– En esta carretera el exceso de velocidad es una infracción habitual -dijo por fin-. A veces paro aquí a esperar. Así la encontré.
– Ah -dije-. Eso lo explica. Gracias por su tiempo.
– No hay de qué -contestó.
Cerró la puerta, arrancó y cambió de sentido para dirigirse hacia el norte. Me coloqué en la calzada y me aseguré de que me veía por el retrovisor hasta desaparecer.
Apenas había tráfico en la carretera de Ellsworth a Bar Harbor mientras me adentraba por la creciente oscuridad del atardecer. La temporada turística aún no había comenzado, con lo cual los lugareños tenían el pueblo sólo para ellos. En las calles reinaba el silencio, la mayoría de los restaurantes estaba cerrada, y había un equipo de excavación en el parque, donde montones de tierra se alzaban donde antes estaba el césped. En Main Street, la librería Sherman's seguía abierta, y era la primera vez que veía vacío el Ben & Bill's Chocolate Emporium, que incluso ofrecía un descuento del cincuenta por ciento en todas las golosinas. Si intentaban algo así después del Día de los Caídos, a finales de mayo, la gente moriría en la avalancha.
El motel Acadia Pines estaba situado junto al cruce de Main y Park. Era un establecimiento para turistas bastante corriente, destinado probablemente a la franja baja del mercado. Se componía de un único bloque de dos pisos en forma de L pintado de amarillo y blanco y contaba con alrededor de cuarenta habitaciones. En el aparcamiento sólo había otros dos coches y se percibía cierta desesperación en la ferocidad con que resplandecía y zumbaba el rótulo habitaciones libres. Al bajar del coche noté que el dolor del costado apenas era ya una molestia apagada, pero cuando me examiné a la luz del salpicadero, vi que tenía todavía en la piel la huella de los nudillos de Lutz.
En la recepción del motel me encontré tras el escritorio a una mujer vestida de azul claro, estaba viendo un programa de noticias por televisión y tenía un ejemplar abierto de TV Guide a un lado. Bebía de una taza de los Grateful Dead decorada con hileras de osos de peluche bailando y lucía en las uñas de los dedos esmalte rojo descascarillado. Llevaba el pelo teñido de color negro violáceo y le brillaba como un moretón reciente. Tenía arrugas en la cara y las manos avejentadas, pero seguramente rondaba los cincuenta y cinco a lo sumo. Cuando entré intentó sonreír, pero daba la impresión, más bien, de que alguien hubiese insertado un par de anzuelos en su labio superior y tirara suavemente.
– Hola -dijo-. ¿Busca habitación?
– No, gracias -contesté-. Busco a Marcy Becker.
Se produjo un silencio muy elocuente. En la oficina el silencio era absoluto, y, aun así, yo oía claramente los gritos en el interior de su cabeza. La observé mientras repasaba las distintas opciones de que disponía: se ha equivocado usted de sitio; no conozco a ninguna Marcy Becker; no está ni sé dónde puede encontrarla. Al final optó por una variante de la tercera posibilidad.
– Marcy no está. Ya no vive aquí.
– Entiendo -dije-. ¿Es usted la señora Becker?
Guardó silencio otra vez y luego asintió.
Me llevé la mano al bolsillo y le enseñé la licencia.
– Me llamo Charlie Parker, señora Becker. Soy detective privado. Me han contratado para investigar las circunstancias de la muerte de Grace Peltier. Creo que Marcy era amiga de Grace, ¿verdad?
Silencio. Gesto de asentimiento.
– Señora Becker, ¿cuándo fue la última vez que vio usted a Grace?
– No lo recuerdo -respondió. Tenía la voz seca y cascada, así que carraspeó y repitió la respuesta con apenas un poco más de aplomo-. No lo recuerdo. -Tomó un sorbo de café de la taza.
– ¿Fue cuando vino a recoger a Marcy, señora Becker? De eso hará un par de semanas.
– No vino a recoger a Marcy -se apresuró a decir la señora Becker-. Marcy no la ve desde hace… no sé cuánto tiempo.
– Su hija no asistió al funeral de Grace. ¿No le parece extraño?
