de largo, con un surco oscuro longitudinal en el dorso. De manera instintiva levantó el zapato con puntera de acero y la aplastó. Por un instante se preguntó si aquello constituía una destrucción de pruebas, hasta que miró dentro del coche y se dio cuenta de que, a efectos reales, lo mismo habría sido que robase un grano de arena de la orilla del mar o hurtase una única gota de agua del océano.