– No sé -contestó.
La vi deslizar los dedos bajo la mesa y tensar el brazo al pulsar el botón de alarma.
– ¿Está preocupada por Marcy, señora Becker?
Esta vez el silencio se prolongó durante lo que se me antojó una eternidad. Cuando habló, su boca contestó no, pero sus ojos susurraron sí.
A mis espaldas, oí abrirse la puerta de la oficina. Al darme la vuelta vi ante mí a un hombre calvo, de corta estatura, con un suéter de golfista y un pantalón azul de poliéster. Sujetaba un palo de golf en la mano.
– ¿Le he interrumpido el recorrido? -pregunté.
Cambió de posición el palo. Parecía un hierro del nueve.
– ¿Puedo ayudarle en algo, caballero?
– Eso espero, o quizá pueda ayudarle yo -dije.
– Estaba preguntándome por Marcy, Hal -aclaró la señora Becker.
– Yo me ocuparé de esto, Francine -le aseguró su marido, aunque ni siquiera él parecía muy convencido.
– No creo, señor Becker, al menos si lo único que tiene es un palo de golf barato.
Por efecto del pánico, unas gotas de sudor le resbalaron por la frente y le entraron en los ojos. Parpadeó para limpiárselas y, acto seguido, empuñando el palo con ambas manos, lo levantó a la altura de los hombros.
– Lárguese -dijo.
Yo tenía aún la licencia a la vista en la mano derecha. Con la izquierda extraje una tarjeta de visita del bolsillo y la dejé en la mesa.
– Muy bien, señor Becker, como usted diga. Pero antes de marcharme permítame decirle una cosa. Es muy posible que alguien matase a Grace Peltier. Quizás esté usted diciendo la verdad, pero si no es así, sospecho que su hija sabe quién puede ser esa persona. Si yo he podido llegar a esa conclusión, también podrá llegar a ella quienquiera que haya matado a su amiga. Y si esa persona viene a hacer preguntas, dudo mucho que sea tan amable como yo. Tenga esto presente cuando me vaya.
El palo avanzó tres o cuatro centímetros.
– Se lo digo por última vez: salga de esta oficina.
Cerré la cartera, me la guardé en el bolsillo y me dirigí hacia la puerta mientras Hal Becker se me acercaba lo justo con el palo de golf a fin de mantener entre nosotros distancia suficiente para golpear.
– Tengo la sensación de que me llamará -dije al abrir la puerta y salir al aparcamiento.
– No cuente con ello -contestó Becker.
Cuando puse el coche en marcha y me alejé, seguía en la puerta con el palo en alto como un amateur frustrado con un gran handicap atascado en el búnker más extenso y profundo del mundo.
En el viaje de regreso a Scarborough repasé lo que había averiguado, que no era mucho. Sabía que Carter Paragon vivía oculto tras el velo de misterio que en torno a él había corrido la señorita Torrance y que Lutz parecía tener un interés no estrictamente profesional en mantener las cosas así. Sabía que ciertos detalles del hallazgo del cadáver de Grace por parte de Voisine me incomodaban, y la intervención de Lutz en el hallazgo me incomodaba más aún. Y sabía que Hal y Francine Becker estaban asustados. Existían múltiples razones por las que una persona podía no desear que un detective privado interrogase a un hijo suyo. Tal vez Marcy Becker era actriz porno o vendía droga a los alumnos del instituto. O tal vez su hija les había dicho que no revelasen su paradero hasta que el asunto que la preocupaba se hubiese olvidado. Aún me faltaba hablar con Ali Wynn, la amiga de Grace en Boston, pero Marcy Becker parecía ya una mujer digna de que se la vigilara.
Por lo visto, Curtis Peltier y Jack Mercier no andaban desencaminados en sus sospechas con respecto a la versión oficial de la muerte de Grace, pero también tenía la sensación de que todas las personas que había visto en los dos últimos días me mentían o escondían algo. Ya era hora de corregir la situación, y sabía por dónde empezar. A pesar del cansancio no tomé la salida de Scarborough, sino que fui primero por Congress Street, seguí por Danforth y me detuve frente a la casa de Curtis Peltier.